martes, 30 de septiembre de 2014

Derecho y democracia

El Derecho, el verdadero Derecho, es el que ha nacido y el que fluye permanentemente de la sociedad civil. Es un Derecho anclado en la realidad social de las instituciones y de las comunidades, que se va formando a lo largo de la historia y también en la realidad individual y en la libertad de las personas. Es la propia realidad social organizada, la vida misma ordenada de modo libre y espontáneo por los particulares y las empresas privadas para establecer fórmulas básicas de organización, conciliación de intereses y resolución de conflictos.
Ahí, en ese caldo primordial de la sociedad civil, es donde radica la sustancia de los derechos fundamentales y de tantos principios jurídicos que nos demuestran cada día la insuficiencia del formalismo jurídico: prescripción, caducidad, preclusión, revocación, confirmación, convalidación y ratificación de los contratos, condonación, amnistía, indulto, buena fe, prohibición del abuso de derecho, interdicción de la arbitrariedad administrativa, economía de opción y otras muchas instituciones serían innecesarias y contradictorias en el mundo “ideal” del formalismo kelseniano en el que no hay lagunas del Derecho, todo es perfecto y las normas contemplan y modulan cualquier posible reacción social.
Pero el Derecho, por expresarlo en términos de las artes plásticas, no es una obra que responda al modelo académico de la figuración formal ni tampoco al hermetismo de la abstracción geométrica. Menos aún almarketing del “arte” conceptual y manufacturado de Damien Hirst o de Jeff Koons, que podría emparentar tal vez con alguna variante del decisionismo político. Se parece más el Derecho a los cuadros informalistas de Miró, de Millares, de Tàpies, o de Mompó, en los que la materia, los signos, los colores y los seres se mueven en el escenario dinámico del ciclo de la vida y se manifiestan con la autenticidad de la creación genuina e incondicional.
Como el Derecho proviene de y vuelve a la realidad social, no hay norma —Constitución incluida— que pueda suponer un freno material ante una realidad social extendida y consolidada que se formule en términos razonables y que se articule de modo pacífico y democrático. Huyamos del fundamentalismo constitucionalista dogmático. Antes de la Constitución está la democracia: elecciones libres, libertades y derechos fundamentales de las personas y de las sociedades. Lo demás —el régimen electoral, el bicameralismo, los privilegios de los partidos e incluso los procedimientos de revisión constitucional— son creaciones de la clase política que no forman parte del núcleo esencial de la democracia. Es Derecho constitucional secundario y contingente. Preocupan, en ese sentido, las alabanzas al “significado de las formas” contenidas en una serie inacabable y ya aburrida de artículos sobre el “principio de legalidad”, entendido en clave rabiosamente formalista, que se vienen publicando en los últimos meses.
Hay que fulminar a los gobernantes involucrados en actuaciones irregulares y a todas las autoridades y funcionarios corruptos
El principio democrático exige que si una comunidad organizada —desde una simple comunidad de propietarios hasta un territorio del Estado pasando por el patronato de una fundación, la asamblea de una asociación o de un colegio profesional o la junta general de una sociedad civil o mercantil— quiere votar su transformación, su fusión o su disolución, pueda hacerse. Pero el principio democrático impone también que, puesto que ese escrutinio ha de realizarse dentro de un marco normativo previo emanado del Estado a propuesta del sector interesado que establezca sus condiciones y consecuencias con toda precisión y transparencia, se determine previamente el régimen que haga posible la consulta. Es el Estado el primer interesado en constatar si la realidad social cuya existencia indubitada algunos proclaman es tal o solo existe en la imaginación interesada de una fracción política. El principio de legalidad no debe actuar como freno sino, todo lo contrario, como impulsor del proceso.
La democracia no es un sistema de bajo coste. Sus ventajas dependen de que existan mecanismos para conocer en cada momento la voluntad social. Y de que esa voluntad se exprese —tanto en las elecciones como en las consultas— a través de niveles de concurrencia significativos y de mayorías suficientes.
Para ello hay que votar y volver a votar. Votar a todos o casi todos los cargos públicos e introducir enmiendas a la Constitución siempre que sea necesario, como en EE UU. Utilizar los mecanismos de democracia directa, como en Suiza. Votar para reformar la estructura de la Administración pública y para fomentar la educación, la investigación y el arte como en Francia. Suprimir ayuntamientos y entidades innecesarias como en Italia. Negociar Gobiernos de coalición como en Alemania, dar responsabilidades a formaciones políticas diversas como en el Reino Unido, disolver el Parlamento y convocar elecciones generales cuando se acuse la pérdida de la legitimidad adquirida en unas elecciones, sustituir a quienes han sido puestos al frente de los organismos reguladores —y de las imperecederas empresas públicas— arbitrariamente, por su mera adscripción política y, por supuesto, fulminar a los gobernantes involucrados en actuaciones irregulares y a todas las autoridades y funcionarios corruptos. Así funcionan las democracias más desarrolladas, de las que, porque falta de diálogo, esfuerzo y dureza con la corrupción, no acabamos de formar parte.
Rafael Mateu de Ros es doctor en Derecho.
fuentes http://elpais.com/elpais/2014/08/21/opinion/1408631383_852992.html

Hay que encontrar una salida

Artur Mas, actuando dentro de sus competencias como presidente de la Generalitat, promulgó ayer en nombre del Rey la Ley catalana de consultas no referendarias, ordenó su publicación en el Diario Oficial de la Generalitat y, a continuación firmó el decreto que convoca una consulta en aplicación de dicha ley. Con este acto público, al que se querido revestir de una insólita, pero muy intencionada, solemnidad, se inicia un período que todos —unos y otros— ya tienen previsto: recurso del Gobierno ante el TC, suspensión de la ley durante un mínimo de cinco meses a partir de su admisión a trámite e invalidez de todo acto jurídico —por tanto, de la convocatoria de la consulta— que se lleve a efecto en virtud de la ley suspendida.
Por tanto, ¿nada va a pasar?, ¿mucho ruido y pocas nueces?, ¿es indiferente que las autoridades catalanas aprueben leyes presuntamente contrarias a Derecho ya que la legalidad lo acaba resolviendo al imponerse mediante resoluciones judiciales? Ciertamente, en todo Estado de Derecho la legalidad se impone pero no siempre resuelve los problemas. En este caso, como se ha comprobado en estos dos últimos años, si lo dejamos todo a la simple aplicación de la ley, seguiremos recorriendo un largo camino, plagado de piedras, en el que serán frecuentes unos tropezones que nos deberíamos ahorrar.
En efecto, no todo empieza y acaba en cumplir o incumplir la ley, hay vida más allá y más acá del Derecho, y a la visible deslealtad que las autoridades catalanas demuestran al retorcer la Constitución y el Estatuto para burlarse de la democracia, no se le puede hacer frente únicamente con la aplicación de las leyes y, en último término, de las sentencias de jueces y tribunales: hace falta, también, hacer política. Por supuesto dentro del marco de la ley, pero sin reducir esta política a la mera aplicación mecánica de las normas. Y hacer política, en una sociedad democrática, consiste, entre otras cosas, en argumentar para convencer.
Este es el punto en el que las fuerzas nacionalistas catalanas están ganando al Gobierno central, al PP y al PSOE. Recordando la célebre frase de Unamuno en la Universidad de Salamanca, con la actitud del Gobierno y de estos partidos, se vence en los tribunales, quizás se convence a una mayoría de ciudadanos del resto de España pero no a la mayoría de ciudadanos catalanes que, si bien muchos de ellos no son independentistas, quieren en su mayoría votar de forma explícita si quieren permanecer en España o separarse de ella.
Con el ordeno y mando no basta, hace falta persuadir, seducir y, como decíamos, convencer
Una larga tradición que, de forma rudimentaria, arranca quizás de Maquiavelo y, de manera altamente sofisticada, llega hasta nuestros días, entiende que la política se ejerce mediante el uso del poder y la organización del consentimiento. ¿En qué han fallado las fuerzas políticas que no son partidarias de la independencia de Cataluña? En eso segundo, han ejercido el nudo poder pero no han organizado el consentimiento. Con el ordeno y mando no basta, hay que persuadir, seducir y, como decíamos, convencer.
Ahora bien, en ese conflicto la responsabilidad de las partes no es la misma ni mucho menos. Hay enormes diferencias en el reparto de culpas y, sin duda, la carga principal recae, sobre todo, en el Gobierno de Cataluña y en los partidos que dan soporte al llamado, aunque inexistente, derecho a decidir. Tampoco queda exento de culpa el anterior Gobierno, de distinto signo. En efecto, cuando un presidente de la Generalitat —en este caso Montilla, en el año 2010— avala y casi convoca una manifestación contra una sentencia del Tribunal Constitucional, es evidente que deteriora seriamente al Estado de Derecho y, con carácter más general, deslegitima a las instituciones democráticas ante los ciudadanos. El Tribunal es un órgano político y la sentencia está argumentada con criterios políticos: esto es lo que dijeron las más altas autoridades del anterior Gobierno tripartito.
A partir de ahí, con el nuevo Gobierno de CiU presidido por Artur Mas, las cosas fueron aceleradamente a peor. Se propuso el concierto económico, al modo vasco y navarro, sabiendo que era un objetivo irrealizable pero necesario para justificar la necesidad de pasar a una nueva fase que el propio Mas calificó de “zona desconocida”. Era la fase de la independencia en la que ahora estamos. Había prisa, España estaba en un momento de grave debilidad económico y se debía aprovechar la ocasión.
¿Cómo se podía transitar por este camino, dar el salto hacia la independencia? En un artículo reciente recogía la consigna de Pompeu Gener, un pintoresco escritor catalán de fines del XIX y principios del XX, que siempre recordaba el añorado Jaume Vallcorba: “Endavant, endavant, sense ideia i sense plan”. Esta ha sido la estrategia de Mas en sus accidentados cuatro años de gobierno, una estrategia que recuerda la de Companys durante los meses anteriores al desastre del 6 de octubre de 1934, aquella fallida insurrección contra la II República con la estúpida excusa de salvarla.
El poder de Artur Mas se sostiene por sus continuas apelaciones al pueblo que se manifiesta en la calle
¿Cuál es el núcleo de esta estrategia? Algo que en Europa es propio de las fuerzas de extrema derecha o de extrema izquierda, tanto en tiempos de Companys como hoy: el populismo, es decir, la pretensión de que el pueblo está representado por los ciudadanos que se manifiestan en la calle y no por los ciudadanos censados que votan cuando les corresponde de acuerdo con la ley. Cuando menos desde 2012, el poder de Artur Mas se sostiene por sus continuas apelaciones a este pueblo que se manifiesta en la calle y en el que se mezclan los independentistas de toda la vida con los más recientes y a los que se han añadido aquellos que impugnan el sistema democrático. En este confuso batiburrillo se mueve, con un poder limitado y condicionado, el actual presidente de la Generalitat. No sé si muchos votantes de CiU entienden todo esto. Pero endavant, president, endavant.
Pero después está la otra parte, la que personifican Rajoy, su Gobierno, su partido y, en menos medida, el PSOE. Ya hemos dicho cual ha sido su respuesta al problema catalán: Constitución, ley, jueces y tribunales. Nada más. Se ha ejercido el poder de forma correcta, se ha recurrido judicialmente aquello que se debía recurrir, sin duda esto se seguirá haciendo, pero se ha olvidado de la otra cara de la política: convencer.
No era difícil convencer. Los planteamientos de los independentistas catalanes son de una debilidad apabullante. Se han equivocado en casi todo: en cuestiones de derecho interno, de derecho internacional, de derecho comunitario, en economía y en historia. No han aprobado ninguna asignatura. Sin embargo, no se les ha replicado. El presidente del Gobierno no ha sabido explicar ninguna respuesta política más allá de la ley y el derecho. No ha sabido argumentar de forma convincente las consecuencias negativas que tendría para los catalanes una Cataluña independiente y, sobre todo, no ha sabido explicar las ventajas de pertenecer a España, a la UE y al euro. Durante dos años, sólo Constiución, ley y sentencias. Obviamente esto no basta, se ha perdido un tiempo precioso.
No sé lo que sucederá el 9 de noviembre próximo, aparte de que no se va a celebrar consulta legal alguna. Pero el Gobierno —con el mayor consenso posible— debería plantear un acuerdo para encontrar un procedimiento que permita una salida. No es cuestión de plantear una reforma constitucional, que debe hacerse con tiempo y calma, tampoco una tercera vía, sino de encontrar un punto de encuentro con la Generalitat que, por supuesto dentro de la más estricta legalidad, despeje el camino y ofrezca seguridad cara al futuro. Quebec y Escocia, por lo que se ha visto, no son malos ejemplos.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional y autor del libroPaciencia e independencia, publicado recientemente.
fuentes http://elpais.com/elpais/2014/09/27/opinion/1411825331_473849.html

domingo, 28 de septiembre de 2014

Debemos, no solo podemos, hablar de Podemos

Una expresión de las perplejidades suscitadas por Podemos como fuerza “emergente” lo ha sido la dificultad para referirse a ella. No sólo entre los partidos —propensos a utilizar eufemismos al hablar de sus actitudes y discursos—, sino entre los comentaristas y tertulianos al aludir al “fenómeno”. Resulta inquietante la mezcla de estupor y autoncontención que ha revestido a Podemos de un salvoconducto de intangibilidad que empezó por no nombrarlo y ha acabado por alimentarlo tanto como su demonización —nada inocente— desde tribunas ultraconservadoras. Preocupa la inhibición que ha sacudido a buena parte de las filas progresistas. En este espacio se ha expandido en campo abierto, en parte por incomparecencia de contradictores.
Diríase que una suerte de tabú supersticioso impide criticar a Podemos, casi incluso hablar de ellos. “¿Podemos hablar de Podemos,…o no?” Porque muchos de los que hemos osado criticar sus postulados y su impacto sobre un alto número de exvotantes socialistas hemos experimentado respuestas que rayan ese intimidante “darle su merecido” que en España han conocido tantas variantes de la represión del librepensamiento. Cuando en el espectro ideológico de la izquierda alguien manifiesta reserva frente a las simplificaciones practicadas por Podemos, una ola de virulencia cibernauta se moviliza en las redes para acallarle. “¡Se os está acabando el chollo!” o “¡cómo se os nota el miedo!”… serían las fórmulas más suaves de una descalificación que a menudo se desliza hacia el juicio sumarísimo personal o digital.
Ojo con “las masas” y sus portavoces carismáticos hechos en los medios
El nuevo lugar común espera que desde la izquierda —y, en especial, quienes tenemos compromisos públicos con el PSOE— aparquemos toda crítica y nos apuntemos sin más a una jaculatoria de salutación obsecuente: reconocemos así (faltaría más) la legitimidad de sus votos (sin recordar —para qué— que es la misma exactamente que la de todos, incluidos los del PSOE); el respeto que merecen sus votantes (por supuesto, todos lo merecen, también los del PSOE) y sus representantes (y así debería ser con todos, también con los del PSOE). Sin embargo, nada de ello debería confundirse con credulidad acrítica ni con un laisser passer por el que supuestamente todos seríamos execrables como “casta” salvo los “intocables” que, como en la granja de Orwell, serían “más iguales que otros” hasta, irónicamente, alcanzar la inmunidad y la inviolabilidad contra la que se combate. En el debate político —la oposición dialogal de opciones alternativas sobre lo que nos importa— no hay nada ni nadie “intocable”. Tampoco debería Podemos sustraerse al escrutinio público como todos los demás. Así, su prueba del 9 pasa por su conversión en Partido —estatutos, reglamentos, dación de cuentas, garantías más allá del asamblearismo— y su irrupción en la dinámica de la competición por el voto.
Pero especialmente arriesgado resulta de un tiempo a esta parte impugnar el ADN supuestamente izquierdista de parte de su retórica. Somos muchos a quienes algunas de las propuestas distintivas de Podemos no nos parecen de izquierda. De hecho, no comparecen en la contraposición del eje derecha/izquierda, sino en la órbita “antirrégimen” (antisistema) o simplemente “anticasta” (acuñación del vociferante Beppe Grillo, que ha hecho furor en medios de ultraderecha, aunque muchos en España se la atribuyan a Podemos). El siglo pasado arrojó enseñanzas duras sobre el deslizamiento de quienes se presentaban como “lo nuevo” (frente a la “vieja distinción entre derecha e izquierda”) en populismos preñados de intolerancia sectaria. Se abona así la simiente de la actitud totalitaria, sea por vía fascistizante, sea por las depuraciones del “centralismo democrático”… sea por la banalización y jibarización del lenguaje político impuesto por los mass media y hoy por las redes sociales.
No es de izquierdas galopar la “obsolescencia” de la “arcaica diferencia entre derecha e izquierda"; no lo es bramar —una vez más, como si no lo hubiéramos visto antes en la atormentada historia del “olvidado siglo XX” sobre el que escribió Tony Judt— la necesidad de “superar” (por derruir o derribar) la “periclitada democracia representativa”, ni certificar la “defunción” del parlamentarismo “caduco” y los partidos “oligárquicos”. No lo es practicar la demagogia ramplona de la brocha gorda por la que todos estaríamos del “lado oscuro de la fuerza” salvo quien se autositúa en la Ciudad del Sol que describiera Campanella. No lo es negar la complejidad abandonándose al atajo de la simplificación. No lo es despreciar los grises de un debate dialogal en que la verdad absoluta (“lo que no es blanco, es negro”) no existe desde que aceptamos que lo que nos interesa se construye socialmente, en democracia, razonando, y avanzando por vía de contradicciones y corrección de errores.
Su prueba del nueve es su conversión en partido y competir por el voto
Sin duda, los partidos de izquierda —primero entre ellos, el PSOE— tenemos responsabilidades. Un combate sin cuartel contra la corrupción y una apuesta decidida por el restablecimiento de la progresividad fiscal. Un nuevo ciclo constituyente debería acometer la clamorosa fatiga de materiales que aqueja desde hace tiempo la democracia española. Su desmejoramiento reclama con impostergable urgencia reformas en todos los ámbitos; desde luego, en los partidos.
Empero, la calidad democrática avanza rara vez a empellones, ni con arrogante desprecio de las categorías constitucionales por “masas en movimiento”. ¡Cuidado! Del mismo modo en que las manifestaciones no pueden ser ignoradas (ni menos aún reprimidas) como si por ensalmo así dejaran de existir, tampoco pueden sin más abrirle paso a un “nuevo orden” donde no estemos obligados a dialogar y acordar lo que nos importe a todos. “Asamblearismo”, “masa”, portavoces “carismáticos” construidos en los medios que al mismo tiempo deploran la “ausencia de liderazgos”… son todas señales de alarma que dificultan entender que, como decía Ortega, “nos pasa que no sabemos lo que nos pasa”… Pero habrá que hablar de ello
Ningún espacio progresista puede permitirse suspender sus facultades críticas. Lo que incluye mantener la alerta ante el desafío que aguarde en la siguiente esquina. Llamando a las cosas por su nombre, y osando debatir sobre ellas. Porque ésa que Marx llamó “era de la sospecha”, a la que nada es inmune, es seña de identidad del pensamiento de izquierda a lo largo de su historia.
Juan F. López Aguilar es catedrático de Derecho Constitucional y eurodiputado socialista
fuentes http://elpais.com/elpais/2014/09/22/opinion/1411410866_899275.html

Politizar la tecnología

El desarrollo tecnológico y la innovación se encuentran ante una encrucijada. Su ubicuidad hoy día se extiende a prácticamente todos los ámbitos de la vida. Privada y pública. De móviles en los bolsillos de cientos de millones de personas recolectando datos a drones sobrevolando ciudades y lanzado misiles en zonas de conflicto; de transacciones financieras saltando de una Bolsa a otra por redes privadas ultrarrápidas a repositorios de información con miles de millones de datos personales en manos de compañías no reguladas; y de una esfera pública en red en la que la información (y desinformación) viaja sin restricciones a los primeros síntomas de una guerra cibernética (la habilidad para inhabilitar infraestructuras estratégicas vía herramientas digitales).
Difícil poner en duda, pues, el impacto de la tecnología en la vida cotidiana. Y, sin embargo, la discusión pública sobre el tema es muy limitada. Limitada y de mala calidad. Más todavía: la conversación pública difícilmente logra ir más allá de alabar y maravillarse por la aparición del último cacharro o moda digital. Se asume, sin apenas valoración crítica, que el avance técnico y la implementación tecnológica son síntomas inequívocos de progreso. Y punto. Sin cuestionarse fines, medios ni consecuencias. En otras palabras, la conversación pública sobre tecnología, innovación y su valor social está vacía de una dimensión fundamental: la dimensión política.
¿Con qué fines desarrollamos nuevas tecnologías? ¿Quién las construye, promueve y controla en última instancia? ¿Qué tipo de desarrollo tecnológico privilegiamos? ¿El de consumo dirigido a selectas minorías o el que busca enfrentar grandes problemas sociales de largo plazo? ¿Qué papel le otorgamos al Estado en la investigación y el desarrollo? ¿Le damos prioridad a la innovación y el cambio tecnológico sobre derechos sociales, políticos y de privacidad individual? ¿Permitimos que los usos tecnológicos tanto de Gobiernos como de la sociedad civil vulneren prácticas democráticas que se han fraguado a lo largo de siglos? Son solo algunas de las tantas preguntas que deberíamos formular al analizar el tema y diseñar políticas públicas.
Y, sin embargo, no lo hacemos.
En pocos años hemos pasado de un uso privado de la tecnología (qué mejor ejemplo que el emblema que puso en marcha el cambio, el PC,personal computer) a una utilización pública de redes, servicios e información que tienen importantes consecuencias colectivas. Redes y servicios, por cierto, homologables ya con las grandes infraestructuras públicas del siglo XX.
Existe una puja de intereses privados para convertir el desarrollo tecnológico en un gran escaparate comercial al margen del control institucional
El problema con esta desconexión, en parte, pasa por el tipo de cobertura y discurso con el que la gran mayoría de los medios de comunicación enfocan el tema. No solo lo hacen desde una perspectiva naífque en la mayoría de los casos se limita a informar sobre tendencias, marcas y réditos comerciales y bursátiles de las empresas tecnológicas; lo hacen, más grave aún, sin el conocimiento técnico y legal necesario para abordar la complejidad del cambio tecnológico y sus consecuencias.
Se suele centrar en lo banal (selección de titulares recientes en la prensa española de calidad: “Facebook fuera de servicio durante más de dos horas”); lo anecdótico (“Sophie Amorudo empezó en un cobertizo. Ahora ingresa 128 millones de dólares en su tienda online”); o lo directamente inverosímil y grandilocuente (“Gobernar desde la nube”). Resulta mucho más difícil encontrar información detallada sobre cómo las políticas de privacidad y los filtros algorítmicos de una compañía como Facebook vulneran derechos individuales y pueden incluso poner en riesgo derechos políticos. O bien una explicación amplia sobre cómo las redes sociales están dañando la calidad del debate democrático y ahondando la polarización política, como recientemente documentó el Pew Research Center en su informe de finales de agosto Social Media and the Spiral of Silence.
Cuando se trata de la cobertura sobre tecnología e innovación se confunden las modas y los intereses privados de las compañías digitales con los intereses generales y el debate público bien informado. Se confunde, en el fondo, la figura de ciudadano con la de consumidor. La tensión fundamental que emerge de este nuevo ámbito digital —creado a partir de redes públicas— es la puja de intereses privados para convertirlo en un gran escaparate comercial al margen del control público. O, dicho de otra manera: la vieja tensión entre derechos privados e interés público se traslada a la esfera digital y se reviste de un positivismo tecnológico que la blinda de cualquier crítica.
Hace algunas semanas este periódico le preguntaba a Ulrich Beck sobre las transformaciones digitales y el riesgo para nuestras libertades. Su respuesta no podría haber sido más inquietante: la paradoja del riesgo digital, reflexionaba, es “que cuanto más cerca estemos del desastre, menos lo percibimos. Se trata de una amenaza intangible que no afecta a la vida (como el terrorismo), la supervivencia de la humanidad (el cambio climático) ni la propiedad (la crisis financiera). La violación de nuestra libertad no nos daña físicamente. Sin embargo, están en riesgo logros de la civilización como la libertad personal y la privacidad e instituciones como la democracia y la justicia”.
El dilema está servido: vale, tecnología, ¿pero para qué? Responder a conciencia exige llevar la política allí donde se discute y legisla sobre ciencia, tecnología e innovación. Solo así seremos capaces de construir tecnología socialmente útil. Solo así conseguiremos evitar caer en los graves riesgos a los que se refiere Beck y sacar verdadero partido del extraordinario avance técnico y científico del último medio siglo.
Diego Beas es autor de La reinvención de la política (Península); fue investigador invitado del Instituto de Internet de la Universidad de Oxford.
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/09/24/opinion/1411584405_269344.html

Cataluña y el pensamiento mágico

En un asombroso artículo publicado hace poco, un teólogo católico advertía del “riesgo de una casi identificación práctica del cielo cristiano con un ideal político o nacional concreto”, es decir, la independencia de Cataluña (Salvador Pié, La Vanguardia, 1-9-14). ¿Exagera?... Les sugiero que vayan a ver una película que acaba de estrenarse,L'endemà (o busquen en Internet el vídeo Los García, Cataluña y el futuro de todos, cuyo mensaje viene a ser el mismo), y verán a qué se refiere.
Dirigida por Isona Passola, presidenta de la Academia Catalana de Cine, financiada por más de 8.000 personas mediante crowdfunding y subvencionada por la Generalitat y TV3, L'endemà (“El día siguiente”) es un documental que pretende, dice, “aclarar las dudas de los indecisos” sobre la conveniencia de un Estado propio. Consiste en entrevistas a jueces, escritores, economistas y otros profesionales, que nos describen cómo será la Cataluña independiente. He aquí algunas de sus predicciones: “Habrá más plazas en las guarderías”; “Más inspectores fiscales”; “Más jueces y mejor formados”; “Una economía productiva, no especulativa”; “Seremos la California de Europa”; “El periodismo será más plural e independiente”; Nuestro presupuesto anual aumentará en “16.000 millones, o sea cuatro veces más de lo que hemos recortado”…
Es difícil, llegados a este punto, resistir la tentación de la ironía (…y nos bañaremos en piscinas de monedas de oro, no vamos a ser menos que el Tío Gilito) pero intentemos preguntarnos en serio en qué consiste la propuesta de L'endemà, es decir, el programa de la independencia.
Regularmente aparecen en la prensa catalana cartas de lectoras y lectores inquietos ante los interrogantes que plantearía la transición hacia un Estado propio: ¿qué pasaría con la deuda? ¿con las pensiones? ¿con la Unión Europea?... Ni que decir tiene qué respondeL'endemà a todas esas preguntas: Catalunya permanecerá en la UE, por supuestísimo; las pensiones no solo se pagarán sino que subirán un 10% (sic), y en cuanto a la deuda, ¿qué deuda?, es el Reino de España quien la ha firmado, allá ellos. Muy bien, supongamos que nos lo creemos. Pero resuelta la transición, subsiste la pregunta: ¿transición hacia qué?
Hacia una sociedad próspera, democrática y moralmente ejemplar, deducimos de L'endemà. Sí, claro, pero ¿no aspira a eso mismo todo el mundo, cualquiera que sea su credo, su nación, su opción política? La cuestión es qué medidas concretas, económicas y políticas, aplicar para conseguirlo. Parece bastante difícil concebir un programa capaz de conducirnos a una situación tan ideal; y más difícil todavía teniendo en cuenta que deberían llevarlo a cabo partidos tan dispares —pero hoy aliados en la propuesta independentista— como uno, Convergència, fundado por un banquero (Pujol) en un convento (Montserrat), y otro “asambleario, socialista, económicamente sostenible y no patriarcal”, la CUP.
En la mejor tradición milenarista, la Generalitat insinúa profecías
Se trata, en fin, de la cuadratura del círculo. Y como aplicando el pensamiento racional es imposible convertir un círculo en cuadrado, el independentismo ha optado por sustituir la razón por otra cosa: el pensamiento mágico.
Cualquier nación, es cierto, utiliza elementos sagrados o mágicos (himnos, fechas, banderas) para dar calor emocional a algo tan frío como es un modelo de organización territorial. Pero el independentismo va mucho más allá. Multiplicando la frecuencia e intensidad de su uso, juega a fondo la carta irracional, en detrimento del debate de ideas. Este consistiría por ejemplo en preguntarse (como lo ha hecho Victoria Camps) si la mejor manera de fomentar el catalán es convertirlo en lengua oficial exclusiva de un Estado. Habría que investigar, ofrecer cifras, ejemplos (el caso de Andorra), razonamientos… En vez de eso, el independentismo prefiere un mecanismo mucho más sencillo y que se está demostrando eficacísimo para movilizar a las masas: prometer paraísos y azuzar emociones.
No se trata de cuatro exaltados: Es la Generalitat la primera en recurrir sin vergüenza a la manipulación sentimental. Así, conmemora una fecha asociada a la guerra, 1714, cuando podría elegir otras que simbolizan la convivencia y que son sin duda alguna más relevantes para la Cataluña de hoy, como 1977: al fin y al cabo vivimos bajo la Generalitat, restablecida ese año, no bajo el Decreto de Nueva Planta. Nos lanza mensajes subliminales, como este del cartel que preside el Born, convertido en templo del independentismo: “1714-2014: Viure lliures” (“Vivir libres”, como si no lo fuéramos), o el que titula una exposición sobre el asedio a Barcelona en 1714: “Fins aconseguir-ho!” (“¡Hasta conseguirlo!”). Evoca a los catalanes fusilados por Franco (exposición"Cinc sentències de mort"), olvidando convenientemente que algunos de los mayores políticos (Cambó, Samaranch), escritores (Pla, D'Ors), artistas (Dalí)… que ha dado Cataluña fueron franquistas hasta la médula. Retrata a Mas en un gesto que imita el de Moisés (pasado por Hollywood), bajo el lema épico “La voluntat d'un poble”; El mismo Mas se dedica a avivar pasiones —y no las más constructivas— hablando de las “humillaciones y desprecios” que supuestamente recibimos. En la mejor tradición milenarista, la Generalitat insinúa profecías (“Ara, la Història ens convoca”, lema oficial del tricentenario), insiste en misteriosas concordancias: 1714-2014; 11-9 (Diada), 9-11 (el referéndum); y llega a extremos tan pueriles como el detalle de que el mástil de la senyera situada junto al Born mide 17,14 metros.
Con razón se inquieta nuestro buen teólogo: el independentismo le hace la competencia. Al igual que algunos los proyectan en Dios y el paraíso, otros están proyectando en el Estado propio, como en una pantalla en blanco, todos sus sueños, sin las molestas trabas que al deseo pone la realidad. ¿Los costes de le independencia? Nulos: “estaremos mejor, sin perder nada”, asegura uno de los entrevistados en L'endemà. ¿La escasez, base, por definición, de toda economía? Borrada de un plumazo: con 16.000 millones más (los que supuestamente nos expolian), habrá dinero para todo. ¿El conflicto, propio, por definición también, de la vida en sociedad? Resuelto con un golpe de varita mágica: en L'endemà los no independentistas simplemente no existen; en toda la película no aparece ni uno.
Y así, exaltados por la unanimidad, arropados por el calor de las masas, uniformados de rojo y amarillo, confortados por la certeza de la propia bondad inmaculada, convencidos de que el Mal no es cosa nuestra, sino de un ente maléfico llamado España, que nos venció, nos fusiló, nos oprimió, nos expolia, nos desprecia, nos humilla y tiene la culpa de todo, embobados por himnos y banderas, adormecidos por la repetición de consignas y gritos de rigor, confiando ciegamente en un endemà que será Jauja, vamos siguiendo en fila, alegremente, a ese que toca la flauta.
Laura Freixas es escritora. Su último libro publicado es Una vida subterránea. Diario 1991-1994 (Errata Naturae).
fuentes http://elpais.com/elpais/2014/09/25/opinion/1411635098_786221.html

Todos quieren café

La ansiedad que provoca el desafío nacionalista catalán conduce a menudo a plantear el problema como un mero conflicto bilateral entre Cataluña y España. Entre una comunidad autónoma y el Estado, entre dos Gobiernos o entre dos naciones, según se mire. Así, la solución consistiría en reformular las relaciones que mantienen ambas partes, ya sea con un nuevo acuerdo de convivencia o con una ruptura, preferiblemente pactada. Sin embargo, esta visión de las cosas olvida que cualquier fórmula afectará de lleno a la estructura estatal de toda España, que las demás comunidades no van a limitarse a tomar nota de lo que ocurra en Cataluña y que allí se juega el futuro del conjunto del Estado español. El laberinto resulta, pues, más intrincado de lo que parece a simple vista.
Desde comienzos del siglo XX, el desarrollo de la cuestión territorial ha seguido una pauta marcada por reflejos miméticos. En los periodos de mayor efusión descentralizadora —bajo regímenes liberales o liberal-democráticos—, la iniciativa correspondió a los nacionalismos catalán y vasco; pero no se circunscribió a ellos, sino que se vio acompañada por la de otros movimientos, nacionalistas o regionalistas, que reclamaban poderes para sus respectivos territorios. Porque, además de las identidades nacionales germinadas en Cataluña, en Euskadi y —de forma más tardía— en Galicia, aparecieron otras reivindicaciones identitarias que, si bien no aspiraban por lo general a la soberanía plena, tampoco se conformaban con un papel secundario. Desde luego, ese fue el caso del andalucismo, pero también de los sectores más reivindicativos en Aragón, Valencia o Canarias. Por no hablar de Navarra, con peculiaridades sustentadas por fueros como los vascos. Al darse condiciones favorables, otras élites regionales se subieron al tren en busca de influencia.
En España cuajó una temprana oleada de protestas autonomistas al acercarse el final de la Gran Guerra, cuando la paz anunciada por el presidente Wilson, defensor del desarrollo autónomo de los pueblos, alentó en toda Europa demandas nacionalistas. El catalanismo no tenía suficiente con la Mancomunitat de las cuatro Diputaciones lograda en 1914 y reivindicaba una verdadera autonomía política, por lo que aprovechó la coyuntura para emprender una campaña masiva en favor del Estatuto. Lo mismo hicieron algunos sectores políticos vascos y navarros, que alzaron la bandera de la reintegración foral. En 1919 se discutió por vez primera en las Cortes la concesión de un régimen autonómico a Cataluña, el País Vasco y Navarra. Pero sus presiones no quedaron aisladas. Hubo asimismo manifiestos galleguistas —a cargo del nacionalismo incipiente de las Irmandades da Fala— y andalucistas —con asambleas que hablaban de patria andaluza— y otros brotes regionales.
Las autonomías históricas y las demás se han igualado en sus niveles competenciales
Las turbulencias sociales de la posguerra y la dictadura liquidaron esa breve primavera de los pueblos. Pero la llegada de una República democrática reinició la carrera por el reconocimiento de poderes territoriales. La Constitución de 1931 establecía que cualquier región podía promover un Estatuto para convertirse en autónoma y reservaba algunas materias al Estado. En 1932 lo consiguió Cataluña, beneficiada por la sintonía entre las izquierdas españolas y el republicanismo catalán. Euskadi hubo de esperar unos años más, hasta que el estallido de la Guerra Civil alineó a los nacionalistas con la causa republicana y propició un efímero gobierno en Vizcaya y parte de Guipúzcoa. A la altura de julio de 1936, Galicia ya había celebrado un plebiscito para obtenerlo y estaban en marcha otros proyectos para Andalucía, Aragón o Castilla, por lo que podría afirmarse que, de no mediar el levantamiento militar de aquel verano, la República habría cobijado numerosas autonomías.
Cuando murió el vencedor de la contienda y se vislumbró un cambio democrático, la oposición al franquismo estaba comprometida con lo que solía llamarse la autodeterminación de los pueblos. Las energías descentralizadoras sólo podían equipararse a la decadencia del nacionalismo español, asociado con el dictador. Las manifestaciones autonomistas recorrían las calles de Sevilla, Valencia, Santander o Burgos a la vez que las de Barcelona o Vigo. Y se entrecruzaron con la aparición de los entes preautonómicos, no sólo en tierras catalanas, vascas o gallegas, sino también en el resto del país, con tal velocidad que algunas provincias, como Madrid, quedaron provisionalmente en el limbo. Como ha señalado Santos Juliá, la Constitución de 1978 se inspiró en la de 1931 a la hora de incluir un principio dispositivo que permitía la creación de comunidades autónomas, sin enumerarlas y sin trazar esta vez fronteras claras a sus competencias. Se ha acusado a los gobernantes posfranquistas de ahogar las identidades nacionales históricas en un mar de regiones más o menos inventadas, pero ya entonces era previsible que, de todos modos, el sistema autonómico se generalizaría. O que, como se diría después, habría café para todos.
Las disposiciones constitucionales, que fijaban dos tipos distintos de comunidades —nacionalidades y regiones— y dos métodos de acceso a la autonomía, acabaron por disolverse. Los andaluces no aceptaron su inclusión en el segundo escalón, sino que forzaron su paso a primera clase y se definieron como nacionalidad. Por eso celebran su fiesta el 28 de febrero, el día que en 1980 ganaron el referéndum que lo permitió. A la larga, las autonomías históricas y las demás se igualaron en sus niveles competenciales y tan sólo subsistieron algunas diferencias importantes, como el concierto económico vasco, el convenio navarro o las policías autonómicas. Hoy todas las comunidades de régimen común disfrutan del mismo porcentaje de los impuestos y gestionan el grueso de la educación, la sanidad y los servicios sociales. Por la vía de los hechos, España se ha convertido en un Estado cuasifederal.
La realidad de la España autonómica hace poco viable una solución bilateral al asunto catalán
La última oleada de reformas autonómicas reforzó esa tendencia mimética secular. La tramitación del nuevo Estatuto catalán de 2006, con aspiraciones de Constitución, coincidió con otra puja por no quedarse atrás en los niveles de autogobierno. En el plano simbólico, Canarias ya se había declarado nacionalidad en 1996 y ahora lo hicieron, añadiendo el adjetivo “histórica”, la Comunitat Valenciana, Aragón e Illes Balears. Por su parte, Castilla y León se unió a Cantabria y a Asturias al titularse comunidad histórica. En Extremadura no se atrevieron a tanto, aunque el preámbulo de su Estatuto de 2011 añadió esta perla a las reflexiones identitarias: “En los dos grandes valles del Tajo y el Guadiana, desde las cuevas prehistóricas a los centros tecnológicos, se ha ido escribiendo silenciosamente la crónica de una voluntad de sentir, pensar, ser y estar en el mundo”. Algunos artículos de los Estatutos recientes, como el de Andalucía de 2007, copiaban los del catalán. Pero nada recoge mejor la vieja mímesis territorial que lacláusula Camps, disposición adicional de la norma valenciana de 2006 que velaba para que “el nivel de autogobierno establecido en el presente Estatuto sea actualizado en términos de igualdad con las demás Comunidades Autónomas”.
Es posible que el catalanismo, si aplaza sus objetivos independentistas o renuncia a ellos, obtenga del Estado una singularidad mayor que la actual para Cataluña, por ejemplo en el campo hacendístico o en el educativo. Puede que los ciudadanos y dirigentes de las demás comunidades, atemorizados por la crítica coyuntura que atravesamos, acepten ese trato. Pero también es posible, e incluso probable, que no lo hagan y que, de acuerdo con tradiciones bien asentadas y con un lenguaje que sigue vivo, se nieguen a admitir autonomías de primera y de segunda. Que los avances de los nacionalistas tiendan a extenderse y sus deseos de distinción se vuelvan a frustrar.
En cualquier caso, la existencia en España de otros nacionalismos subestatales además del catalán, y de territorios que ya se han proclamado nacionalidades, hace poco viable una salida bilateral a la cuestión catalana. Y desde luego preludia complicaciones mayores si se reconoce su derecho a la secesión. Sólo una profunda reforma constitucional, tal vez una que refunde el Estado para completar su carácter federal, con las modulaciones imprescindibles, tendría alguna posibilidad. Siempre, claro está, que realice un reparto del café aceptable para todos.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de 
fuentes http://elpais.com/elpais/2014/09/22/opinion/1411410067_863128.html


La vida sin cuerpo

En su viaje poético entre la carne y el espíritu, Jaime Gil de Biedma llegó a una interesante ecuación a la hora de jerarquizar los elementos del amor: “Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen”. La idea no es original pero es bellísima, y tiene que ver con esa otra idea de raigambre presocrática que dice que el cuerpo también piensa, que el pensamiento tiene una dimensión física y que dividirnos en cuerpo y alma es una arbitrariedad pues somos, en realidad, una unidad que siente y piensa y que, abusando de los versos del poeta, el cuerpo es el libro en que se leen, no solo los misterios del amor, sino cualquier capítulo de la historia personal de cada uno.
La idea no es original, como digo, hasta el gran Bob Dylan la dice, a su manera, en una de sus canciones: “Si no crees que este dulce paraíso tiene un precio, recuérdame que te enseñe mis cicatrices”. Pensando en esto, y en aquel momento de la leyenda de Edipo Rey, que está en la misma frecuencia de la canción de Dylan, en que los personajes confirman su identidad observando las cicatrices de su cuerpo (Edipo quiere decir, en griego, “que tiene los tobillos perforados”), asistí antes de la pausa del verano a la Copa Barcelona, un torneo infantil de baloncesto en el que jugaba un equipo mexicano, de Oaxaca, contra uno francés, de Toulouse. Era un partido internacional, que jugaban niños de doce y trece años, en un polideportivo junto al mar, que tenía la particularidad de que la mayoría de los mexicanos jugaban sin zapatos, descalzos, frente a los niños franceses que iban equipados con unas Nike, diseñadas por especialistas en la dinámica del pie humano, específicamente para jugar al baloncesto. Contra todo pronóstico los niños del equipo mexicano ganaron el partido. ¿Cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos? Entre el pie descalzo de un equipo y el Nike del otro, hay un recorrido en el que deberíamos reflexionar: de tanto perfeccionar el zapato nos hemos olvidado del pie.
Los niños mexicanos pertenecen a una comunidad paupérrima de Oaxaca, son un equipo que gana todos los torneos internacionales, incluso en Estados Unidos que es la cuna del baloncesto, y van descalzos porque así aprendieron a jugar, los zapatos son un estorbo para ellos, son una prótesis que les resta velocidad, elasticidad y agarre en el momento de disputarse la pelota.
Esto no es, desde luego, una invitación a que nos quitemos los zapatos y nos echemos a andar descalzos por el mundo, más bien se trata de ver, en esos pies descalzos, lo que hemos perdido de vista al entregarnos al aditamento que nos facilita la vida, porque además resulta que, según han comprobado los especialistas en la materia, el confort que provee el calzado deportivo, no necesariamente colabora con los músculos y las articulaciones que están, naturalmente, hechos a la medida, a los movimientos y a los apoyos del pie descalzo.
El mundo de hoy impone una serie de aditamentos que terminamos usando pero que no necesitamos
Para poder llevar esta reflexión hasta el punto que desde esta línea veo todavía a lo lejos, estoy pasando por alto la gran enseñanza, muy estimulante para estos tiempos de crisis, que nos han regalado estos niños de Oaxaca, y es tan grande que no me queda más remedio que anotarla, antes de regresar a la reflexión oblicua, que es el verdadero objetivo de estos párrafos: estos niños paupérrimos, que estaban condenados a vivir en una de las zonas más pobres de Latinoamérica (con unos índices de pobreza que un europeo no puede, siquiera, imaginar) sin más armas que su esfuerzo y su deseo de salir adelante, han conseguido revertir el destino de generaciones y generaciones de niños, convirtiéndose en campeones internacionales de baloncesto. La decisión y la fortaleza de carácter de estos niños están representadas en sus pies descalzos; a pesar de que juegan todo el tiempo en canchas profesionales, no renuncian a su forma de ser, a su identidad, a su esencia y esto es, seguramente, uno de los fundamentos de su éxito.
Ahora regreso a la reflexión oblicua, a la cicatrices de Dylan y el rey Edipo, ¿cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos?, preguntaba más arriba, pensando en la serie de aditamentos que nos impone el mundo contemporáneo y que usamos quizá solo porque están ahí, no porque los necesitemos.
Cuando se escribe a mano se dejan en la hoja de papel un montón de elementos muy valiosos como, por ejemplo, la calidad del trazo, las dudas que ha tenido quién escribe, los pasos atrás, las correcciones, la forma en que va avanzando por la página el flujo de palabras y el dibujo final de la hoja completamente escrita; todos estos elementos nos hablan de la persona que escribe, son un relato paralelo de lo que el escritor nos va contando, y todo esto se pierde cuando se escribe directamente en el ordenador, que de inmediato establece un orden aparente en la pantalla, un texto cuya limpieza visual no siempre se corresponde con la calidad de lo que está escrito, y en cambio, cuando se escribe a mano, se tiene el efecto contrario: el desorden visual de la escritura en la hoja de papel, nos obliga a redoblar la atención sobre lo que se está diciendo.
Pero en el siglo XXI se escribe así, a través de un vehículo que nos uniforma, nos quita los rasgos distintivos, e inconfundibles, de la escritura de cada quién; nuestro teclado equivale a las Adidas que los niños de Oaxaca no se han querido poner, y si pensamos que la enorme mayoría de las comunicaciones interpersonales se hacen hoy desde un teclado (mail, SMS, whatsapp, hangouts, twitter y un largo etcétera), podremos hacernos una idea de todo lo que del otro nos perdemos, todo un flanco de la expresión escrita, ha sido amputado de la sociedad en favor de la expansión de las nuevas tecnologías.
El desorden visual de la escritura sobre el papel nos obliga a redoblar la atención sobre lo escrito
Esta nueva vía de comunicación no ofrece matices, es demasiado transparente: transmite ideas desnudas sin los velos que ofrece el cuerpo que las dice y, por esto, empobrece las conversaciones; quien se comunica por chat, o por SMS, prescinde de eso que, cuando uno habla con otra persona dice también el cuerpo o, en su caso, dice la carta escrita a mano, que lleva en su caligrafía el rastro, el fantasma, la impronta de quien la ha escrito.
Los ordenadores y los teléfonos que sirven para facilitar la comunicación entre las personas, también nos simplifican esa comunicación, le restan complejidad y misterio, liman las rugosidades y lo que queda es un intercambio liso de palabras; se trata, desde luego, de un intercambio preciso y eficaz, pero sin temperatura, demasiado expuesto, sin rastro, sin cicatriz, sin cuerpo. “Lo bello no es ni la envoltura ni el objeto encubierto, sino el objeto en su velo”, escribió Walter Benjamin.
¿Prescindimos de ordenadores y teléfonos y nos quitamos los zapatos? Por supuesto que no, el teléfono inteligente y las tabletas son un milagro del cual sería insensato prescindir, pero deberíamos evitar que estos aparatos borren la evolución objetual que los precede, que el teclado no sepulte al lápiz ni el zapato al pie descalzo, hay que dejar un rastro que no se borre con un apagón tecnológico, hay que despojarse de los aditamentos y coleccionar cicatrices, hay que matizar el nuevo platonismo, la vida sin cuerpo que nos impone la tecnología, y convertirnos en ese libro que proponen, al principio de estas líneas, los versos del poeta: el cuerpo en donde el otro pueda leer nuestros misterios.
Jordi Soler es escritor. En Twitter: @jsolerescritor
fuentes http://elpais.com/elpais/2014/09/16/opinion/1410890304_979970.html


Tópicos

En los debates sobre la crisis catalana hay algunas afirmaciones que distan de ser evidentes, pero se toman por tales, como la de los soberanistas que levantan la voz para decir al mundo que no se les deja votar, o la que sostiene que el momento crucial del giro hacia el independentismo fue la sentencia del Tribunal Constitucional que "laminaba el Estatut".
Los catalanes han votado cerca de 40 veces desde la restauración de la democracia. Que no puedan hacerlo sobre la independencia no se debe solo a que la ley no lo autoriza, sino a razones de lógica constitucional. El pueblo decide mediante la regla de la mayoría, pero existen decisiones (como las que cuestionan derechos fundamentales) sustraídas al poder del pueblo o sometidas al control de tribunales especializados. Entre otras razones, para que no puedan ser condicionadas por mayorías circunstanciales.
Convocar un referéndum sobre la independencia de Cataluña desborda las atribuciones de su Gobierno y, en caso de duda, decide el Tribunal Constitucional. Esas son las reglas del juego, y cuando Mas dice que la consulta debe ser legal está aceptándolas.
La sentencia del Constitucional se presenta tópicamente como prueba de que las aspiraciones de los catalanes no caben en la Constitución. De un texto de 223 artículos, el tribunal anuló 14 y sometió a interpretación 27. Eso no es laminar el autogobierno. Y pocos especialistas cuestionan que tales artículos tuvieran tacha de inconstitucionalidad.
Lo que cuestionan es que pudiera recortarse un Estatuto ya refrendado por el pueblo. Tal vez debería legislarse de forma que eso no sea posible en el futuro, pero ello obligaría a incluir ciertas garantías respecto a su tramitación. Deberá reconocerse que la última palabra corresponde al censo catalán, pero la participación de las Cortes en su aprobación no podrá estar condicionada por limitaciones como las pactadas por Zapatero y Mas en 2006 respecto a las enmiendas.
En su libro sobre los tópicos, Aurelio Arteta les atribuye como función primera la de “acomodarnos al grupo, vestirnos a la moda verbal del momento, volvernos normales”.
En una carta al director publicada en La Vanguardia en abril pasado, objeto de un admirable comentario de la escritora Laura Freixas en ese mismo diario, un lector decía a propósito de la Diada masiva del año anterior, cuyo recuerdo le ponía "pell de gallina", que, a la vista de que los participantes en la misma eran "gente normal", se preguntaba “qué son, qué quieren los que están en contra”.
La escritora concluía su comentario diciendo que lo que a ella le ponía la piel de gallina era que "la incapacidad de entender a quienes piensan diferente llegue al extremo de poner en duda su normalidad". Desde Quevedo circulan en España tópicos ofensivos para los catalanes, pero muchos de ellos imitan ahora a sus ofensores.
fuentes http://politica.elpais.com/politica/2014/09/24/actualidad/1411581214_287382.html

Gestos

Las circunstancias del proceso soberanista catalán son propicias a la crispación, al auge de los patriotismos contrapuestos, a los gestos y proclamas solemnes de unos y a las huecas amenazas de otros. Por el momento, la novísima ley de consultas emanada del Parlament es plenamente legal, aunque jurídicamente su constitucionalidad es discutible. Recuérdese que el dictamen del Consell de Garantíes de 19 de agosto decidió su constitucionalidad solamente por cinco votos contra cuatro.
Las decisiones del Govern al amparo de esta ley igualmente serán legales mientras no se suspenda cautelar y retroactivamente en cuanto Rajoy la recurra ante el Tribunal Constitucional. Solo será nula si lo declara definitivamente este Tribunal.
No tienen razón los que exigen la inmediata interrupción del proceso a partir de su convicción de que es esencialmente ilegal. La ilegalidad solo la declaran los tribunales. Ante ellos pueden ser recurridas las declaraciones, leyes y decisiones del Parlament y del Govern de Cataluña. Las amenazas penales que acompañan a aquellas exigencias solo sirven para mantener abierta la escalada gesticulante, pero son inútiles por ineficaces.
Para los alcaldes, funcionarios y otros participantes en la realización de la consulta la amenaza penal no es hueca, es real
La primera amenaza hueca contra la ley de consultas y la convocatoria subsiguiente fue la del ministro de Asuntos Exteriores (¿no hay mejor ministro para hablar del conflicto catalán que el encargado de los asuntos extranjeros?) A pregunta de un periodista insinuó que cabría la suspensión de la autonomía de Cataluña, aplicando el artículo 155 de la Constitución.
El artículo 155 no permite tal estropicio. Solo dice que en casos extremos de incumplimiento de las leyes por una comunidad autónoma, el Gobierno de España “podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquella al cumplimiento forzoso”, y que “podrá dar instrucciones a todas las autoridades de la comunidad autónoma”, pero única y exclusivamente para el cumplimiento de tales medidas. No dice cuáles son esas medidas, pero en ningún caso sería la disolución, porque no está prevista en la Constitución ni siquiera en los supuestos de declaración del estado de excepción o sitio. Ni con tanques sería legal la suspensión.
Como la suspensión no era posible, cuando el lehendakari Ibarreche, en 2003, pretendió convocar un referendum consultivo, Aznar modificó el Código Penal. El ministro de Justicia Michavila, ayudado por su Secretario de Estado Rafael Catalá Polo, improvisó una reforma castigando esa concreta pretensión con pena de prisión de tres a cinco años e inhabilitación para el cargo. La consulta no fue posible, y meses después Zapatero derogó aquel desmesurado y amenazador artículo. Rajoy carece, por ello, de armas penales eficaces, con amenaza de prisión.
Así pues, las previsiones penales actuales son limitadas. Descartada la estrafalaria hipótesis del delito de sedición, el fiscal general solo podría querellarse por prevaricación y desobediencia contra el president o quizás contra todo el Govern ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, porque son aforados. Las penas correspondientes a esos delitos no son de prisión sino de inhabilitación, de modo que ni siquiera en la peor de las pesadillas cabría la prisión preventiva.
Tampoco cabría la inhabilitación preventiva, porque no está prevista en nuestra ley procesal ni está permitida en el artículo 67 del Estatut. Por lo tanto, aun estando inculpados, no sería posible suspender al presidentni al Govern hasta que recayera sentencia condenatoria firme y definitiva, tras un larguísimo proceso en el Tribunal Superior, con sus recursos ante el Tribunal Supremo y el Constitucional. Serían meses o años de insostenible conflicto jurídico y político. No es probable que a Rajoy le convenga.
Sin embargo, para los alcaldes, funcionarios y otros participantes en la realización de la consulta (miembros de las mesas electorales, interventores, titulares de los locales electorales etc.) la amenaza penal no es hueca, es real. Recuérdese que el fiscal general convocó a los fiscales provinciales de Cataluña, sin duda para impartirles instrucciones sobre su actuación en sus respectivos territorios, donde se realizarían, en cada localidad, aquellas actividades de participación en la consulta. Esos alcaldes, funcionarios y participantes no son aforados. Ellos sí tendrían sus juicios rápidos, sus condenas, sus inhabilitaciones. No es previsible su autoinmolación generalizada. Y sin su participación total no habrá consulta efectiva.
El president lo sabe, pero necesita seguir escenificando su escalada de solemnes proclamas. No arriesga mucho. Aunque le condenaran, su futuro personal no sería preocupante, vista la eficacia de las puertas giratorias. Podría retirarse con la aureola de líder “perseguido por Madrid” que Pujol acaba de perder. Y para su organización política sería un milagroso reflote electoral, silenciados de esta forma los sufrimientos de los recortes, y el bochorno de las corrupciones.
José Maria Mena fue fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
fuentes  http://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/09/26/catalunya/1411757561_492365.html


La sombra de Cataluña

Con la firma este sábado de la ley de consultas aprobada por el Parlamento de Cataluña, en virtud de la cual Artur Mas da la salida a la etapa final del conflicto, se pone en marcha una secuencia cuyos primeros episodios se encuentran escritos de antemano: búsqueda de una máxima repercusión mediática al acto, reunión del Consejo de Ministros (previo informe del Consejo de Estado), impugnación por aquél de la ley catalana y suspensión inmediata de la misma con la admisión a trámite por el Tribunal Constitucional. En el recorrido, sin duda, habrá alguna sorpresa, tal vez en el Consejo de Estado, pero, por lo demás, esta parte del futuro no ofrece dudas.
Se invierten así los puestos en la carrera por la independencia que en los años noventa autorizaba a Xabier Arzalluz a mirar por encima del hombro a los catalanes. Ahora, el PNV se encuentra en la difícil posición, al menos en lo que concierne al lehendakari Urkullu y a sus seguidores en el partido, obligados a plantear una reivindicación que, sin llegar al extremo de la catalanista, les avale en su pretensión de ser los verdaderos portavoces de la nación vasca. Tienen además ahí a Bildu, que, frente a la solución intermedia propugnada por Urkullu ante el Parlamento vasco, les recuerda que el objetivo debe ser la autodeterminación. Paralelamente, allí donde ejercen el poder, como en San Sebastián, más que de debates sobre cuestiones generales, Bildu se entrega a la tarea —por el momento bloqueada— de imponer la separación simbólica, con la designación en euskera (léase con desaparición del castellano) de todas las calles de la ciudad. Así, el independentismo no avanza, pero los vascos se encuentran sumidos en un extraño imaginario, donde la televisión anuncia atascos de los veraneantes franceses en el paso a Iparralde (léase Francia) o las señales anuncian que de Gipuzkoa se va a un lugar llamado Lapurdi, que dejó de existir hacia 1790. Como entretenimiento no está mal.
El callejón sin salida se refleja en el llamamiento de Urkullu a un nuevo pacto con el Estado. Es un planteamiento neoforalista, que da por supuesto que con la actualización de los Derechos Históricos se llegaría a una "soberanía compartida", cuyos contornos todavía no define; única fórmula a su juicio de responder a "la identidad nacional vasca". Como siempre, la pobre Constitución está para ser vulnerada, según el principio de que la ley ha de ceder ante la voluntad popular, una vez que ha cumplido su papel de avalar los famosos Derechos Históricos (sin recordar que la actualización de estos ha de ser intraconstitucional), en abierto rechazo de "la concepción estatalista fagocitadora". Y, al fondo, la consulta “sobre nuestra vertebración política". Nunca patriotismo autonómico.
fuentes http://politica.elpais.com/politica/2014/09/26/actualidad/1411756461_937179.html


Rajoy en China

El martes pasado se abrieron los cielos, se movió la tierra bajo nuestros pies, había en el aire un olor a fin de los tiempos. Así las cosas, quien esto escribe se asomó a la terraza de la Cadena Ser para ver si Dios le guiñaba el célebre ojo. No puedo decir que lo viera, pero les aseguro que lo presentí. Saqué unas fotos al buen tuntún de los tejados de Madrid y cuando las vi por la noche a la luz de mi ordenador me pareció que ni John Ford podía haber colocado las nubes de manera tan poética. El martes, amigos, España tembló. Y no digo nada cuando entré en los estudios de la radio. Cuando entré en los estudios aquello ya fue el acabose. Del periodista talludo a la atribulada becaria no había quien no sintiera el corazón acelerado. Y era esta una escena que se repetía, con igual intensidad, en cada uno de los estudios de cada una de las emisoras a todo lo largo y ancho del mapa autonómico. Yo me sentí como en medio, como molestando, como ese burro que en mitad de la batalla está que no sabe para dónde tirar. Siempre me pasa, cuando me hallo en el epicentro de una emoción colectiva siento que no estoy a la altura de tanta algarabía.
Había dimitido un ministro.
Había dimitido un ministro y se comprende que, ante la falta de costumbre, el pueblo se altera. Y más los periodistas, que resignados como están a roer interminablemente el hueso de asuntos que no alcanzan nunca un desenlace, cuando se encuentran ante la evidencia de que ha pasado algo, un rey ha abdicado o un ministro dimitido, se ponen como el perro al que, por fin, se le da algo de chicha.
Me atrevería a decir, no sin tristeza, que lo habitual ha acabado siendo anunciar cada semana un nuevo caso de corrupción o un error político garrafal y lo excepcional que alguien pague o dimita por ello. Pero el caso es que ha habido un tipo que dimitió y hemos pasado la semana analizando tan singular suceso. Lo hemos exprimido ante el público, en debates y artículos, y también en esos sanedrines en los que cuchichea gente que sabe y no cuenta. ¿Mi conclusión considerando lo oído aquí y allá? Pues lamento decirles que para mí Gallardón es un enigma, y quien diga que entiende a este hombre peculiar miente. Miente con toda su boca, miente con todos sus dientes, como rezaban los versos. Existe la explicación ideológica de aquellos que afirman que el ministro actuó según sus convicciones ultraconservadoras. Desde luego, no seré yo quien diga que no posee el hombre esas convicciones, de hecho, las ha estado defendiendo con pasión desde que se hizo cargo de su cartera, pero hace ya tiempo que pienso que la ideología no es una explicación absoluta del comportamiento humano. Hay veces en que sólo es la consecuencia de pulsiones internas. No hay ideología que nos prive a los seres humanos de las pasiones shakesperianas. La ambición y el poder son motores más fuertes que el sesgo político. En mi opinión, este ministro que dimitió en el país en el que nadie dimite se ha venido caracterizando en su errática y con exceso pasional carrera por no saber manejar una ambición, sin duda sobresaliente, con inteligencia. Nunca dio la impresión de estar en el lugar que creía a su altura, ni siendo alcalde ni siendo presidente de una comunidad.
Lo habitual es anunciar un nuevo caso de corrupción y lo excepcional que alguien pague o dimita por ello
Cuando ostentaba esos cargos añoraba otros de mayor altura y desahogaba su insatisfacción con personas poco cercanas a él “ideológicamente”, las mismas que pensaron (ingenuamente) durante unos años que Gallardón sería quien encarnara una derecha a la europea. Su vida política ha sido una queja continua, un amago de dimisión, una aspiración frustrada. Cuando llegó al Gobierno quiso prosperar haciéndose querer por el sector más integrista, no ya del partido, sino de la sociedad. Y resultó que era menor de lo que Gallardón pensaba. ¿Lo hizo por pura convicción o por un mal cálculo? Hay cosas que nunca sabremos, pero la ambición desbocada es mala consejera y conduce a quien la padece a cometer tremendas torpezas. Tampoco podremos saber cuánto se le animó en los despachos a enfangarse en la reforma del aborto: es habitual que cuando en los partidos algo huele a fracaso se provoque una desbandada que busca aislar a quien debe asumirlo en su totalidad. Cuando el exministro hizo pública su pretensión de reforma de la ley del aborto, escribí un artículo que se llamaba “¿Por qué, Gallardón?”. No entendía su empeño en ir contra la lógica de los tiempos. Hoy, podría titular de igual manera esta columna. Su proceder durante estos años se me escapa. Sólo un carácter empecinado, tan soberbio como para no olerse el error, pudo implicarse en semejante proceso. Esa ley del aborto no cuadraba con las españolas de hoy y había que ser muy ciego o muy ignorante para no darse cuenta.
No sabremos quién lo apoyó, quién le jaleó en secreto, quién le prometió qué, quién negoció en la sombra con la libertad de las mujeres, a cambió de qué se le animó a esta reforma para cortarle luego la cabeza. Por mucho que escuchen teorías de insignes expertos, háganme caso, tanto el personaje como su entorno son un enigma. Y, desde luego, si hay alguien de quien no se puede esperar una explicación racional de esta crisis es del presidente Rajoy, que como suele ocurrir cuando algo tiembla, estaba en China. 
fuentes http://elpais.com/elpais/2014/09/26/opinion/1411745958_458600.html