Este año anuncia grandes cambios envueltos en la incertidumbre que siempre nos depara el futuro. No hay elecciones a la vista aunque tendremos que estar muy pendientes de las que se celebrarán en otoño en Alemania, en las que Angela Merkel tiene muchas posibilidades de repetir la victoria y seguir en la cancillería de Berlín. Es más relevante si la política que impone Alemania al resto de Europa seguirá con la misma insistencia que quién estará al frente del Gobierno alemán.
Desde que en mayo del 2010 el presidente Zapatero dio un giro inesperado a las políticas sociales impuesto por el Banco Central Europeo, el FMI y la Comisión, la política sufrió un impacto negativo del que todavía no se ha repuesto. Se dice que los políticos han perdido el prestigio. Puede ser. Pero lo que han perdido de verdad es el poder, que ya no está en sus manos. Ya no tienen como prioridad dar cuenta a los votantes sino a instancias superiores que no son responsables ante nadie.
La política es cosa de resultados, hasta el punto que un presidente o primer ministro guarda cada vez más relación con un entrenador de fútbol que es echado de mala manera si no responde a lo que se esperaba de él. No se trata tanto de cumplir programas sino de cambiarlos poniendo como pretexto las circunstancias adversas que vienen de fuera, de más arriba, del otro, en definitiva.
Estaremos de acuerdo en que la democracia no se ha servido nunca en estado puro y que son muchos los agujeros que la debilitan en forma de mala gestión, corrupciones varias o vanidades inútiles. Después de cada tropiezo vuelve a empezar de nuevo. Los pueblos son sabios y se comportan según la ley de la gravedad. Exigen coherencia y resultados. Si una multitud se embarca en una aventura sin final claro puede convertirse en una masa peligrosa si el éxito no va acompañado de las expectativas anunciadas.
Una sociedad puede estar en condiciones de prestar sacrificios colectivos para conseguir resultados concretos y más o menos inmediatos. Pero, salvo muy contadas excepciones, el heroísmo es una virtud extrema que está reservada a los individuos singulares a la que se suman los pueblos si los resultados son positivos. Me refería también a la célebre y mínima resistencia francesa, liderada por De Gaulle, que sólo se convirtió en multitud en cuanto se vio que era caballo ganador.
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