sábado, 26 de julio de 2014

¿Cada cuánto tiempo hay que regar el PSOE?

Los experimentos democráticos son una gran oportunidad para reconstruir un partido y reconectar con los ciudadanos. Hay que seguir el método de ensayo y error, para beneficio propio y de toda la sociedad


Democratizar es el verbo políticamente más poético. Nada suena mejor que democratizar una institución política, abrirla a una participación más amplia. Una opinión compartida por la mayoría de analistas políticos y por todo el espectro de regeneracionistas españoles, desde nuestros reformistas más liberales, como los economistas fascinados por la competitividad de las primarias americanas, hasta la izquierda antisistema de Podemos. Y también por el PSOE, que decidió, en palabras de Eduardo Madina, “apostar por la respuesta más democrática de nuestra historia: la elección directa del secretario general por los militantes”.
Pero, por muy exitosa en términos de participación que haya resultado esta experiencia particular del PSOE y por muy atractiva en general que sea la tendencia a democratizar el funcionamiento interno de los partidos, nuestro deber es someter estos procesos a un examen frío, analizando sus ventajas e inconvenientes a la luz de la evidencia disponible. Si lo hacemos, podemos llegar a la conclusión de que democratizar un partido es más bien como regar una planta: tanto el defecto como el exceso de agua pueden ser perjudiciales.
Los partidos que se riegan muy poquito, donde la voz de los militantes no se tiene en cuenta, sufren una falta de legitimación que, tarde o temprano, pasa factura. Ejemplos clásicos serían los partidos ultra-ortodoxos israelíes donde los rabinos monopolizan el poder, aunque nuestras enfermas dedocracias no andan muy lejos. En el otro extremo, los partidos más regados del mundo serían los americanos, donde la participación para elegir a los candidatos es muy abierta y no está controlada por los partidos. El griterío de los ciudadanos americanos es tan fuerte que la voz de los partidos —y con ello su habilidad para agregar intereses y dar coherencia programática a iniciativas particulares— ha dejado de escucharse. Como agudamente señala el politólogo Jonathan Hopkin, las primarias americanas han democratizado tanto los partidos que los han llevado, en la práctica, a su extinción.
En España, como en todos los países donde los partidos son vistos como alejados de la ciudadanía, han surgido críticas a las decisiones que se toman en los aparatos o, como los anglosajones los llaman, losjardines secretos de los partidos. Las causas de los procesos de democratización de los partidos están pues claras, pero sus consecuencias no tanto.
Un partido es como una planta: tanto el defecto como el exceso de agua pueden ser perjudiciales
Tenemos la suerte de que uno de los estudios europeos más interesantes sobre los efectos electorales de las primarias, publicado recientemente en la revista Party Politics, ha sido llevado a cabo por un español, Luis Ramiro. Su análisis de los resultados electorales del PSOE en municipios de más de 10.000 habitantes para el periodo 1999-2011 apunta a que el sistema de primarias de “un militante, un voto” ha sido, en general, recompensado en las urnas por los ciudadanos. Pero, al mismo tiempo, las primarias también tienen costes. Lo cual no quiere decir que no valgan la pena, sino que debemos tenerlos presentes. Y, al mismo tiempo, saber valorar algunas ventajas —que también las tienen— de los mecanismos tradicionales de democracia representativa interna, encarnados por los tan denostados congresos.
¿Cuáles son los costes de la democratización de los partidos? En primer lugar, los estudios sobre primarias, como los recogidos por los expertos Reuven Hazan y Gideon Rahat, muestran una gran variabilidad de participación en todo tipo de países, con oscilaciones, por ejemplo, del 51% al 75% en Israel, del 20% al 63% en Finlandia, o del 25% al 51% en Bélgica. Hay que contar, por tanto, con que las primarias son inherentemente inestables. En segundo lugar, la ironía de las primarias es que, pensadas para aumentar la competitividad dentro los partidos, pueden acabar reduciéndola. Para ganar unas primarias con un electorado potencial de miles, o millones, de votantes no basta con tener el mejor discurso. También necesitas un buen altavoz para llegar a mucha gente y una habilidad para desplazarte que te permita conocer personalmente al mayor número posible de simpatizantes. E, idealmente, estrecharles la mano. Los candidatos que cuentan con más recursos —porque ocupan un cargo público relevante, porque heredan una proyección mediática, o simplemente porque cuentan con la ayuda de la élite del partido— parten con una gran ventaja.
Por ejemplo, un estudio de 3.166 primarias para la Cámara de Representantes de EE UU mostró que en sólo 47 ocasiones los titulares del puesto fueron derrotados. Si los aspirantes tienen una probabilidad de victoria del 1,5%, difícilmente podemos hablar de un mecanismo competitivo. Esta desigualdad de recursos entre contendientes se agrava cuanto más abiertas son las primarias. Lógico: cuantas más manos hay que estrechar, más importa tu capacidad para moverte por el territorio.
De forma paralela, expandir el número de electores no tiene por qué aumentar la fiscalización de las cúpulas de los partidos por parte de los militantes de base. En palabras del politólogo Richard Katz, las primarias pueden dar la apariencia de democracia, pero sin su sustancia: abrir el partido puede ser incluso una estrategia de la élite del partido para quitarse de encima el control que ejercen los siempre molestos cargos intermedios. Las primarias pueden así desembocar en un sistemacesarista (Politikon, La urna rota, 2014), en el que las bases se limitan a elegir, o más bien a ratificar, a un líder liberado de contrapesos internos. Esto puede desincentivar a los afiliados más motivados, aquellos que se metieron en el partido para cambiar el mundo. Si lo único que queremos de los militantes es su voto, si se elimina una cierta meritocracia interna, lo que Jonathan Hopkin denomina el “diferencial de influencia” entre militantes, los partidos se pueden vaciar de personas ideológicamente comprometidas y llenar de lo que en Canadá se ha llamado “militantes instantáneos”.
Pensadas para aumentar la competitividad, las primarias pueden acabar reduciéndola
El buen funcionamiento de una democracia no depende de la existencia de partidos altamente democratizados. Muchas democracias saludables hoy día carecen de primarias porque se han centrado en mantener una buena competición democrática entre partidos y no dentro de los partidos. La primacía de lo primero sobre lo segundo fue observado ya por Giovanni Sartori hace medio siglo: “La democracia a gran escala no es la suma de muchas pequeñas democracias”. Ello no implica que los opacos partidos españoles no necesiten ser regados con una mayor participación. Como está haciendo el PSOE, experimentando en el espacio de pocos meses con dos mecanismos distintos: unas primarias de “un militante, un voto” para elegir al secretario general y unas primarias abiertas para elegir candidato a las elecciones generales. Con ello el PSOE corre muchos riesgos, pues los mandatos de las dos primarias son distintos, ya que los militantes que participan en las primeras tienden a ser más radicales que los votantes del partido que participarán en las segundas. En esta línea, Pedro Sánchez ya ha manifestado que “va a estar tan a la izquierda como la militancia de base”. Podemos reeditar así el conflicto bicefálico entre un político-Borrell (dícese del político preferido por la militancia pero no tanto por el electorado) y otro político-Almunia (alguien más querido por el electorado que por la militancia).
Pero los experimentos democráticos del PSOE son también una gran oportunidad para reconstruir un partido que necesita reconectar con los ciudadanos. Ello dependerá no sólo del éxito de las dos convocatorias, sino también de aprovechar el caudal de capital político que se reunirá en el inminente congreso para consolidar una estructura de partido con capacidad de fiscalización interna. El PSOE debe encontrar un equilibrio —ese punto medio virtuoso del que hablan algunos expertos— entre los dos extremos: una democracia que disuelve y un aparato que oxida.
Para ello, hace falta que el PSOE no se quede quieto y siga el método de ensayo y error en el que se ha metido. Como con las plantas, sólo experimentando, errando y rectificando, sabremos cada cuánto hay que regar el PSOE para que éste desarrolle una fórmula óptima de participación ciudadana. Como el señor Keuner de Bertolt Brecht, el PSOE anda atareado trabajando en su próximo error. Para su beneficio, pero también para el de los demás partidos y, por ende, de la democracia española.
Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.
 fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/14/opinion/1405361775_054909.html

Oportunidad ideal

La Transición no tiene relación causal con la pluralidad de indecencias políticas y financieras de los últimos años


La Transición es ya el payaso oficial de las bofetadas para casi cualquier movimiento que aspire a proyectar nuevos horizontes. Allí se criaron las bases del mal, y no importa demasiado discriminar si hablamos de la Transición corta, hasta la victoria socialista de 1982, o una transición algo más larga, con la incorporación a la Comunidad Europea desde 1986. Lo fundamental es aislar el germen patógeno que ha provocado el apagón general del Estado y que se expresa hoy con la radicalidad política de Podemos y, en el caso catalán, del independentismo como proyecto de limpieza integral de la vieja culpa.
Desde Cataluña se ha hecho común la certeza de que el resto del Estado vive una etapa de agotamiento terminal. Sin decirlo abiertamente, se sobreentiende que Cataluña está excluida del desastre y no padece la sintomatología ni las condiciones de ese deterioro. Incluso más: la reclamación de indepedencia funciona en el mercado político y mediático como arma de resistencia al deterioro y mecanismo de urgencia para soltar lastre retardatario. La vieja ficción de la excepcionalidad de los pueblos escogidos parece regresar como fe común, y naturalmente retoma los instrumentos clásicos del nacionalismo. Fueron los españoles los que hicieron una transición pactista y descamisada, cobarde y apocada, y hemos sido nosotros, los catalanes, las víctimas de un proceso de chapuzas resignadamente toleradas.
Es un relato conmovedor pero hace lo peor que puede hacer un relato político: adular al presente liberándolo infantilmente de sus propias responsabilidades en el pasado. Me temo que también es interesadamente ignorante de las condiciones reales de los pactos y los procesos de la Transición.
Las reservas que hoy pueden oponerse a esta o aquella decisión en los tiempos de la Transición son parte del trabajo que los historiadores intentan hacer, de acuerdo con el país que éramos. Ese análisis es profesional y no elude la reflexión política aunque aspira a identificar las causas plurales y a veces inconciliables que confluyeron: trata de tasar el amplio apoyo social que mantenía el franquismo en 1978; trata de medir el impacto de los muertos diarios de ETA (y la transigencia tácita con que la izquierda recibía las noticias de los muertos de la Guardia Civil o del Ejército franquista); trata de auscultar las rutas de la adaptación a la modernidad post-68 de una sociedad sin la menor formación democrática pero aceleradamente industrializada; trata de comprender el papel del relevo generacional desde la misma década de los sesenta y analizar el ansia de cambiar la caspa con chaqué o con gorra de plato de entonces por los destellos de una nueva clase política (clandestina hasta cuatro días atrás).
La vieja ficción de la excepcionalidad de los pueblos escogidos parece regresar como fe común, y retoma los instrumentos clásicos del nacionalismo
Pero nada de eso tiene la menor relación causal con la pluralidad de indecencias financieras, políticas y administrativas que estamos conociendo desde hace ya unos cuantos años y que afectan sobre todo a la década de los 90, y en adelante. Nada de eso tiene que ver tampoco con la desacomplejada y metódica privatización del Estado que la derecha está promoviendo silenciosamente en los gobiernos de Madrid y de Barcelona.
La culpa no es de la Transición, ni de Suárez ni de Pujol: son culpas avaladas con nuestros votos, o nuestra miopía, o nuestra pasividad. Son parte de las dejaciones democráticas en que hemos incurrido precisamente los hijos de la Transición y algunos de los padres. Hoy incluso algunos de ellos redescubren una nueva política y nuevos ideales mientras cargan sobre sus espaldas no menos de veinte o treinta años de ejercicio de docencia, de actuación intelectual o de vida política. Es verdad que pueden ser una fuente de regeneración y hasta el aval que la experiencia da a la nueva oportunidad de ser mejores.
Pero es chocante el seguidismo que a veces practican en la condena de la Transición en lugar de ensayar la autocrítica durante la construcción de la España democrática. Aquella se acabó hace mucho tiempo: lo que sí duró treinta años es lo que ha venido después. Ha sido cosa de quienes estrenábamos mayoría de edad entonces y de quienes la tenían ampliamente ganada en la lucha democrática anterior y posterior.
La ficción de que la independencia es una buena solución tiene una de sus patas en no querer asumir las propias responsabilidades en el deterioro compartido del Estado democrático en Cataluña y fuera de Cataluña. La otra pata quizá tiene más que ver con el oportunismo de ondear una nueva bandera que con la probidad política e intelectual. El independentismo sobrevenido o nouvingut quizá acabe sintiéndose incómodo en su nueva casa, si el proceso no va todo lo rápido que desean o no alcanza su objetivo final en los plazos y términos previstos, o si fracasa sin más porque el ciudadano prefiere una solución menos drástica. El independentismo puede acabar pensando incluso que una cosa es comprometerse con un ideal por convicción y sentimiento y otra el uso de la convicción y el sentimiento de otros para reencontrar un lugar al sol, o la oportunidad ideal.
Jordi Gràcia es profesor y ensayista
fuenteshttp://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/07/23/catalunya/1406141755_434951.html

Un país normal

Hace meses que Òmnium Cultural puso en marcha la campaña Un país normal, que ha culminado ahora con la presentación de un vídeo con ese mismo título. La idea de fondo es que, en un país normal, votar es la forma razonable de resolver los conflictos. No puedo estar más de acuerdo. Menos compartible me parece, sin embargo, otro mensaje escasamente subliminal de la campaña: como no nos van a dejar votar el 9-N, este no es, de momento, un país normal.
Entiendo la preocupación de Òmnium. A mí también me parece que este no es un país normal. Efectivamente, no es normal un país en el que el partido en el Gobierno se presenta a las elecciones con un programa en el que no aparece la palabra independencia y, tras perder 12 de sus 62 diputados, decide que lo que hay que hacer es preguntar a los ciudadanos precisamente sobre eso que no se había atrevido ni a mencionar durante la campaña. No es normal un país en el que se plantea una consulta cuya cuestión central (la independencia) se corresponde con lo defendido explícitamente en las últimas elecciones autonómicas por solo dos partidos que juntos suman 24 diputados sobre un total de 135, o lo que es lo mismo el 17,77% de nuestros representantes en el Parlament. No es normal un país donde la propuesta federalista, que está de forma explícita en el programa de otros dos partidos que sumaron en esas elecciones 33 diputados, no figure con su nombre e inequívocamente en la pregunta de dicha consulta (me abstengo de valorar si es normal que a uno de esos partidos tal anomalía le parezca lo más natural del mundo) No es normal, en fin, un país en el que se acuerda la fecha de celebración de la consulta y la pregunta que se hará, pero no se dice nada sobre qué porcentajes de participación y votos favorables se deberán obtener para dar la propuesta por aprobada.
No es normal un país en el que mañana, tarde y noche se nos machaca con el ejemplo de Escocia y Quebec, sin que a los defensores de esos modelos se les pase por la cabeza que, para poder exigir con justicia lo mismo que allí han conseguido, primero deberían hacer como los nacionalistas quebequeses y escoceses, a saber, ganar las elecciones con un programa en el que, sin ambigüedad alguna, se afirme que si se obtiene la mayoría parlamentaria se procederá a convocar un referéndum sobre la independencia.
No es normal un país cuyo presidente reconoce en una entrevista a la CNN que menos de la mitad de los catalanes quiere la independencia, sin que eso le haga preguntarse si es legítimo tensionar la sociedad que gobierna con una consulta secesionista cuyo único objetivo sería comprobar si su percepción es correcta. No es normal que a alguien inteligente como debería ser ese presidente no se le ocurra que tales pruebas de estrés solo están justificadas cuando hay una mayoría clara y sostenida en el tiempo que apoya la opción por la independencia, algo que es perfectamente verificable con los procesos electorales generales que regularmente tienen lugar en este país donde según parece no nos dejan votar.
No es normal que el partido del Gobierno tenga su sede embargada y a su secretario general imputado, y recién dimitido, por escándalos de corrupción
No es muy normal un país en el que una mayoría parlamentaria que no sería suficiente para poner en marcha un simple proceso de reforma del Estatuto de autonomía sí lo sea para convocar una consulta en la que se pueda decidir la secesión de ese territorio del estado del que forma parte.
Tampoco parece muy normal un país cuyo gobierno decide que la legislación vigente (a la que debe su propia existencia y legitimidad) se acata o no, según convenga. O donde el principal socio del Gobierno ejerce al mismo tiempo de jefe de la oposición, sin oponerse a algo ni una sola vez. No suena muy normal un gobierno que pontifica sobre lo bien que vamos a estar una vez seamos independientes, con una democracia moderna y avanzada, limpia y regenerada, cuando el partido en que se apoya tiene su sede embargada y a su secretario general imputado, y recién dimitido, por escándalos de corrupción, y mientras sigue sin explicar cómo fue posible el expolio del Palau de la Música por gente de su cuerda y con beneficio directo (presuntamente) para su partido.
Ya puestos, no parece muy normal un país cuyo gobierno y cuyo parlamento llevan año y medio de parálisis legislativa, ocupados solo con su juguete favorito, mientras crece la desigualdad social, la pobreza infantil se extiende como una plaga y corporaciones privadas hacen su agosto con el desmantelamiento sistemático de la educación, la sanidad y los servicios públicos, todo bien tapadito con la estelada, que para eso están las banderas cuando se las necesita. Claro que menos normal aún es que ese camuflaje se logre con la complicidad de una izquierda tan abducida por los cantos patrióticos, que, ocupada como está en ganar el derecho a decidir, ha perdido de vista que pronto habrá poco sobre lo que decidir de verdad.
De manera que sí, efectivamente, yo también quiero un país normal. Y más vale que nos pongamos pronto a ello, porque, a la vista está, se'ns gira feina.
Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB
fuenteshttp://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/07/18/catalunya/1405716853_486285.html

Podemos en Cataluña

La escalada del partido de Pablo Iglesias en las encuestas revela que para mucha gente la cuestión social sigue siendo prioritaria


EL PAÍS del pasado domingo publicaba una encuesta sobre Cataluña con una sorprendente escalada de Podemos que, en intención directa de voto, se situaría en segundo lugar en unas legislativas (detrás de Esquerra Republicana) y en tercero en unas autonómicas (detrás de Esquerra y CiU), dejando en ambos casos a PSC y PP en el pelotón de los rezagados. Más sorprendente todavía si se tiene en cuenta que Podemos apenas tiene implantación en Cataluña. Es casi una franquicia, que se está montando a toda prisa con los riesgos en la selección de personal que esto implica.
Siempre se ha dicho que las encuestas alejadas de una convocatoria electoral, es decir, del momento de la decisión del voto, son poco significativas. Podemos ha sido la gran novedad de las europeas, por tanto, es el fenómeno de moda, lo cual puede tener efecto tanto en la respuesta de los encuestados como en el trabajo de los encuestadores.
Dando por asumidas todas estas cautelas, en unos tiempos en que los partidos políticos más sólidamente instalados están sometidos a gran volatilidad, cualquier señal indiciaria merece ser descodificada. Por eso es decepcionante la reacción de los principales partidos (y buena parte de los medios) ante un fenómeno como Podemos: la satanización o el ninguneo.
Como ha escrito Donatella della Porta, “el objetivo democrático de obtener la confianza de los ciudadanos ha sido, de hecho, retóricamente sustituido por la búsqueda de la confianza de los mercados, obtenida a costa de una insensibilidad hacia los intereses de la gente”. Ahí ésta el problema y ahí está la base del éxito, efímero o no, de Podemos: la sensación de sumisión y de impotencia que transmiten hoy los partidos de siempre.
Este es el aviso que les lanza la ciudadanía con el voto a Podemos: no miren solo arriba, miren también abajo
El descaro del que viene de fuera resulta gratificante ante unos gobernantes que han perdido el sentido de la realidad, porque de lo contrario no se atreverían, por ejemplo, a alardear de mejora económica después de haber hundido los salarios y de haber dejado el empleo en estado de absoluta precariedad. La derecha actúa con arrogancia y desdén, los socialistas atrapados en el orden bipartidista han sido incapaces de aparecer como alternativa, y la izquierda clásica es inaudible por obsolescencia del lenguaje. Este es el aviso que les lanza la ciudadanía con el voto a Podemos: no miren solo arriba, miren también abajo; escuchen a la gente y tomen en serio sus problemas; pongan límite a los abusos y háganse empáticos y comprensibles; no se amparen en un lenguaje tecnocrático para imponer la servidumbre por fatalismo, no confundan el pragmatismo con defensa radical del status quo.
Los datos de la encuesta además introducen complejidad en el debate catalán, porque demuestran que no solo de soberanismo vive el hombre y que para muchos ciudadanos la cuestión económica y social sigue siendo prioritaria, de modo que se niegan a aceptar el eje identitario como único referente de la política. Que Podemos pudiera situarse por delante de CiU, de PSC, de PP, de ICV y de Ciutadans en unas legislativas rompe muchos frentes políticos tradicionales.
El frente identitario: el perfil bajo pero tolerante de Podemos en la cuestión catalana y en el referéndum para un sector del electorado frío en materia de independencia resulta más atractivo que tener que decantarse en la querella entre soberanistas y autonomistas o unionistas. El frente político: la desconfianza en los partidos tradicionales es tan grande que al PSC ya no le otorga valor añadido el voto al mal menor para echar al PP del Gobierno. Del mismo modo que CiU sigue restando en beneficio de Esquerra. Lo que se premia es el proyecto político. Esquerra representa mejor que nadie uno de ellos: la independencia. Y Podemos, a su modo, canaliza otro proyecto: el descontento con la manera en que se hacen las cosas. Los demás partidos son sospechosos de ambigüedades, pasteleos y medias verdades. Y el proyecto unionista no consigue hacer masa crítica.
El frente social: no basta con decir que con la independencia las cosas irían mejor, van demasiado mal para confiarlo todo a una promesa incierta. Podemos parece conseguir lo que no han sabido hacer los partidos de izquierda: sacar a luz la profunda crisis social y colocarla en la agenda política.
El estallido Podemos nos dice que la política no puede jugarlo todo a una sola carta: secesión, sí o no. Y pone además de manifiesto que el independentismo tiene todavía mucha tarea de acumulación de capital político para alcanzar una amplia mayoría. El régimen político español viene dando señales de asfixia desde hace tiempo. Las inercias de los grandes partidos han dejado que el aire sea cada vez más irrespirable. Por eso, cuando han aparecido utopías disponibles (en expresión de Marina Subirats) la gente ha tenido la sensación de respirar un poco y se ha apuntado: la independencia; y la apelación a la ciudadanía a recuperar un sistema político que ni les atiende ni les entiende. ¿Es posible que la política recupere su autonomía y deje de ser impotente? Esta es la interpelación que canaliza Podemos.
fuenteshttp://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/07/21/catalunya/1405967418_089387.html

Aguirre

Efectivamente, tal y como aseguró en laSexta Noche,Esperanza Aguirre jamás ha insultado a un adversario político, excepto cuando se refirió a Ruiz-Gallardón como el “hijoputa” al que había quitado un puesto en Caja Madrid para dárselo a IU. Por cierto, que en ese mismo acto exhibió el liberalismo económico del que presume al dejar patente que ella no intervenía en las decisiones de la caja que tanto daño han hecho a los pequeños ahorradores. A vueltas aún con el liberalismo, Aguirre es también un ejemplo vivo de lo que predica respecto al control de los medios de información. Ahí está Telemadrid, con más de 800 despedidos, víctimas de los telediarios inverosímiles de la desdichada cadena.
Incompatible asimismo con la corrupción, llegó a la presidencia de la Comunidad de Madrid tras una segunda convocatoria electoral y después de que dos diputados socialistas, luego protegidos por un aparato de seguridad cercano al PP, pusieran a la venta su voto. Años más tarde, al huir de la quema, o de la trama Gürtel, dejó el puesto a Ignacio González, su mano derecha, un señor que había conseguido alquilar en Marbella un apartamento de lujo a la mitad del precio de mercado. Más tarde, para evitar habladurías, adquirió ese piso a una sociedad radicada en un paraíso fiscal sin que a la fecha sepamos quién era su verdadero dueño (los policías que lo intentaron, sin excepción, están en el frigorífico).
¿Que Aguirre es populista? Nada más lejos de la verdad. Recuerden, si no, su rueda de prensa, disfrazada de superviviente, tras regresar de Bombay, donde su hotel había sufrido un atentado terrorista. Una biografía política de arte y ensayo, en fin, con la que puede alternar sin rubor en cualquier tasca de su barrio.
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/24/opinion/1406191502_471164.html

Podemos vivir juntos

Escribo estas líneas en mi calidad de Mensajero de la Paz de Naciones Unidas y sin olvidar en ningún momento que tengo en mi posesión dos pasaportes: uno israelí y otro palestino. Escribo estas líneas con el corazón apesadumbrado, porque he visto que los sucesos de las últimas semanas en Gaza han confirmado algo de lo que siempre he estado convencido: que no es posible poner fin al conflicto palestino-israelí mediante una solución militar. Este no es un conflicto político, sino que es un conflicto humano, entre dos pueblos, cada uno de los cuales está profundamente convencido, con una firmeza aparentemente irreconciliable, de que tiene derecho a poseer el mismo y pequeño trozo de tierra, mientras que el otro pueblo no.
El hecho de que siempre se haya pasado por alto este aspecto es la razón por la que todas las negociaciones, todos los intentos que se han llevado a cabo hasta la fecha de buscar un acuerdo que termine con el conflicto, han fracasado. En lugar de reconocer que esa es la verdadera naturaleza del enfrentamiento y tratar de buscar el remedio correspondiente, todas las partes han querido buscar soluciones rápidas y sencillas. Por desgracia, como ocurre con todos los temas importantes, no existen atajos que nos permitan resolver este problema a toda velocidad. Los atajos solo sirven de algo cuando conocemos el terreno a través del que estamos cortando, y en este caso no hay nadie que lo conozca, porque la esencia fundamental del conflicto sigue siendo una materia desconocida e inexplorada.
Siento una comprensión inmensa cuando pienso en el miedo que atenaza hoy a mis compatriotas israelíes: el ruido constante de los cohetes lanzados contra ellos, el temor que inspira saber que uno mismo o alguien a quien conocemos puede resultar herido. Pero también tengo una profunda compasión por la angustiosa situación de mis compatriotas palestinos en Gaza, que viven inmersos en el terror y tienen que llorar a diario a todas esas víctimas y sufrir esa desolación. Después de tantos decenios de destrucción y muerte en ambos bandos, el conflicto ha alcanzado ahora un grado de espanto y desesperación que era imposible de imaginar. Por eso me atrevo a sugerir que tal vez este sea el momento de buscar una solución verdadera y genuina al problema. El alto el fuego es indispensable, sin la menor duda, pero no es, ni mucho menos, suficiente. La única forma de acabar con esta tragedia, la única manera de evitar más muertes y más horror, es aprovechar precisamente que nos encontramos en una situación desesperada para obligar a todas las partes a que se sienten a hablar. No tiene sentido que Israel se niegue a negociar con Hamás ni que rehúse reconocer al Gobierno de unidad; no, Israel debe escuchar a los palestinos que están en disposición de hablar con una sola voz unida.
La primera resolución sería un acuerdo conjunto  por el que se reconozca el hecho de que no existe una solución militar
La primera resolución que habrá que alcanzar es un acuerdo conjunto por el que se reconozca el hecho de que no existe una solución militar. Solo entonces podremos empezar a discutir la forma de garantizar tanto la justicia que desde hace tanto tiempo, y con razón, demandan los palestinos, como la seguridad que, también con razón, exige Israel. Los palestinos sentimos que tenemos la necesidad de obtener por fin una solución legítima. Nuestra aspiración fundamental es que se nos trate con justicia y se nos reconozcan los derechos que se reconocen a cualquier pueblo de la tierra: autonomía, autodeterminación, libertad y todo lo que ello entraña. Los israelíes necesitamos que se acepte que tenemos derecho a habitar en el mismo trozo de tierra que los palestinos. Cómo dividir ese territorio es algo de lo que solo podrá hablarse cuando las dos partes hayan reconocido y comprendido que podemos vivir juntos, unos al lado de otros, pero, sobre todo, sin darnos la espalda.
Esta reconciliación tan necesaria tiene que basarse en un sentimiento mutuo de empatía o, si lo prefieren, de compasión. La compasión, en mi opinión, no es meramente un sentimiento que surge de la capacidad psicológica de entender las necesidades de una persona, sino que es una obligación moral. Tratar de comprender los problemas del que tenemos enfrente es lo único que nos permitirá dar el paso necesario para aproximarnos. Como decía Schopenhauer, “no hay nada que nos devuelva a la senda de la justicia con tanta rapidez como la imagen mental de las dificultades, la aflicción y los lamentos del perdedor”. En este conflicto, todos somos perdedores. Solo seremos capaces de superar esta triste situación si, de una vez por todas, empezamos a aceptar el sufrimiento y los derechos de la otra parte. Una vez que seamos conscientes de ellos podremos intentar construir un futuro juntos.
Daniel Barenboim es pianista y director de orquesta.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
 fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/24/opinion/1406197588_709219.html

Señor Juncker: queremos otra Europa

La Unión Europea se está muriendo”, escribió el politólogo norteamericano Charles Kupchan en 2010, en el arranque de la crisis del euro. “No una muerte súbita, sino una tan lenta y constante que un día nos daremos cuenta de que la integración europea dada por hecha durante el último medio siglo ya no es”. Cuatro años después, tras las últimas elecciones, el diagnóstico de Kupchan es más creíble. Y no hacía falta esperar al resultado para saber que la crisis es más político-institucional que económica. Fue la opción política deliberada de responder a la crisis financiera con un enfoque nacional y no europeo —la fatal decisión de Angela Merkel de imponer rescates nacionales a la banca y al sector automovilístico en 2009— la que abrió las grietas de la división nacional, principal hándicap que nos impide salir del agujero. Consecuencia: un conjunto de políticas erróneas —austeridad indiscriminada para todos, un Banco Central maniatado— que han precipitado a Europa en su mayor crisis en 60 años. Resultado: deslegitimación de las instituciones europeas y desprestigio de la idea de Europa. Con un efecto político perverso: dejar inermes, ante una ciudadanía perpleja y enfadada, también a las democracias nacionales, que han visto cómo sus Parlamentos y sus votos no cuentan.
La experiencia europea demuestra que el “keynesianismo en un solo país” no es posible. La política de gestión de la demanda no es viable en el marco de una economía abierta pequeña o mediana que no controla la política monetaria. ¿Puede, en cambio, la zona euro —350 millones de ciudadanos con la segunda moneda de reserva del mundo, y un comercio interno muy superior al exterior— aplicar políticas de estímulo monetario y fiscal? Por supuesto que sí. Pero hay que reformar reglas e instituciones, y reconciliar intereses económicos de unos y otros. Lo que requiere un gran cambio político e institucional. De lo contrario, estamos abocados, primero, al síndrome japonés: década de crecimiento anémico; y después, con muy poco desfase, al síndrome deWeimar: descomposición política.
En este panorama, la elección de Juncker como presidente de la Comisión por el Parlamento Europeo es un modesto signo de esperanza. Viejo zorro en el bosque institucional europeo, Juncker ha ofrecido un programa posibilista de moderada ambición: 300.000 millones de euros para redes transeuropeas (energía, transporte, telecos) e I+D, apuntando a la reindustrialización del continente (del 16% al 20% del PIB); completar el mercado único en servicios, y un mercado único digital en telecomunicaciones e Internet, sin fronteras técnicas y regulatorias; una impostergable unión energética; y, crucialmente, una modesta capacidad fiscal europea. Es un programa serio, prudente, enfocado al corto y medio plazo (dos o tres años). Pero excesivamente técnico: una serie de proyectos complejos, difíciles e importantes no suman una visión de futuro para Europa. Falta ambición política: la unión fiscal y la unión política ni siquiera se mencionan. Quizá, recién estrenado, Juncker no pueda hacer otra cosa.
Sin embargo, la Unión necesita generar recursos propios (una capacidad fiscal / impositiva común) para un presupuesto con peso específico como para ser anticíclico: estimular la economía a escala europea, reducir el desempleo y reequilibrar los choques asimétricos (cuando la crisis afecta a unos más que a otros).
Para frenar la marea nacionalista tenemos que ir a una Europa federal
Un impuesto europeo (un 2%-3% del IRPF pagado a las arcas europeas), tasas a las transacciones financieras y sobre las emisiones de carbono, o las tarifas arancelarias, nutrirían un Tesoro europeo. Tendría, además, valor simbólico y político: forzaría el interés popular por la representación (europea). ¿Para qué objetivos? Una Europa del 5% del PIB, frente al raquítico presupuesto actual del 1%. Una Europa federal dotada de un centro de gravedad económico y político con capacidad para redistribuir y reequilibrar. No es un sistema de transferencias fiscales que genere dependencia. Es invertir en el futuro común europeo, para generar las condiciones básicas que aceleren la convergencia en productividad, competitividad y renta. La unión monetaria no aguantará sin una unión fiscal. Esta no puede ser entendida a la alemana, solo como conjunto de reglas (límites de déficit y deuda) para países aún muy desiguales. Sin instituciones y capacidades comunes que ayuden a igualar las condiciones de partida, la convergencia no será.
Eventualmente, si queremos recuperar la confianza popular, tendremos que converger también en políticas sociales y laborales. La unión social tiene que complementar la unión económica y monetaria: hay que armonizar los mercados de trabajo, hay que modernizar y actualizar el derecho del trabajo en un gran pacto social que garantice derechos mínimos de los trabajadores europeos y la flexibilidad necesaria para la competitividad de las empresas. Si pretendemos fomentar la movilidad laboral intra-europea seamos consecuentes: creemos una Agencia Europea de Empleo que la facilite, casando oferta y demanda, ayudando con la vivienda y la adaptación cultural, con cursos de idiomas, formación, etcétera. La consecuencia natural de esta movilidad será un subsidio de desempleo europeo. Un incipiente mercado laboral europeo (objetivo en 10 años: 10% de trabajadores no nacionales de origen comunitario) necesitará un sistema europeo de protección social y pensiones, que no dependa exclusivamente de los Estados.
Lograrlo precisa un salto político: la unión política. ¿Qué elementos tendría? 1. Una circunscripción electoral paneuropea con listas transnacionales —junto a las estatales— cuya cabeza de lista sea el candidato de cada familia política a presidir la Comisión Europea. 2. Un Parlamento Europeo con iniciativa legislativa (hoy solo en la Comisión).3. Una estrategia global común: diplomacia, defensa, relaciones económicas, ayuda al desarrollo. El Servicio Exterior Europeo asumiría la representación única de la UE en las instituciones internacionales; y gestaríamos unas Fuerzas Armada europeas, con industrias de defensa integradas. Las crisis geopolíticas y la constancia de nuestra impotencia nos lo impondrán. 4. Una Comisión Europea más reducida (superando el absurdo del “comisario por país”) y un proceso de decisión más ágil y más comunitario.
Necesitamos unidad y autonomía política de los grupos parlamentarios europeos primando la disciplina del voto supranacional
Todo esto exigiría lanzar un nuevo proceso constituyente en el que podamos participar todos los europeos: una Convención de instituciones comunitarias, Gobiernos y Parlamentos nacionales. Somos conscientes de la complejidad y los riesgos de un proceso así, cuando el euroescepticismo y el antieuropeísmo están al alza. Pero los partidarios de Europa no podemos estar a la defensiva: tenemos que ser atrevidos, convencidos de la superioridad práctica y moral de nuestras ideas. Las ideas grandes son las semillas del futuro. El sentido de una “Europa del 5%” es crear ciudadanos europeos, con obligaciones fiscales y derechos políticos y sociales europeos. Algunos aducen que no existen “ciudadanos europeos”, sino solo nacionales, y que no hay apoyo popular para una Europa federal. Pero las grandes naciones europeas no preexistieron a los Estados: fueron creadas, en gran medida, por ellos. Igualmente, eldemos europeo, no puede preexistir a una verdadera estructura federal europea: será generado por ella en su proceso de construcción. Los ciudadanos españoles, alemanes, italianos, etcétera, se sentirán plenamente europeos cuando paguen algunos de sus impuestos a Europa, reciban inversiones y servicios de Europa, tengan apoyos consulares europeos al viajar fuera, vean a un Ejército europeo defender la paz, y puedan trabajar fácilmente en cualquier parte de la Unión con los mismos derechos laborales y protección social. Con estas premisas, votarán masivamente en elecciones europeas cuando sepan que eligen un verdadero Ejecutivo europeo, plenamente legitimado.
Este ambicioso proyecto de Europa necesita partidos europeos. No una agregación difusa y contradictoria de partidos nacionales. Eso no sirve. Necesitamos estructuras orgánicas y políticas sectoriales europeas. Necesitamos unidad y autonomía política de los grupos parlamentarios europeos primando la disciplina del voto supranacional, sobre las posiciones partidarias nacionales.
Paradójicamente, fue el británico Winston Churchill, conocedor del poder del lenguaje y de las grandes ideas, quien lo esbozó: “Hay un remedio que, si fuera adoptado general y espontáneamente, transformaría, como por un milagro, toda la escena. (…) ¿Y cuál es este remedio? (…) Debemos construir una suerte de Estados Unidos de Europa. (…) El proceso es simple: todo lo que hace falta es la resolución de cientos de millones de hombres y mujeres para hacer lo correcto en lugar de lo incorrecto” (La tragedia de Europa, 1946). Movilizar a los europeístas aletargados, dispersos y desmoralizados —a millones de votantes carentes de referente— y frenar la marea nacionalista exige esbozar el gran diseño institucional y político que encarne esa idea: la unión política de una Europa federal. La Europa del 5%. Menos que eso no evitará que la profecía de Kupchan se cumpla.
Ramón Jáuregui es eurodiputado socialista y Javier de la Puerta es profesor de Política Internacional de la UIMP.
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/24/opinion/1406210581_117038.html

¿Qué dicen las cuentas territorializadas?

Dos tercios de los saldos fiscales regionales se deben simplemente a que en los territorios más ricos se pagan más impuestos que en los pobres. Solo en el otro tercio hay indicios preocupantes, pero de magnitud modesta


Llevo seis meses librando una batalla complicada. Periodista al que pillo por banda, periodista al que intento convencer de que el día que se publiquen las benditas Cuentas Territorializadas (CT) la noticia no deberían ser los muchos miles de millones a los que ascienden los déficits fiscales de Madrid y Cataluña, sino los pocos motivos justificados de queja que hay detrás de tantos ceros. Si de lo que se trata es deépater al personal, el titular correcto no sería España nos roba a los catalanes y madrileños, sino Los gobiernos regionales de Madrid y Cataluña tienen más cuento que Calleja. Si podemos ser un poco más didácticos, bastaría con Las cuentas territorializadas revelan problemas de equidad territorial de una magnitud manejable.
Puesto que no estoy muy seguro del éxito de mis esfuerzos, déjenme que haga un último intento de convencerles de que los saldos fiscales regionales no son para nada un buen indicador de la existencia de sangrantes injusticias en el reparto de los recursos públicos —y menos aún una razón convincente para liarnos a tortas, como quisieran algunos de nuestros bien amados líderes regionales.
El saldo fiscal de un territorio con la Administración Central (AC) es la diferencia entre lo que sus residentes reciben de esa Administración y los impuestos que soportan para financiarla. Esta cifra generalmente se ajusta de una forma que neutraliza los efectos del saldo presupuestario de la AC y hace que los saldos fiscales de las distintas regiones sumen a cero, lo que nos da una idea más clara de la dirección y magnitud de los flujos redistributivos.
El problema con los saldos fiscales, neutralizados o no, es que son el resultado de sumar y restar un montón de cosas muy distintas. En el cálculo entran, revueltos y en tropel, todos los impuestos, tasas y otros ingresos estatales, el gasto en bienes públicos puros como la defensa o las relaciones exteriores, las pensiones y prestaciones por desempleo, las subvenciones a empresas y sectores, la inversión en infraestructuras y la financiación de las Administraciones territoriales, que luego pagan servicios como la sanidad y la educación. Algunas de estas partidas, y en especial las dos últimas, sí que responden a una lógica territorial, pero el resto no: algunas cosas son servicios que nos benefician a todos por igual con independencia de dónde se localicen las instalaciones pertinentes (por ejemplo, las embajadas o las bases navales) y otras se reparten de acuerdo con criterios individuales o sectoriales y no territoriales. Así por ejemplo, las ayudas a la agricultura están ligadas a la producción de ciertas cosechas, mientras que las pensiones o los impuestos se reparten en función de las circunstancias económicas de los ciudadanos, sin que ni en un caso ni en el otro sea relevante el lugar de residencia de los implicados.
Las balanzas fiscales no son un buen indicador de injusticias en el reparto de los recursos públicos
¿Está o no bien repartida la tarta pública? Parece bastante claro que los saldos fiscales regionales no son un buen instrumento para responder a esta pregunta porque, en realidad, no hay una tarta sino muchas, y cada una de ellas ha de repartirse con criterios diferentes. Una forma más satisfactoria de abordar el problema consiste en clasificar los gastos e ingresos públicos en partidas de naturaleza similar (impuestos, prestaciones sociales, financiación regional, inversión en infraestructuras, servicios generales, etcétera) y analizar cada una por separado. En muchos casos resulta obvio que el problema no tiene nada que ver con el territorio. Hay mucho que hablar sobre si los impuestos deberían ser más o menos altos o más o menos progresivos y las pensiones más o menos generosas o más o menos contributivas, pero sería un disparate diseñar el sistema impositivo y de protección social pensando en sus efectos sobre los territorios, en vez de sobre los individuos. Mientras se aplique un criterio uniforme en todo el país, de forma que dos ciudadanos en las mismas circunstancias económicas y familiares paguen o reciban lo mismo con independencia de la región en la que residen, el sistema podrá ser bueno o malo, pero no genera un problema de inequidad territorial.
Así pues, los saldos fiscales agregados no nos sirven para hablar de equidad porque incluyen muchas partidas en cuyo reparto el criterio territorial no es relevante. Si una región presenta un déficit abultado solo porque su elevado nivel de renta hace que sus residentes paguen muchos impuestos, es difícil argumentar que existe maltrato fiscal. De la misma forma, si una región envejecida presenta un saldo positivo solo como resultado de unos elevados ingresos por pensiones, es complicado hablar de privilegios. Lo que ambos ejemplos sugieren es que si lo que nos preocupa es la equidad territorial, deberíamos concentrarnos en aquellas partidas que responden a una lógica territorial y excluir del análisis a aquellas otras que responden a otros criterios. Si insistimos en trabajar con saldos fiscales, necesitamos un concepto de saldo fiscal que se pueda descomponer aditivamente de una forma que nos permita calcular la contribución de cada grupo de programas al saldo total y quedarnos con aquella parte del mismo que pudiera resultar problemática desde la óptica que nos interesa.
Esto es lo que se intenta hacer en las cuentas territorializadas que ayer publicó el Ministerio de Hacienda: agrupar las partidas de gasto e ingreso en categorías de acuerdo con la lógica que las motiva; analizar la distribución territorial de cada una de ellas; y cuantificar sus respectivas contribuciones a los saldos fiscales regionales. Esto último se logra explotando la equivalencia que existe entre saldos neutralizados y saldos relativos. Bajo ciertos supuestos, una región tendrá un saldo neutralizado positivo si y solo si está mejor tratada que la media, en el sentido de que paga menos impuestos y/o recibe un mayor gasto por habitante. Puesto que este segundo criterio se puede aplicar programa a programa para calcular el saldo relativo generado por cada uno de ellos, y dado que tales saldos parciales suman al agregado, resulta sencillo descomponer los saldos fiscales regionales para ver de dónde provienen estos con el grado de detalle que se quiera.
Esto es importante porque, en última instancia, nos permite descomponer los saldos fiscales regionales en dos partes: una que no debería preocuparnos porque no es más que el resultado de aplicar reglas de tributación y de reparto uniformes a poblaciones con distintas características demográficas y económicas; y otra que sí debería hacerlo por cuanto podría reflejar diferencias de trato entre individuos similares, que atentarían tanto contra nociones básicas de equidad horizontal como contra el principio constitucional de igualdad.
Hablaríamos, como mucho, de reasignar de forma más razonable en torno al 1,1% del PIB
La buena noticia de las cuentas territorializadas es que el componente potencialmente preocupante de los saldos fiscales regionales es de un tamaño manejable. Aproximadamente dos tercios de tales saldos se deben simplemente a que en los territorios más ricos se pagan más impuestos por habitante que en los pobres. El tercio restante proviene de la distribución del gasto público y aquí sí que hemos encontrado indicios de cosas preocupantes, aunque de una magnitud modesta.
Los problemas se concentran en lo que se denomina en las CT el gasto territorializable, esto es, en aquellos programas presupuestarios que financian servicios o prestaciones a los que los ciudadanos tienen acceso en función de su lugar de residencia. Dentro de este apartado, hemos constatado que existen diferencias notables entre unas regiones y otras en materia de financiación regional y que se dedica un volumen importante de recursos a diversos programas de ayudas regionales (entre los que habría que incluir las rebajas tributarias de las que disfrutan ciertos territorios) cuya efectividad convendría valorar.
El volumen agregado de los saldos fiscales generados por las partidas cuya distribución es potencialmente cuestionable desde el punto de vista de la equidad se sitúa en torno a los 11.400 millones de euros, de lo que más de la mitad proviene del desigual reparto de la financiación autonómica. Puesto que estamos hablando, como máximo, de reasignar de una forma más razonable el equivalente de un 1,1% del PIB nacional, la tarea no debería ser imposible. Pero convendría ponerse a ello, cuanto antes mejor.
Ángel de la Fuente (FEDEA y CSIC) es uno de los autores del nuevo Sistema de Cuentas Públicas Territorializadas, publicado ayer por el Ministerio de Hacienda. Para un análisis más detallado, véase: http://documentos.fedea.net/pubs/ eee/eee2014-03.pdf
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/23/opinion/1406136555_279109.html

El reto de la renovación

La elección de Pedro Sánchez como nuevo secretario general del PSOE, este fin de semana, representa para el partido la posibilidad de empezar de nuevo. Con este nuevo dirigente atractivo, carismático y elocuente, el cambio constituye un primer paso positivo. Ahora bien, el desafío que aguarda a Sánchez es garantizar que no va a ser un cambio meramente superficial, que bajo su liderazgo el partido va a reinventarse de arriba abajo, igual que va a reinventar la política. Si lo logra, podrá aprovechar la oportunidad conseguida para llevar al partido de nuevo hacia el poder. Si fracasa, al PSOE le espera un futuro muy poco prometedor.
España se encuentra hoy en un momento decisivo. El viejo orden está empezando a desvanecerse, y el nuevo que puede ocupar su lugar está formándose todavía. Aún no está claro qué va a sustituir a la generación de líderes que instauró la democracia en el país al acabar la dictadura.
Desde el punto de vista político, este es el contexto en el que hay que examinar los retos que afronta el PSOE. La elección de la nueva dirección del partido se precipitó debido a los desastrosos resultados obtenidos en las elecciones al Parlamento Europeo y la aparición de un nuevo rival político, Podemos. La retirada de Alfredo Pérez Rubalcaba cerrará un capítulo que comenzó con el primer Gobierno de Felipe González. Y pocas semanas después de que la anunciara, los jóvenes españoles salieron a las calles a reclamar la República tras la abdicación del rey Juan Carlos. Sospecho que quienes protestaban contra la Monarquía son, con toda probabilidad, las mismas voces que han impulsado a Podemos.
El viejo orden está empezando a desvanecerse, y el nuevo está formándose todavía
Los estudios internacionales indican una preocupación cada vez más extendida entre los jóvenes españoles —en especial los que carecen de oportunidades económicas— sobre la falta de meritocracia en el país y el empeño de la vieja guardia en aferrarse a una estructura de poder estrecha e incestuosa. Si el PSOE quiere reconstruir su relación con ese grupo de votantes y ser una alternativa creíble al Partido Popular, Pedro Sánchez tendrá que hacer que el partido sea más abierto, transparente e integrador.
En esa tarea, es posible que la resurrección de los demócratas con Obama y de los demócratas italianos con Renzi sirvan de fuentes de inspiración. En Estados Unidos y en Italia, la recuperación de los progresistas se ha apoyado en la reaparición de la política de movimientos, pero una política de movimientos que no se había visto antes. Los partidos políticos y las campañas se han abierto. En ambos países se han aprovechado ideas surgidas fuera del partido y han aparecido nuevas figuras impulsadas y respaldadas por organizaciones ajenas a él. Y la adaptación del proceso de primarias, que proporciona una elección abierta y transparente de los máximos cargos, ha atraído a nuevos militantes y ha contribuido que el partido sea más democrático. La consecuencia ha sido un aumento del número de afiliados y simpatizantes tanto del Partido Demócrata estadounidense como del italiano. Como dijo el presidente Barack Obama, “el cambio siempre viene de fuera”.
Esa transformación, por supuesto, ha sido perturbadora e incómoda para la vieja guardia, que muchas veces considera que la política interna del partido es un juego de suma cero. Sin embargo, para el PSOE, la resistencia al cambio sería una estrategia muy arriesgada. Como bien ilustra el ascenso de Podemos, muchos jóvenes ya no creen que los partidos tradicionales y la política organizada sean las mejores vías para cambiar las cosas. Desde la perspectiva de una generación que no venera tanto el poder, los grandes partidos políticos son poco acogedores y están esclerotizados. La llamada Generación del Milenio quiere participar de manera activa y, la mayoría de las veces, con arreglo a sus propios términos. Ya no esperan a que les inviten ni les den permiso. Con las redes sociales y las nuevas herramientas organizativas, las barreras para entrar en el proceso político son más bajas que nunca. Los que estaban excluidos o ignorados han encontrado nuevas formas de canalizar su energía.
El reto para el PSOE, como para otros partidos progresistas de todo el mundo, es crear nuevas estrategias capaces de atraer a ese grupo de votantes y, al tiempo, trabajar en colaboración con quienes comparten los mismos valores y objetivos. Si Pedro Sánchez decide abordar ese desafío, se encontrará con numerosos amigos en Italia, Estados Unidos y otros países, dispuestos a acompañarle en el camino. Dado que le conozco, creo que es capaz de afrontar el reto y superarlo. Y, como se vio en otras épocas anteriores, por ejemplo la de la renovación de la política progresista que supuso la tercera vía, el intercambio de ideas y la colaboración internacional pueden reforzar los proyectos de cambio nacionales. Todos estamos interesados en que las cosas les salgan bien a los demás.
Si triunfamos, contribuiremos a construir, unidos, un movimiento para el futuro. Si no, los partidos progresistas se convertirán en monumentos al pasado.
Matt Browne es investigador titular del Center for American Progress
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/25/opinion/1406290680_952606.html

Los pedestales vacíos

Europa se enfrenta a la tormenta sin figuras al mando que inspiren confianza


Europa es hoy un paisaje sin figuras, un jardín jalonado por pedestales vacíos. Los próceres han abandonado sus podios y vagan sonámbulos por el verano, sordos al rumor de la multitud. Hace un siglo los líderes europeos protagonizaron un gran guiñol que no impidió la carnicería de las trincheras, y las actuales élites políticas y económicas del continente se enfrascan de nuevo en un ballet ensimismado alrededor de la burocracia bizantina de Bruselas. Allí, las últimas elecciones se han percibido como un riesgo para el sistema, y no como una expresión del “Estado del malestar” creado por el capitalismo de casino y la corrupción de la meritocracia. En un planeta cada vez más peligroso, donde Estados Unidos desplaza su atención a la pugna con la otra superpotencia en el Pacífico, Rusia recupera su protagonismo energético y militar, y el universo islámico acentúa su inseguridad convulsa, Europa sigue siendo un reducto de privilegio, aunque crecientemente asediado por riesgos exteriores y craquelado por fracturas internas. Sacudido en su legitimidad representativa, que ha adoptado rasgos autoritarios al hacer opaca la democracia y transparente al ciudadano, y debilitado en su cohesión territorial, al experimentar el renacimiento de nacionalismos divisivos, el continente se enfrenta a la tormenta sin figuras que inspiren confianza en el puente de mando.<QF>
La mayor parte de los jóvenes europeos desconoce felizmente el conflicto bélico, la opresión política o la pobreza extrema. Para ellos, la paz, la libertad y la prosperidad vienen de serie, y pocos son plenamente conscientes de la rareza histórica que supone su disfrute simultáneo. Hace ya casi medio siglo, el contraalmirante Desmond Hoare —director a la sazón de un colegio internacional creado en Gran Bretaña por el pedagogo alemán Kurt Hahn para estimular el conocimiento mutuo de los jóvenes de diferentes países—, se dirigía a los que éramos sus alumnos con un ritornelo rutinario: “Cuando ustedes tengan su guerra...”. Afortunadamente, no la hemos tenido, pero cada generación la había sufrido hasta entonces, y los de mi edad que no hemos pasado por esa prueba somos conscientes de nuestra singularidad. La transición española pudo hacerse porque en sus protagonistas estaba aún viva la conciencia de la Guerra Civil, pero hoy a la mayoría le cuesta reconocer que la paz no es gratuita ni está asegurada, como no lo están la libertad o la prosperidad. En Europa, la seguridad ha sido suministrada por una gobernanza militar estadounidense menos alerta que antaño, la libertad se ha incardinado en democracias liberales crecientemente desnaturalizadas, y la prosperidad ha provenido de unos mercados cada vez más frágiles.
Merkel merece reconocimiento por su labor en favor de la cohesión europea
Esta situación movediza de mudanzas sociales, transformaciones económico-financieras y sismos geopolíticos debilita la red de solidaridad europea, haciendo más vulnerable a cada uno de los miembros de la Unión, que exacerban sus rasgos distintivos e intereses propios al tiempo que asisten a la eclosión de naciones con aspiraciones estatales, dibujándose en el horizonte una balcanización del continente que contradice su proceso integrador. François Mitterrand se despidió en 1995 ante el Parlamento Europeo en Estrasburgo con un discurso cautelar del que recordamos la frase que acuñó como testamento político, “le nationalisme, c’est la guerre”, advirtiendo de que “la guerra no es sólo el pasado, puede ser también nuestro futuro”, y enaltece a Angela Merkel el haber reiterado esta advertencia en fecha tan cercana como 2013, con ocasión de una solemne visita al Elíseo. Pese a su impopularidad en algunos países de la franja mediterránea —donde se ha llegado a la afrenta ominosa de representarla con una cruz gamada—, la canciller es uno de los pocos políticos del continente que merece reconocimiento, porque su labor en favor de la cohesión europea, en pugna con el Tribunal Constitucional de Alemania y su propio electorado, la hace merecedora de una gratitud que rara vez se expresa.
Pero su caso es más la excepción que la regla en un panorama poblado por líderes que no lideran, y que se enfrentan a la crisis de legitimidad de las instituciones, a la crisis demográfica y social y a la crisis territorial o nacional —tres crisis que en nuestro país se agudizan hasta el paroxismo— con declaraciones pasteurizadas o recetas de placebos. En este contexto de parálisis de la democracia representativa no puede sorprender que surjan movimientos calificados peyorativamente de populistas, pero que acaso pueden describirse mejor como gérmenes de una democracia performativa, para usar el término empleado por la socióloga polaca Elzbieta Matynia. Usando como referencia los enunciados performativos del filósofo del lenguaje J. L. Austin, esa forma de democracia no aspira a la representación, sino la transformación de la esfera política a través de la participación ciudadana, algo que ya se produjo en la misma España en los años setenta, en Polonia durante los ochenta o en Sudáfrica en los noventa. Capaz de estimular tránsitos pacíficos, y caracterizada por el diálogo y el compromiso en el ámbito público, la democracia performativa teorizada por Matynia —hoy profesora en la New School neoyorquina— es un mensaje de esperanza inspirado por dos filósofos de la emancipación “que conocieron los tiempos más oscuros, Hannah Arendt en la Alemania nazi, y Mijaíl Bajtín en la Rusia estalinista”.
La actual crisis de la representación, manifiesta en la deriva hacia un poder ayuno de imágenes como expresión figurativa del desvanecimiento de la responsabilidad, ha provocado una agitación social que es a la vez riesgo y promesa, y el murmullo de la multitud ha desplazado el carisma hacia los márgenes, haciendo más evidente la ausencia de liderazgo en el núcleo cordial del sistema político y económico. Los pedestales están deshabitados, y por el jardín tardío deambulan los sonámbulos, pretendiendo vanamente —como Cansinos Assens— “prolongar el estío, sujetándolo por su cola de raso mojado que se irisa y se rasga”.
Luis Fernández-Galiano es arquitecto.
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/11/opinion/1405103616_765025.html

El verano del 14

Todo empezó con el atentado de Sarajevo, un incidente trágico pero de importancia limitada. La atmósfera nacionalista y el patrioterismo de la peor especie que reinaban en Europa desencadenaron la contienda


Hace ahora cien años, en aquel mes de julio que siguió al atentado de Sarajevo, las cancillerías europeas echaban humo. Entre amenazas y ultimatos, negociaban febrilmente intentando impedir el inicio de una guerra que al final, sin embargo, estallaría e implicaría a casi todos. Un siglo después, es bueno reflexionar sobre aquella matanza y sus consecuencias para Europa. Matanza, ante todo, y de dimensiones nunca vistas en la historia humana: unos 10 millones de muertos en campos de batalla; al menos otras tantas víctimas civiles, aunque estas sean imposibles de cuantificar; incontables destrozos en infraestructuras y tesoros artísticos; y descomunal gasto de dinero público, que se prolongaría en la posguerra con las indemnizaciones y pensiones a huérfanos, viudas o mutilados (a las que la Francia de los años veinte dedicaba casi la mitad del presupuesto nacional). Europa, que en 1914 era la región más rica y poblada del mundo, con un grado de bienestar desconocido en la historia de la humanidad, emprendió aquel verano el camino de su declive, rematado 25 años después por un segundo conflicto más catastrófico aún. La llamada Guerra de los Treinta Años(1914-1945) nos hizo descender a lo que hoy somos: tercera región mundial en riqueza e influencia política. La competencia entre los Estados europeos, que en siglos anteriores pudo ser el estímulo para su productividad y creatividad, acabó llevando a su suicidio colectivo.
Todo empezó con un incidente, como el atentado de Sarajevo, trágico pero de importancia limitada. Los magnicidios, en definitiva, eran cosa conocida: en atentados terroristas habían muerto el zar Alejandro II, la emperatriz Sissi, el rey Humberto I, los presidentes Sadi Carnot o McKinley, los jefes del Gobierno Cánovas o Canalejas y muchos más. Pero lo que hizo que aquel episodio derivara en resultados no queridos por nadie fue la atmósfera nacionalista que reinaba en Europa y azuzaba a la opinión pública con pasiones incontrolables. No hay más que recordar el entusiasmo con que se acogió la declaración de guerra y las muchedumbres que recorrieron Berlín gritando enfebrecidas “¡a París!” a la vez que otras en la capital francesa vociferaban “¡a Berlín!”, empujando a sus gobernantes a despeñarse por la pendiente. Reinó entonces la fiebre chauvinista, el patrioterismo de la peor especie, muy patente en los insultos al vecino (los alemanes eran boches en Francia,hunos en Inglaterra).
Acabo de usar el término nacionalismo en el sentido de una visión del mundo que divide a la humanidad en pueblos o razas con sus características biológicas y psicológicas que les hacen radicalmente diferentes del vecino; visión que se apoya en datos biológicos (color de la piel), culturales (lengua, religión) e históricos (manipulados). Este tipo de Weltanschauung dominaba a principios del siglo XX incluso entre muchos intelectuales, más atraídos por una visión racista y jerárquica de los pueblos y culturas que por la idea de igualdad entre los seres humanos.
Los gobernantes jugaron con fuego. La región más civilizada no dio muestras de racionalidad
Pero el nacionalismo es también un sentimiento, una emoción. Una emoción que, quizás para compensar el descenso de las creencias religiosas y la monotonía del trabajo industrial, ha superado a cualquier otra en el mundo moderno. Y que inspira, sin duda, actos de generosidad, de sacrificio del interés individual por el colectivo, pero que limita esta generosidad a los connacionales, mientras que fomenta la desconfianza, el egoísmo o el odio hacia el vecino.
Estos sentimientos perversos son los que se impusieron en 1914 sobre los principios morales y políticos que se suponían base de la superioridad europea. Europa se contradijo y perdió el control de sí misma. La región más civilizada del mundo no dio muestras de civilización ni de racionalidad. Apoyándose en unos esquemas de autocomprensión política erróneos y empeñados en rivalizar en poder económico, político y militar, los gobernantes jugaron con fuego. Utilizaron sistemáticamente la política de la fuerza, creyeron tolerable e incluso deseable la guerra, que se suponía cultivaba los más elevados ideales en los “hombres”. No funcionaron la diplomacia ni el derecho. Y, bajo la ilusión de “acabar con todas las guerras”, llamaron a una movilización enloquecida; para encontrarse a los pocos meses empantanados en trincheras llenas de barro, cadáveres y ratas.
Se impuso, en resumen, el nacionalismo en un tercer sentido, el peor de todos: el que lo identifica con políticas agresivas, imperialistas o militaristas, dirigidas a expandir los territorios dominados por un Estado. Porque los dirigentes políticos utilizan la retórica nacional, como cualquier otra que les convenga, para ampliar su poder. Y las pasiones que despertaron en aquella coyuntura hicieron que las muchedumbres perdieran la sensatez más que sus propios azuzadores, que al final comprendieron que se hallaban al borde del abismo e intentaron evitar la caída. Basta leer los angustiados telegramas que el zar ruso y el emperador austríaco se intercambiaron en aquel julio de 1914 animándose a frenar los impulsos bélicos en sus respectivas sociedades.
No funcionaron la diplomacia ni el Derecho. Había la ilusión de “acabar con todas las guerras”
Una vez terminado el conflicto, lo que se ofreció como solución y garantía de que no habría nuevas guerras fue, de nuevo, el nacionalismo, entendido esta vez en un cuarto sentido: como principio doctrinal. Un principio según el cual cada pueblo o nación debe tener un Estado propio. La paz negociada en 1919 se inspiró en los 14 puntos de Wilson, para quien el problema europeo era que había imperios demasiado heterogéneos y era preciso crear un Estado para cada pueblo. Imperios como el austrohúngaro, zarista o turco eran, para él, el paradigma de la complejidad arcaica, mientras que veía en el Estado-nación una fórmula política sencilla y moderna. Pero el nuevo mundo de Estados-nación no resolvió los problemas, sino que creó otros: minorías discriminadas, desplazamientos masivos de población, territorios irredentos, agravios interminables.
La paz de 1919 no trajo la estabilidad, sino nuevas convulsiones. Estados Unidos, tras haber decidido el resultado de la guerra, negociado el tratado de París e ideado la Sociedad de Naciones, se retiró del escenario. Con lo que se produjo un vacío de poder internacional, sin una potencia hegemónica capaz de sustituir a Gran Bretaña. Los europeos, incapaces de comprender que tras la “guerra de las tribus blancas” nadie los veía ya como “razas superiores”, que no tenían misión civilizadora alguna de la que presumir ante el resto del mundo, reavivaron sus rivalidades; y en ese caldo se cultivó Hitler. A corto plazo, de la Gran Guerra los europeos aprendieron muy poco. Las dolorosas enseñanzas solo llegaron tras la Segunda. Solo desde 1945 se comprendió que el recurso habitual a la fuerza como instrumento político acababa en guerras globales. Solo entonces se empezó a abandonar la idea de las grandes potencias y las áreas de influencia. Con lo que se ha conseguido que conflictos como los balcánicos de los años noventa, tan similares a los de antaño, o la actual crisis ucraniana, no hayan superado el nivel local.
De 1919 procede también la idea de crear un orden institucional internacional destinado a evitar las guerras. La Sociedad de Naciones fracasó, pero fue sucedida en 1945 por las Naciones Unidas, esta vez ya con plena implicación estadounidense. Y hoy avanzamos lentamente hacia un orden jurídico-político supranacional, por medio del TPI, el Consejo de Europa o los pactos universales sobre la imprescriptibilidad del genocidio o los crímenes contra la humanidad.
Europa, en resumen, decayó por los nacionalismos y ahora, desde hace sesenta años, intenta superarlos. No es buen momento, desde luego, para lanzar flores a la UE, pero es lo mejor que tenemos, el único gran proyecto en el que estamos embarcados. Aunque es un experimento sin precedentes históricos, en la medida en que repita alguna fórmula conocida no sería malo que se aproximara más a los viejos imperios multiculturales que al moderno Estado-nación. No porque fueran autocracias, obviamente, sino porque su legitimidad política no se debía a la homogeneidad cultural de sus componentes. El demos soberano de una entidad política moderna no es una etnia; es un conjunto de individuos muy dispares que tienen en común su aceptación de, y sumisión a, una misma estructura institucional; la cual les convierte, no en miembros de una fratría, sino en ciudadanos libres e iguales.
José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons / Crítica).
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/09/opinion/1404896882_121633.html

Castigar el ciberacoso

Condena ejemplar de 29 años de prisión a un acosador que abusó de dos niñas de 12 años


Las redes sociales son ahora las nuevas plazas públicas donde niños y adolescentes entablan contacto, pero a diferencia de la calle o la plaza de verdad, en la virtual hablan, se comportan y sienten como si estuvieran ante su interlocutor, pero sin verlo y sin tener la certeza de que realmente es quien dice ser. Así es como algunos menores, chicas en su mayoría, inician unas relaciones que acaban en suplicio.
Malochico17 era el apodo que utilizaba el ciberacosador que sedujo y abusó de dos niñas en Madrid. El Tribunal Supremo acaba de confirmar la condena de 29 años de prisión que le había impuesto la Audiencia Provincial de Madrid. Se trata de un ingeniero de 59 años con gran dominio de la informática que no solo engañó a las chicas, sino que llegó a controlar sus cuentas de Internet.
En sus ordenadores se ha encontrado el historial de más de mil conversaciones con menores y fotos de niñas desnudas. Se trata de una condena ejemplar, acorde con la gravedad del delito. La forma de operar encaja con un patrón que se repite en la mayoría de los casos investigados por la Policía Nacional.
El abusador adopta una falsa personalidad de edad algo mayor a la de sus víctimas. El ingeniero se hizo pasar por un chico de 17 años y utilizó un alias y un lenguaje juvenil que le permitió ganarse primero el interés y después la confianza de las víctimas, dos chicas de 12 años.
Una vez consolidada la relación, el acosador suele pedir una foto de la chica desnuda. Es lo que hizo el ingeniero. Otros han llegado a manipular fotos normales hasta convertirlas en imágenes sexuales. A partir de ese momento, el lenguaje se vuelve imperativo y comienza el chantaje.
Suele ser el punto de no retorno. La víctima entra entonces en una espiral de miedo y angustia. La vergüenza le impide muchas veces pedir ayuda, hasta el punto de que algunas niñas han buscado en el suicidio una salida. El ingeniero citó por separado a las chicas en un hotel y, con la habitación a oscuras, se las arregló para que no vieran la edad, hasta que una lo descubrió y se atrevió a explicarlo a sus padres.
Es, pues, muy importante que tanto los menores como los padres conozcan la forma de operar de los acosadores porque eso les permitirá desenmascararles. El conocimiento es en este triste asunto la llave de la prevención.
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/07/25/opinion/1406315821_453679.html