sábado, 26 de enero de 2013

Adonde el dinero va


Hace muchos años, ¿veinticinco?, cuando un grupo de jóvenes, escandalosos, alegres e izquierdosos periodistas comenzamos nuestra carrera laboral en una de aquellas emisoras del Movimiento (Nacional, se entiende) asumimos de inmediato que gozábamos del derecho a hacer uso de las instalaciones y el material que se nos proporcionaba tal cual nos viniera en gana. Tengo que decir que la dirección se acoplaba a nuestra juvenil manera de entender los bienes públicos y dejaba ¡en nuestras manos! el dinero correspondiente a las comidas y gastos de producción. Fueron buenos tiempos para la lírica, al contrario de lo que decía la canción, porque comíamos menú con postre y carajillo en los modestos restaurantes de la calle de Huertas, prolongábamos las sobremesas, subíamos luego a la redacción por si nos quedaba alguna llamada para el programa del día siguiente, y de paso hacíamos una llamadilla a la familia y a algunos amigos que estaban lejos. Entonces se tenía muy en cuenta el coste de las conferencias. Al marcharnos a casa nos llevábamos unos cuantos folios o lo que encartara de material “profesional”. Lejos de mí la intención de afirmar que éramos una panda de aprovechados, porque estábamos convencidos de que el Estado era un ente sin fondo al que no solo podíamos esquilmar sino que debíamos hacerlo, como parte de nuestro proverbial desprecio al sistema. Recuerdo que un día, un compañero que tenía por costumbre tocarnos las pelotas tuvo la osadía de criticar ese comportamiento que de tan general que era no considerábamos recriminable. Dividió el mundo en chorizos y choricillos,y a nosotros, a esa redacción en la que convivíamos viejos funcionarios y colaboradores airados, nos metió en el segundo saco. Qué indignación provocó. Ahora la definiría como una indignación escolar, entonces me parecía indignación ideológica, fundamentada en algo que no hubiera sido capaz de sostener más allá de cuatro frases copiadas de otro. Por fortuna, siempre había un experto en adaptar nuestra modesta rapacería a un ideario noble.
 Con los años, con la experiencia de esos veinticinco años laborales, el juicio de valor de aquel compañero puritano, o tocapelotas, no se ha ido de mi cabeza (la memoria jamás se libra de un pellizco de monja) y he pensado en muchas ocasiones que aquella generación mía —dividida hoy entre los que están en el paro para siempre, los asfixiados en el trabajo, o los que están en el poder— se educó en el absoluto desprecio a lo público. Desprecio en el sentido de dar por garantizada su pura existencia. Y ocurre que cuando leo esos golpes de pecho, a modo de columna o de declaración pública, sobre la corrupción en la vida española como si esto que nos está pasando hubiera sido algo así como un brote infeccioso localizado exclusivamente en la clase política española me entran ganas de preguntar en qué país de ciegos hemos estado viviendo.
No es igual un choricillo que un chorizo o que esa ristra de chorizos que está apareciendo ahora que se está tirando del hilo que los unía a todos, pero hay que admitir que hemos contribuido a este disparate en la medida en que no hemos sabido detectar el mal uso del dinero en manos de ladrones o pícaros. Tal vez no sean exactamente corruptos aquellos que han trapaceado en la Administración para colocar a sus amigos o familiares. Puede que no sea exactamente corrupto un intelectual que al mismo tiempo que se define como adalid de la moral pública intriga para que los premios o los honores que concede el Estado se los lleven los de su cuerda.
Hay comportamientos que aun sin ser delictivos delatan qué grado de honradez colectiva gozamos; aunque la palabra “amiguismo” ha quedado en desuso y sepultada por las cuentas en Suiza, pagos ilícitos, empresas fantasma, ONG con ánimo de lucro y un baile de sobresueldos secretos, es posible que haya que aprender desde cero cuál es el camino que debe recorrer el dinero desde que lo entregamos al Estado en forma de impuestos hasta que ese dinero se invierte en el bienestar ciudadano. ¿No había otra manera, por ejemplo, de aventurarse en la invención de una falsa columnista, hablo de la tal Amy Martin (buen seudónimo), que poniéndola a colaborar en una fundación del PSOE que recibe importantes subvenciones del Estado? A los que escribimos, a muchos, nos tienta la idea de deshacernos de un nombre ya manido y empezar de cero, pero ¿por qué no hacerlo en el género negro, en el verde, en el rosa, en el género rojo-rosa en vez de en el género de la subvención? Cobrar 3.000 euros por pieza no es poca cosa en tiempos en que no hay columnista al que no se le haya recortado el sueldo, una o varias veces. Todos quisiéramos ser Amy Martin, pero no hay empresa privada que pueda contratar a tan cotizada colaboradora. Muy a menudo llegan al buzón solicitudes de periodistas valientes que han montado una revista y te escriben pidiéndote una colaboración. Debajo de la despedida, incluyen la ya inevitable postdata: “No podemos pagarte, pero estamos empezando y tu firma sería para nosotros…”.
Ahora que no hay dinero estamos aprendiendo a pedir cuentas a los que las administran. Si antes no lo hicimos es porque entendíamos que el dinero de Estado no valía tanto como el que nosotros teníamos en los bolsillos.
fuentes http://elpais.com

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