martes, 27 de agosto de 2013

Revoluciones en red

Los ciudadanos reclaman en todo el mundo un cambio del modelo económico y político; lanzan mensajes con sus demandas a través de nuevas plataformas; y urgen un cambio en el ecosistema de los medios de comunicación.
En Madrid las personas congregadas en la puerta del Sol desde los primeros momentos del #15M clamaban contra los medios tradicionales que, a su modo de ver, no estaban destacando lo que sucedía en las calles. Sol se había llenado de manera inesperada para los políticos, la policía y… muchos periodistas.
Mientras que las protestas de la capital española ocupaban espacio en los informativos de los principales sitios web y televisiones tradicionales extranjeras, los medios locales apenas hacían ligeras menciones sobre aquel fenómeno que aparecía de improviso ante sus ojos y que incluso fue recibido por muchos comunicadores con aspereza.
Sin embargo el movimiento consiguió una gran repercusión pública sin que, en general, hubieran funcionado los mecanismos de mediación comunicacional convencionales. Las antiguas élites que estaban siendo acusadas (políticos, sindicatos, medios), los organizadores, y las nuevas masas que protestaban así como la propia población general se empezaron a enterar de lo que pasaba en un 82% por las redes sociales frente a un 33% por la tele o un 23% por la prensa, según datos del análisis Tecnopolítica y 15M.
El mecanismo viejo de transmisión de mensajes y movilización social no se había comportado como siempre, pero el efecto de lo nuevo mezclado con lo viejo era muy superior.
En las primaveras árabes los movimientos sociales habían pasado también desapercibidos para las agencias de prensa y los observadores internacionales hasta el estallido final. Los primeros y más recientes ecos de las manifestaciones apartidistas en São Paulo y resto de ciudades brasileñas solo fueron recogidos al principio por la prensa local e internacional como simples “protestas por las tarifas del transporte público”.
Los políticos están descolocados en un mundo que les cuesta comprender
En Turquía ha pasado lo mismo y las masas de indignados dieron la espalda a los políticos al igual que a los medios de toda la vida: ninguno les había anticipado nada de lo que se avecinaba. La gente a falta de periodismo independiente se ha puesto a tuitear. El terreno está abonado con el hartazgo social y por el silencio cómplice de diarios, radios y televisiones con la corrupción política.
Hace pocos días leíamos en este periódico: “Al concluir la protesta, el Movimiento por el Pase Libre de São Paulo emitió un comunicado en Facebook, su gran medio de difusión, donde decía (…)”. El gran medio de difusión de los brasileños no es la poderosa Globo TV, ni el popular diario Folha de Sao Paulo, es Facebook, una red social global.
Los indignados (en una gran parte las clases medias) han venido tomando esas redes como los nuevos medios de comunicación y difusión de ideas y actividades, a la vez que desarrollan una hostil actitud hacia buena parte del colectivo de la prensa convencional, al que acusan de, como mínimo, connivencia con el poder económico y político del cual emana la situación de crisis contemporánea. En México el importante movimiento #yosoy132 se inició como contestación a la supuesta imposición mediática del candidato Peña Nieto y su primer punto reivindicativo pide la democratización y transformación de los medios.
Históricamente en cada cambio político importante algún nuevo medio de comunicación había acompañado y crecido con la nueva élite emergente que luchaba por conseguir el poder. Siempre había una radio, un periódico hermanado de algún modo con las masas reformistas o revolucionarias. Hoy ese papel apenas es asumido por algunos periodistas individuales, pequeños medios digitales, redes de blogs o incluso antiguos y nuevos foros utilizados como catacumbas en las que se preparan y discuten estrategias políticas. Las cabeceras tradicionales están en gran parte ausentes.
La labor de watchdog (vigilantes del poder) que tradicionalmente se atribuyó a los periodistas ha desaparecido del imaginario de los lectores. No hay alli lugar más que para un puñado de periodistas que aguantan como pueden su imagen de independientes, y ahora a ellos se suman blogueros, tuiteros o redes de opinión colectiva en la que no se distinguen con claridad las voces más significadas porque cada día hay oportunidad para una nueva. Un problema incluso de interlocución para el poder tradicional que no sabe con quién tiene que hablar, con quién puede negociar, a quién intentar sobornar ya que no hay líderes. Las aristocracias políticas y financieras están inquietas. Lo anticipan las letras de grupos de punk rap como Los Chikos del Maíz en su canción El miedo va a cambiar de bando. Ahora es el rap y no el rock la música de la reivindicación.
¿Qué papel pueden tener los medios si están ausentes de las vidas de las personas?
El papel de foro de la opinión pública y la democracia está siendo arrebatado a los pseudo-parlamentos de tubos catódicos y los escaños de papel impreso por las nuevas élites conectadas que se empiezan a configurar y que llevan a la calle y a las redes la discusión política, en un nuevo espacio con tremendas resonancias a bits e incomprendido por las élites antiguas, desplazadas por una marea que en cada sitio adopta un color y una red social de cabecera. Políticos, pero también periodistas, se sienten descolocados en un mundo que les cuesta comprender. Ya lo anticipó Barlow en su Declaración de Independencia del Ciberespacio en 1996: “Gobiernos… no sois bienvenidos entre nosotros. No ejercéis ninguna soberanía sobre el lugar donde nos reunimos (la Red)”
Una idea antes podía ser transcrita con tinta en un papel, ser un titular, o la cubierta de un manifiesto; hoy pasa a convertirse en software y a formar parte de un nuevo mecanismo en el que la colectividad es capaz de mejorarla, moverla y discutirla a una velocidad que hubiera sorprendido a Antonio Gramsci, pensador comunista cuyas ideas sobre la lucha entre élites parecen hoy, muchas décadas después de su muerte, tan actuales.
Erdogan, primer ministro turco, hacía referencia a esta preocupación: “Hay un problema que se llama Twitter. Allí se difunden mentiras absolutas”. Una declaración que resume el sentir de muchos políticos, intelectuales…y periodistas. Hace años el punto de mira, el enemigo, en situaciones similares hubieran sido los medios de comunicación, ahora son las redes sociales, lo digital, porque tienen parte del papel que anteriormente tuvo la prensa; la opinión pública gravita sobre ellos, como si fueran una corriente, un caudal. Y los medios, sin negar el papel que siguen desempeñando en ocasiones, ven como parte de su posición social ha menguado, está siendo también desplazada. Sus propios trabajadores se acaban de manifestar en Estambul contra el autoritarismo del gobierno y la autocensura de las cabeceras para las que escriben.
El usuario de Twitter @Paktin sentenciaba: “Los medios turcos demostraron que ninguno es suficientemente valiente para hacer las noticias de hoy. La historia se está escribiendo a través de los medios sociales”.
La prensa lleva años debatiendo cuál es su nuevo modelo de negocio, incluso algunos se atreven a plantear una imprescindible transformación de producto más allá de las obvias metamorfosis a las que obliga el multimedia. La compra del Washington Post por Jeff Bezos no hace sino agitar esta polémica. Pero… y si la cuestión básica fuera ¿qué papel reclama la sociedad para los medios cuando se enfada con ellos por estar ausentes de sus cambios, de su vida? Contestando a esta última pregunta seguro que se halla la respuesta a las anteriores.
Mario Tascón y Yolanda Quintana son autores del libro Ciberactivismo: las nuevas revoluciones de las multitudes conectadas.fuenteshttp://elpais.com/elpais/2013/07/30/opinion/1375192019_870036.html

Tiempo de esperpento

Hace algo más de 20 años publiqué un artículo de prensa sobre Velázquez. Había en aquel momento en el Museo del Prado una exposición antológica a la que viajaban decenas de miles de jóvenes de toda España, dispuestos a hacer seis o siete horas de cola en la calle para ver los retratos del pintor sevillano, como hice yo mismo con mi joven e ilusionada compañera de entonces. El inusitado interés por la pintura de Diego Velázquez era sugerente y parecía expresar una emergente sensibilidad social. Fijado en el momento, quise ver en el aprecio popular de sus pinturas un nuevo gusto por un enfoque comprometido con el rigor y la precisión. En el estilo de Velázquez ya no había desgarros, crudeza ni apenas insistencia, sino lucidez, amplia perspectiva y atención al detalle. Sus obras eran el resultado de un trabajo continuado sin urgencias. España había entrado hacía poco en la Unión Europea y muchos sentíamos que había dejado definitivamente atrás la amenaza permanente de desastre, la precariedad institucional y la incertidumbre como país.
Con formidable actualidad renovada en la España de la época, Velázquez nos mostraba gobernantes arrogantes y altaneros, diplomáticos galantes, burócratas desafiantes, bufones y enanos de inquietante desparpajo. Los escenarios del poder aparecían fríos e implacables, mientras que sus actores se mostraban bastante complacidos y seguros de sí mismos. Tras la contemplación de la numerosa serie de personajes de la corte, perduraba flotando en la retina del espectador la presencia inaccesible y vigilante de los aparatos de gobierno, más allá de los cambios superficiales de ropaje. Al mismo tiempo, los episodios mitológicos quedaban reducidos a escenas cotidianas, por fin despojados de excesiva sacralidad. La serenidad y la clarividencia del pintor resultaban muy adecuadas para un periodo de estabilidad en el que parecía que, por fin, habría espacio para construir instituciones, grupos y normas sociales duraderos.
El Goya de la España actual es el del impacto directo, el de los caprichos criminales, los diparates chocantes y el esperpento cotidiano
Mi modesto artículo recibió algunos comentarios más de lo habitual, todos positivos. Era tiempo de Velázquez. Solo un par de amigos progresistas, muy entrenados en la crítica radical del orden establecido, me preguntaron si, a pesar de todo, el bueno no seguía siendo Goya. Más de dos decenios más tarde, no hay duda de que hemos regresado al tiempo del pintor aragonés. Pero yo diría que no al Goya resistente del fusilamiento heroico o del puñal arrabalero clavado desde el suelo al caballo del opresor. Ya casi ni siquiera hace falta el Goya de la familia de Carlos IV, ante la cual el espectador necesita unos segundos para cruzar la barrera protectora de las indumentarias y tropezar con la estulticia de las miradas. El Goya de la España actual es el del impacto directo, el de los caprichos criminales, los disparates chocantes y el esperpento cotidiano. Los típicos rasgos velazqueños, como el trazo fino y elegante, la apertura de espacios, la multiplicidad de dimensiones, el equilibrio de la composición, han sido sustituidos por el trazo grueso, los tonos oscuros, los grandes contrastes y las quiebras de estructura. Los retratos luminosos son reemplazados por los bosquejos negros y las pesadillas tremebundas.
Francisco de Goya, el afrancesado patriota, pintó en tiempos convulsos, de zozobra, catástrofe y desasosiego general. Hoy, como entonces, vuelven a deambular por la atribulada escena pública española, al modo de los dibujos goyescos, personajes deformes, farsantes ridículos, burros con traje, caníbales de tres al cuarto, algún monstruo repulsivo, romerías de desamparados que se arremolinan en busca de protección. Al mismo tiempo, un par de cabecillas desahuciados siguen librando a garrotazos su duelo fratricida, sin reparar en la cochambre que les rodea y ante un paisaje de fondo otra vez castizo y pintoresco.
El espectáculo grotesco que vemos cada día en el teatro de la vida colectiva española no parece ser el resultado de un espejo crítico que se empeña en deformar la realidad, exagerándola, sino que más bien transmite una imagen fidedigna de una realidad contrahecha. Da la impresión de que hoy no se lleva mucho el estilo pulcro y preciso ni abunda el gusto por el trabajo bien hecho al modo de Velázquez. Por el contrario, emerge otra vez lo deforme; es tiempo de burla, sátira y tragedia. Vuelve a ser tiempo de Goya. Y del esperpento de Valle-Inclán y el tremendismo de Cela. Seguramente también volverán los Buñuel, Berlanga y Almodóvar, si es que alguna vez se fueron del todo. De hecho, sus personajes más típicos ya están ocupando la escena principal.
Josep M. Colomer es profesor de investigación en el Instituto de Análisis Económico del CSIC.

Elogio del tópico

La opulencia social y económica es elegantemente displicente con los tópicos: nos sobra tanto de todo que los deploramos con el gesto altivo y deportivo de quien tiene mucho de mucho. Pero la opulencia económica y social se ha acabado y no he podido evitar acordarme de Manuel Vázquez Montalbán. Peor aún: no he podido evitar acordarme de algunos de sus tópicos fetiches, sus fósiles verbales, sus latiguillos ideológicos malsanamente repetidos una y otra vez. E increíblemente, con lo mucho que lamentamos tantos sus tantos tópicos, he echado de menos a alguien cuya sobrecarga de tópicos hoy tendría un aire oxigenante y una frescura insólita, retadora.
Uno de los que más le gustaban era que veces es necesario luchar por lo evidente. En su último artículo, Jürgen Habermas describía con libertad la cicatería política de Angela Merkel en relación con la Europa de los pobres (o más pobres que Alemania) y en el fondo en relación con Alemania misma como nación de ciudadanos. No sé si tiene razón, la verdad, pero el argumento sonaba muy bien: reclamaba el regreso a un programa político más justo y respetuoso con los ciudadanos de Europa y menos súbdito de los intereses del partido en el poder en Alemania, y lo hacía apelando a una situación de emergencia social, evidentísima, como mínimo, fuera de Alemania.
Pero suscribía la prevención que todo heredero activo del pensamiento ilustrado asume sin vacilar. Él se alegra, y nos alegramos los demás, de “vivir desde 1945 en un país que no necesita héroes”. La ilustración repudia los héroes, y nosotros también. De hecho, podemos alegrarnos de algunas otras cosas, como nos alegramos de vivir desde hace más de 70 años (y algunos solo la mitad) en Estados que entendieron que la socialdemocracia era una victoria relativa y muy poco heroica, sí, pero insustituible (además de heroica). Atenuaba en algunos casos, o desarbolaba en otros, las diferencias económicas y educativas, sociales y laborales heredadas.

Ser ciudadano europeo todavía significa vivir protegido como ningún otro ciudadano
Aunque el ascensor social funcione mejor que nunca en cualquier país europeo, sigue siendo verdad inconcusa que la posición económica asociada genética y culturalmente a la familia nativa es determinante como ninguna otra, en términos estadísticos, para prefigurar la calidad de vida que le espera a un ciudadano de Europa, haga la vida que haga y se dedique a lo que se dedique. Las clases sociales no han desaparecido ni cabe prever que vayan a desaparecer, tanto si la lucha de clases ha desaparecido como si no.
Ser ciudadano europeo todavía significa vivir protegido como ningún otro ciudadano de la historia de los avatares imprevisibles de las sociedades y los poderes económicos, las guerras, los odios tribales y nacionales y el puro azar. El Estado es una institución pensada precisamente para garantizar formas de estabilidad social a través de la continuidad histórica. La primera vía de acceso a la felicidad normal es la capacidad de prever y confiar en un futuro rutinario y no incierto o esclavo de la pura fortuna. Por eso la ausencia de héroes es una bendición de la modernidad (y de la posmodernidad).
Pero el artículo de Habermas dice otra cosa más. Aunque los individuos no hacen la historia, al menos no en circunstancias normales, “hay situaciones extraordinarias en las que la capacidad perceptiva y la fantasía, el valor y la disposición a asumir responsabilidades de los individuos marcan la diferencia en el curso de los acontecimientos”. Ya sé que es evidente, pero a veces da gusto repetir lo evidente para salir de la nube narcótica de impotencia y resignación. La socialdemocracia nació para mitigar sin rupturas ni traumatismos sociales la evidencia asumida desde el marxismo, sin que sea necesario ser marxista, de las desigualdades profundas en las que nacen los sujetos.

Nada de héroes: ideólogos, e ideólogos
sin miedo a la palabra
Y esa es una diferencia de clase en el sentido duro, fuerte, de la palabra. La socialdemocracia ha perdido empuje y convicción en buena parte por ser víctima de la misma opulencia que hoy se volatiliza a marchas forzadas en los países no sé si latinos o mediterráneos, pero desde luego más pobres. Hoy parece noqueada por la evidencia del fin del sueño conquistado y casi parece dudar de la misma conquista de aquel sueño, que fue un Estado de bienestar capaz de contener a los poderes económicos y de clase.
Las clases existen, y existen de forma hoy, de nuevo, violenta, coercitiva, restrictiva y por tanto hoy de nuevo el Estado es la única y mejor garantía de contención de la desigualdad de la naturaleza (en la cual incluyo como predador mayor al propio hombre, como es natural). Nada de héroes: ideólogos, e ideólogos sin miedo a la palabra ni a la asociación turbia y derogatoria que se han ganado a pulso a lo largo del siglo XX. El ideólogo no es necesaria y fatalmente un villano incendiario ni un enloquecido dogmático y despótico, sino alguien que aporta análisis de fondo a problemas de fondo y respuestas de forma a problemas de forma. Y el escarmiento salvaje del siglo XX aporta lo suyo, por fortuna, que es no estar demasiado seguro ni de sus respuestas ni de sus preguntas, pero a cambio de que no se las calle por vergüenza, por conveniencia o por faltar al buen tono del-fin-de-las-ideologías.
La socialdemocracia tiene respuestas clásicas a problemas clásicos, y elevar a categoría de clásica una respuesta y una pregunta no es hacerlas ineficientes o rancias, sino todo lo contrario: es hacerlas vivas y actuales para otros tiempos y otras gentes. Contra la mala conciencia de los tópicos, albricias, volvamos a los tópicos y uno rotundo: el Estado como institución equilibradora es el instrumento más poderoso de los pobres de nacimiento y desde el nacimiento frente al uso del Estado como explotación intensiva de los ricos de nacimiento y desde el nacimiento. No todos ni en todos los casos, desde luego, pero eso ya escapa al tópico y, de momento, por mi parte, me basta con el tontísimo tópico de que sí, existen las derechas y las izquierdas.
Jordi Gracia es profesor y ensayista.

Las exigencias de las nuevas clases medias

Desde que, hace cinco años, comenzó la crisis financiera, las potencias mundiales tradicionales y establecidas se esfuerzan, en medio de grandes dificultades, en recobrar la confianza. No obstante, el hecho de que se haya agravado la polarización política en Washington no puede impedirnos ver los indicios, cada vez más numerosos, de que la economía estadounidense está fortaleciéndose. Por su parte, los líderes europeos están aprovechando la crisis de la eurozona para empezar a examinar todas las leyes que configuran el diseño de la unión monetaria, y es de prever que el continente saldrá reforzado en los próximos años. Japón ha avanzado considerablemente hacia la recuperación después del triple desastre que sufrió en 2011, y la Abenomics, el conjunto de planes que forman la estrategia del primer ministro Shinzo Abe para impulsar la economía japonesa, ha comenzado su andadura con buen pie.
Ahora, los mayores peligros que se ciernen sobre la economía mundial están en los países del mercado emergente (ME), precisamente los que tanto dinamismo y tanta esperanza han inyectado al mundo entero durante los últimos años: China, India, Brasil, Turquía y otros. En todos ellos, el crecimiento ha sufrido una desaceleración en los últimos tiempos. Y las masivas protestas desarrolladas hace unos meses en Brasil y Turquía son un recordatorio de que hasta los más prometedores de los países emergentes siguen siendo mucho más impredecibles que sus homólogos del mundo desarrollado.
En ciertos aspectos, los Gobiernos de los países del ME son víctimas de su propio éxito. Desde el comienzo del siglo, el auge experimentado tanto en el sector de las materias primas como en el del crédito alimentó la rápida expansión de los mercados emergentes más dinámicos y contribuyó a sacar a decenas de millones de personas de la pobreza para incorporarlas a las clases medias, un fenómeno que se tradujo en los correspondientes beneficios para la popularidad de los partidos gobernantes en esos países y sus dirigentes. Lo malo fue que esa expansión hizo que las autoridades se sintieran menos obligadas a poner en marcha reformas ambiciosas y les dio margen para gastar más dinero del que debían con el fin de promover el crecimiento a corto plazo y fomentar su propia popularidad, así como para hacer extravagantes promesas sobre gastos aún mayores en el futuro.
El acceso a las nuevas tecnologías les facilita protestar contra los políticos
Por si eso fuera poco, en algunos países, el hecho de contar con unos ingresos constantes de dinero dio a los máximos responsables la capacidad de incrementar el apoyo a las empresas de propiedad estatal y a las grandes entidades económicas nacionales de su preferencia, mientras que empezaban a retirar las concesiones que se habían hecho a empresas extranjeras en periodos anteriores de debilidad económica. Esta tendencia es hoy muy visible en China y Rusia, pero existe también en democracias como Brasil, Indonesia e India.
Sin embargo, ahora resulta que el crecimiento se ha frenado en la mayoría de los países del ME, y las autoridades se encuentran con una clase media que tiene unas expectativas más altas, creadas por ese éxito, al mismo tiempo que las perspectivas económicas más modestas y los sacrificios económicos más duros que han conocido desde hace muchos años. Los detonantes de las protestas que hemos presenciado en Turquía y Brasil fueron problemas locales —la agresiva respuesta de la policía a las manifestaciones contra el plan para derribar una arboleda de sicómoros en el centro de Estambul y un aumento relativamente pequeño del precio del billete de los autobuses públicos en São Paulo—, pero los primeros disturbios desencadenaron una reacción mucho más amplia de unos ciudadanos que hoy sienten que tienen derecho a contar con un Gobierno más responsable y que rinda cuentas, y unos servicios públicos de mayor calidad. Una parte considerable de los manifestantes que llenaron las calles de las ciudades en ambos países consistió en miembros de esas clases medias que tanto han crecido en los últimos años.
Estas personas a las que me refiero no tienen un poder adquisitivo comparable al de las clases medias de otros países más ricos. De acuerdo con los criterios de la OCDE, en los países del ME, la pertenencia a la clase media consiste en tener unos ingresos familiares de entre 10 y 100 dólares diarios, en dólares de 2005. Pero la diferencia fundamental es que, mientras que las aspiraciones de los pobres siguen siendo asegurarse la subsistencia básica, un techo y un puesto de trabajo, las nuevas clases medias exigen mejores servicios, mejor sanidad y mejores oportunidades educativas para sus hijos, además de medidas para remediar la omnipresencia del crimen y la corrupción.
En los próximos años habrá mayor agitación en estos países
Los países en los que las clases medias han crecido más deprisa son especialmente vulnerables a las presiones derivadas de cambios sociales muy rápidos. Los países que han experimentado las mayores protestas de las clases medias en los últimos años —Argentina, Rusia, Chile, Turquía y Brasil— coinciden con este modelo.
A esto hay que añadir, en algunos países, la impaciencia con el comportamiento del partido en el poder. En China, el presidente Xi Jinping y el primer ministro Li Keqiang son rostros relativamente nuevos en un partido que gobierna desde hace 64 años. Ahora bien, en India, Manmohan Singh es primer ministro desde 2004, el Partido de los Trabajadores, que es el de la presidenta Dilma Rousseff, manda en Brasil desde 2003; Recep Tayyip Erdogan es primer ministro de Turquía también desde 2003, y qué decir de Vladímir Putin, que domina la política rusa desde el 2000. Todos ellos, Singh, Rousseff, Erdogan y Putin, son mucho menos populares hoy de lo que lo fueron en otros tiempos.
Además, la facilidad de acceso a las herramientas de comunicación modernas —Internet, smartphones y redes sociales— va a hacer la vida aún más difícil a los responsables políticos de estos países, a medida que a los frustrados ciudadanos les sea cada vez más sencillo compartir su indignación y organizar formas de protesta. En algunos países, los Gobiernos reaccionarán con intentos de desviar la furia de la población hacia otros objetivos. Hemos visto cómo sucedía, por ejemplo, en China, donde las autoridades han permitido que las manifestaciones y los boicots que se han organizado en contra de Japón y las empresas japonesas se acalorasen y se prolongasen más de lo normal, y lo han hecho para canalizar el resentimiento de la población, alejarlo de Pekín y conducirlo hacia objetivos extranjeros. El presidente ruso, Vladímir Putin, ha convertido la retórica antiamericana y antieuropea en una herramienta política de lo más previsible. Incluso el turco Erdogan ha empezado, en los últimos tiempos, a responsabilizar a las potencias extranjeras de los disturbios y el malestar político y social en su país.
Si tenemos en cuenta todos estos hechos, podemos prever que en los próximos años veremos aún más muestras de agitación en los países del mercado emergente, así como una disminución de los instrumentos a disposición de los Gobiernos para contenerlas.
Ian Bremmer es fundador y presidente de Eurasia Group, la principal empresa de investigación y consultoría sobre riesgos políticos en el mundo. Su último libro,Every Nation for Itself: Winners and Losers in a G-Zero World, detalla los peligros y las oportunidades en un mundo sin liderazgo global.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Regreso a Espriu

Cargada de laconismo e ironía, la obra del poeta catalán, del que se cumple el centenario de su nacimiento, está organizada en torno a un punto de partida: la precariedad lamentable de los seres humanos

Hace cuarenta años, cuando ya se habían disuelto los Beatles, los poemas de un libro de Salvador Espriu aparecido en 1960, La pell de brau,gozaron de cierta fama entre poetas y entendidos de la ciudad donde estudié, Granada. Yo, alumno de los cursos de catalán en la especialidad de Lingüística Románica, sentí poca afinidad hacia el libro de Espriu. El título, La piel de toro, me era antipático. A pesar del prestigio antifranquista de aquella poesía, la piel taurina me sonaba a la apoteótica y grotesca España de Franco, de la que tanto, paradójicamente, se había burlado el Espriu más sardónico. El tono me devolvía al problema de España, o a España como problema (Espriu hablaría del “complejo enigma peninsular”), una cuestión que sólo me provocaba deseos de ser piel roja y ese tedio cósmico que, según Josep Pla, había sentido el joven Espriu ante sus predecesores literarios.
Era como volver a la Generación del 98, no salir nunca de la “tristeEspanya”, de la Oda a Espanya (1898) de Joan Maragall, cuyo primer verso, “Escucha, España...”, enlazaba además con el final de uno de los poemas más cantados de La pell de brau: “Escucha, Sepharad: los hombres no pueden ser / si no son libres”. (Las traducciones del catalán son mías). Pero, una vez que entré en La piel..., la aversión coincidió con la simpatía hacia aquellas palabras. Casi acababa de descubrir la relación criminal entre el aburrimiento feroz de la ciudad de mi adolescencia y la brutalidad funcionarial franquista. Espriu decía haber escrito su libro “por si pudiera ayudar a alguien” y lo ofrecía “abierto a la esperanza de la gente honesta y de la juventud”, y yo encontré que proponía verdades atemporales, universales, es decir, históricas, de aquel momento. Si Maria-Aurèlia Capmany hablaba de “fulgor profético”, de “tono redentor y a veces amenazante”, Espriu recurría tanto a la seriedad sacerdotal como a una lógica de proverbio o dicho callejero. No era incoherente: tanto el refrán como la máxima son modalidades de la literatura moral.
“Que sepa Sepharad que nunca podremos ser si no somos libres. Y grite la voz de todo el pueblo: Amén”. El estilo oracular es el aliado natural de los proverbios populares, rimados y ritmados, pedagógicos, de teatrillo de títeres. Están hechos para ser memorizados y repetidos. “Si corres siempre dentro / de la noche de tu odio, / caballo loco Sepharad, / el látigo y la espada / te han de gobernar”. En la vieja Sepharad, piel de toro, “la piel hace de tambor, / percutido por las manos / del miedo” (“La pell fa de tambor / percudit per les mans / de la por”). Las fórmulas de Espriu cumplen, desde su misma disposición retórica, la regla esencial de la máxima y del proverbio: no tratan de persuadir, invitan al asentimiento o el rechazo inmediatos. A Espriu lo cantaban los cantantes en los escenarios españoles. Se transformó en un acontecimiento político.
Sigue la regla de la máxima y el proverbio: no trata de persuadir, invita al asentimiento o al rechazo inmediatos
Pero no había cambiado el punto de partida en torno al que se organiza toda la obra de Espriu: la precariedad lamentable de los seres humanos. Es lo que le da a su literatura su especial cordialidad, desde la primera novela, El doctor Rip, monólogo de un médico moribundo, cincuentón, escrito por un muchacho de diecisiete años. El moribundo se confesaba perseguido por el dolor, que le había destruido la vida y todas las esperanzas menos una: “La de una magnífica humanidad fuerte y buena, vencedora de las tinieblas”. El doctor hablaba ya como La pell de brau. Hacía sentir el aire de los primeros libros de poemas publicados,Cementiri de Sinera, Les hores y Mrs. Death, con su precisión musical y sensorial, con su fragilidad contundente, lapidaria.
Espriu entendía su literatura como una meditación de la muerte, expresión que Baltasar Gracián usó en El discreto para definir la filosofía. De la meditación sobre la muerte surge en La pell de brau el lamento por el crimen de la guerra entre hermanos y la petición a los contrincantes de que se den unos a otros la limosna del perdón. Aquella poesía política o, como decía Espriu, de intención civil, sólo se proponía como meditación personal, ayuda quizá para que el lector o el auditorio hiciera sus propias reflexiones. Y quizá cumpliera su propósito, y aún lo cumpla hoy: “Diré la verdad, sin reposo, / por el honor de servir, por debajo de todos. / Detestemos los grandes vientres, las grandes palabras, / la indecente jactancia del dinero, / las cartas mal dadas de la suerte, / el humo espeso de incienso al poderoso”.
Éstos eran los libros que Salvador Espriu recomendaba para pasar “esta triste vida” (la de 1952): el Eclesiastés, las Cartas a Lucilio, la Divina ComediaEl príncipe, el Discurso del método, el Quijote, El discreto, las novelas de policías y ladrones. Prescindía de la literatura de moda en su tiempo, “gritos existencialistas y otras ineducadas expansiones”, aunque algún catalogador literario podría acercar a la casilla existencialista El doctor Rip, la novela aparecida en 1930, ocho años antes que La nausea sartriana. La definición que Salvador Espriu dio de sí mismo como escritor me parece muy estimulante: “Soy un trapero de la estúpida y dolorosa hora del desbarajuste, del estropicio, y ayudo a recoger las migajas y los pedazos”.
Aquella poesía política, o como decía él, de intención civil, sólo se proponía como meditación personal
Quizá el rasgo esencial de Espriu sea la unión entre su “tensa calidad lacónica”, como dijo una vez Manuel Sacristán, y su capacidad para la ironía de tertulia, la irrisión solemne o la solemnidad irrisoria. En Ariadna en el laberinto grotesco, unas prosas de 1935, de cuando Espriu tenía veinte años (mi edad cuando descubrí La pell de brau), antes de ser Sepharad, “país áspero y seco, lleno de sangre”, la piel de toro fue un país llamado Kolinosia, de historia gloriosa y decadencia inagotable. Como los más malos de nuestros mayores hacia 1970, sus habitantes “son envidiosos, trapaceros y mezquinos, elogian al poderoso y al mediocre. No toleran el talento ni la independencia de carácter”. En Kolinosia está Lavinia, “una gran ciudad, foco nacionalista de los lavinianos, que tienen una lengua diferente y los defectos kolinosianos aumentados”. Los de Barcelona, quiero decir, los de Lavinia, eran los ricos de Kolinosia, comerciantes, industriales y abogados.
Los versos de Espriu que más me gustaban no estaban en La pell de brau, sino en El caminante y el muro (1954): “Que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra”. Yo también estaba cansado en Granada de mi tierra salvaje, vieja y cobarde, y podría haber dicho con Espriu: “Cómo me gustaría alejarme de ella, hacia el norte”, en busca de gente más limpia, culta, libre y feliz. Prefiero no transcribir el final del poema, pero, volviendo a su principio, descubro ahora una diferencia: donde yo vivía, Cataluña era parte del norte, tierra de emigración. Juan Goytisolo, en los años sesenta, en uno de los artículos de El furgón de cola, recordaba cómo, de joven, distinguía a los andaluces, obreros o guardias civiles, porque tenían otro modo de hablar, otro color de piel (“algo más oscuro, árabe quizá”). Los sabía más pobres que él, los creía menos inteligentes. “Un día, al entrar en la universidad, un condiscípulo me dijo que, de no ser por los guardias andaluces, Cataluña sería libre. Mi colega parecía muy orgulloso de su estirpe y hablaba con desprecio de la chusma de emigrantes meridionales”. ¿Es inconveniente recordar estas cosas?
Espriu pertenecía a un mundo distinto al del colega de Goytisolo. Supongo que fórmulas como “diversos son los hombres y diversas las hablas / y han convenido muchos nombres para un solo amor”, contribuirían a que la gente que hacia 1970 defendía en mi ciudad los derechos civiles compartiera el afán por la autonomía y, más aún, la autodeterminación de Cataluña o, como también se decía entonces, los Países Catalanes. La historia de la fraternidad perdida después es otra historia.
Justo Navarro es escritor.

La derecha sin Dios

El objetivo del supermercado conservador del sur de Europa es satisfacer las necesidades del mayor número posible de clientes. Ha renunciado al capitalismo individualista con unas virtudes morales y sociales


Fuera de Italia, Berlusconi ha sido siempre tomado un poco a broma. Pero haríamos mal en desdeñar el impacto de Berlusconi y de lo que representa para otras democracias. Como recuerda Alexander Stille, otros tres fenómenos incubados en Italia también fueron minusvalorados inicialmente. La mafia, el fascismo y el terrorismo de izquierdas (Brigadas Rojas) parecían unas excentricidades italianas, intransferibles a democracias más serias. Sin embargo, esas tres supuestas rarezas se convirtieron, con o sin cambios cosméticos, en pesadillas en muchos otros países. Igualmente, el berlusconismo es exportable y, si nos centramos en sus características centrales, veremos que, de hecho, lleva bastante tiempo entre nosotros.
¿Cuáles son los componentes delberlusconismo? ¿Cuál es la esencia de la superficialidad política? Creo que la clave no son sus aspectos más reconocibles: las velinas, la televisión como espectáculo desinformador, el control casi monopolista de los medios de comunicación para alcanzar el poder. Nos podemos reconfortar con la idea de que el enorme poder político de Berlusconi ha sido el resultado de una persona excepcional (un ciudadano Kane dicharachero) en unas circunstancias extraordinarias (el colapso del sistema de partidos italianos en los noventa). Pero Berlusconi es simplemente la punta visible de un iceberg enorme que se pasea por el Mediterráneo: la derecha sin principios. Una derecha sin Dios, si por Dios entendemos algo que está por encima de nuestro interés egoísta.
Es cierto que es una derecha con Iglesia, pero una Iglesia que ha dejado de lado la promoción de la moral social. Como explicó Miguel Mora para este diario, el apoyo del que ha gozado Berlusconi en la Iglesia se ha basado en la doctrina, inconcebible en otras confesiones cristianas, del pensador católico Vittorio Messori: “Mejor un putero que haga buenas leyes para la Iglesia que uno catoliquísimo que nos perjudique”. La Iglesia, pues, tiene mucho que hacer para convertirse en un faro moral y esperemos que el papa Francisco se ponga a ello rápidamente.
Mientras, la derecha del sur de Europa promueve un laissez faire sin restricciones sobre el comportamiento individual. Casi cualquier cosa vale para enriquecerse o ganar elecciones. Esto se observa en la tolerancia que los partidos de derechas han mostrado ante la proliferación de todo tipo de actividades ilícitas u opacas: desde la manipulación de las estadísticas griegas hasta el entramado Gürtel-Bárcenas, pasando por todos los escándalos alrededor de Berlusconi. Los partidos de izquierda han tragado sus buenas dosis de corrupción también, pero en la derecha no hay visos ni de introspección profunda ni de propuestas de regeneración.
Pero no es en las prácticas ilícitas, sino en las lícitas, donde elsinDiosismo de nuestra derecha se percibe con más claridad. Si miramos a otros países de la OCDE, vemos unos programas políticos de derecha regidos por unos principios, surjan de las universidades (de economistas liberales) o de las Iglesias (de intelectuales luterano-cristiano-demócratas), que aspiran a construir una sociedad más virtuosa y justa. Así, el laissez faire económico queda atemperado por un conservadurismo cívico (en Reino Unido), compasivo (en EE UU) o socialcristiano (en la Europa continental), además de por un ideal de movilidad social.
Tanto Thatcher como Reagan tuvieron una narrativa construida por intelectuales próximos
La altura intelectual de la derecha británica es un ejemplo. El conservadurismo de Cameron parte de un diagnóstico de su país como una sociedad rota y propone, junto a medidas dinamizadoras del mercado, una combinación de principios paternalistas y de devolución de poder a las comunidades locales y barrios que bebe directamente de Edmund Burke, considerado el padre filosófico del conservadurismo occidental moderno. Bueno, del nuestro no, claro, pues Burke dedicó su vida a denunciar el “capitalismo de amiguetes” y el individualismo rampante destructor del tejido social —dos tendencias bien estimuladas en nuestras latitudes—.
Por su parte, el thatcherismo y el reaganismo estaban fundamentados en las ideas de intelectuales —como Milton Friedman, Friedrich Hayek o William Niskanen— que consagraron su vida a pensar cómo podemos tener sociedades mejores. La vida política para muchos conservadores europeos implica un diálogo permanente con intelectuales y, en muchos casos, son los propios políticos quienes escriben panfletos o libros (y no solo esas listas de buenas intenciones llamadas programas electorales) proponiendo una nueva narrativa ideológica. En lugar de ese esfuerzo intelectual creativo, los de aquí suelen entrar en política ganando una oposición y luego a esperar su turno en la cadena ascendente de nombramientos administrativo-políticos. Podemos discutir obviamente qué es lo que entienden otros conservadores europeos por una sociedad más justa y si sus propuestas generan más costes que beneficios. Pero, y aquí radica la cuestión, no podemos discutir con nuestras derechas qué es justicia social —ni tan siquiera cómo activar el ascensor social o la compasión— porque sencillamente son conceptos fuera de su discurso habitual.
Mientras los políticos de derechas continentales y anglosajones buscan inspiración en universidades e iglesias, los nuestros parece que se inspiren en un supermercado. El objetivo no es construir un relato que mezcle individualismo capitalista con unas virtudes morales y sociales. El objetivo del supermercado conservador del sur de Europa es satisfacer las necesidades del mayor número posible de clientes. Así, en una estantería, exhiben leyes al gusto de la jerarquía de la Iglesia, Opus, Legionarios de Cristo y otros grupos católicos. En la de enfrente, pero es que en la mismísima estantería de enfrente, ofrecen Eurovegas y trajes legales a medida para quien traiga negocio al país, aunque sea a costa de fomentar vicios. En la estantería de más allá, metros y trenes para satisfacer el ego de cualquier alcalde o mandamás provincial que se precie. Da igual que endeudemos a las generaciones venideras con proyectos de infraestructuras megalómanos y de dudosa rentabilidad —algo impensable en las derechas del norte de Europa, donde la responsabilidad fiscal se antepone al electoralismo cortoplacista—.
Lo que une a Berlusconi y Rajoy es que ninguno tiene un proyecto para transformar la sociedad
Pero la derecha mediterránea se mueve básicamente para ganar elecciones. No hay proyecto transformativo de la sociedad detrás. Eso une a Berlusconi y a Rajoy, a pesar de que sus estilos sean diametralmente opuestos. Carlos Cué comenzaba uno de sus análisis más recientes sobre nuestro presidente diciendo que “Rajoy suele presumir en privado de su profundo conocimiento de las leyes de la política. En 30 años él ha visto ya de todo, repite. Y esa experiencia y su particular forma de ser casi siempre le dicta que lo mejor es esperar”. Es toda una declaración de intenciones. Para Rajoy, la política no parece que sea una lucha de ideas para transformar el mundo, donde cada segundo cuenta; la política parece más bien una lucha de personas por ocupar puestos y, como en la guerra, la inacción puede ser una gran aliada.
Me diréis que la izquierda también cojea ideológicamente, incapaz de formular un mensaje innovador. Que lleva años inmersa en una larga travesía por el desierto, sin encontrar la ideología prometida. Pero la diferencia es que intelectuales y políticos de izquierda —en el sur como en el norte de Europa— siguen buscando sin cesar. No pasa semana sin que leamos algún artículo con propuestas sobre cómo vigorizar el proyecto socialdemócrata o de izquierdas. Los hay más o menos prometedores, más o menos fundados en trabajos académicos sólidos, más o menos pragmáticos. Pero es indudable que hay una constante lucha intelectual detrás.
La izquierda, pues, sigue caminando, inspirada por unos ideales que trascienden el interés individual (una sociedad sin pobreza, con igualdad de oportunidades); o sea inspirada por su Dios. El desierto es duro, pero Dios da fuerzas para seguir. Nuestra derecha mediterránea, por el contrario, parece como si, renunciando a caminar, hubiera decidido acampar en un confortable supermercado, entregándose a la adoración del becerro de oro, entre casinos, sobres marrones y confetis.
Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

Por una reforma fiscal de verdad

El pasado 5 de julio el Gobierno español anunció la puesta en marcha de una comisión de expertos para la reforma del sistema fiscal español, que deberá presentar su propuesta antes de marzo de 2014. ¡Bienvenida sea! Sin duda, nuestra economía necesita una reforma fiscal de verdad. Pero reformar no es bajar o subir los tipos del IRPF, del IVA o de cualquier otro impuesto, sino valorar y replantearse el sistema en su conjunto.
Nuestro sistema fiscal es hijo principalmente de los Pactos de la Moncloa en 1978, siendo desde entonces el cambio estructural más importante la introducción del IVA en 1986. Y esto no parece razonable, pues el entorno económico hoy —incluyendo un aspecto clave como es la globalización—, es sustancialmente distinto. Desde entonces, ha habido muchos cambios normativos, eso sin duda. Algunos importantes, como la dualización del IRPF, pero no se ha vuelto a plantear seriamente el sistema en su conjunto. La consecuencia —como lo demuestra una encuesta realizada desde el Foro Fiscal IEB entre más de 400 profesionales de toda España— es que tenemos un sistema excesivamente complejo e injusto. No son éstas las mejores características para coadyuvar a la financiación de nuestro sector público. Injusticia y complejidad generan, entre otros, evasión y elusión fiscal, y en definitiva, una merma de la recaudación.


EL PAÍS
¿Qué significa replantearse el sistema fiscal en su conjunto, esto es, una reforma de verdad? Valorar, por ejemplo, si con los medios tecnológicos actuales tiene sentido que en el IRPF el beneficio de una actividad económica se calcule en muchos casos a partir de indicadores como el número de trabajadores, la superficie o el consumo de electricidad, con independencia de cuál sea la realidad. O que lo mismo suceda en el IVA a la hora de determinar el valor añadido. Significa también valorar si al vender una persona una vivienda, tiene sentido tener que pagar a la vez dos impuestos diferentes. Con el actual sistema, se paga el IRPF y la “plusvalía municipal” por una misma ganancia, la cual en este último impuesto se calcula además de forma tan alejada de la realidad que, incluso perdiendo dinero, el resultado será positivo y se deberá tributar por el “incremento” obtenido.
En consecuencia, trabajo no les debiera faltar a los miembros de la comisión. Desde nuestro punto vista, sin entrar en cada impuesto individualmente, creemos que al menos hay cinco cuestiones fundamentales a considerar en relación con la reforma de nuestro sistema fiscal. Primera, los impuestos deben estar técnicamente bien configurados, adaptados a la realidad actual y coordinados entre sí, de manera que, sin demasiada complejidad, un ciudadano pueda saber el porqué de cada impuesto, cuánto debe pagar y a qué administración. Segundo, no todos los impuestos sirven para todo, por lo que la valoración de la equidad o de la eficiencia se debe referir al conjunto del sistema fiscal, y no a cada impuesto de manera aislada. Tercero, los impuestos deben ser perceptibles por los ciudadanos, lo que significa conocer cuánto se paga. Sólo así, se puede ser exigente en la rendición de cuentas de los responsables políticos. Cuarto, el correcto control del cumplimiento de los impuestos debe llevarse a cabo por una administración tributaria dotada de los recursos necesarios, en particular los humanos, primando la especialización en la investigación y la lucha contra el fraude, y en coordinación entre otras administraciones, tanto autonómicas como internacionales. Por último, las comunidades autónomas deben ser también responsables de la mayoría de sus ingresos, a fin de alcanzar una verdadera corresponsabilidad fiscal de los gobiernos autonómicos.
Esperemos que la comisión recientemente creada afronte los tremendos retos que tiene ante sí nuestro sistema fiscal… y será entonces el momento de plantearnos si los tipos impositivos de este o ese otro impuesto son demasiado altos… ¡o demasiado bajos!
José María Durán y Alejandro Esteller son profesores e investigadores de la Universidad de Barcelona y del Instituto de Economía de Barcelona

Cospedal

Una vez más, el mes de agosto está teniendo un trasfondo político mucho más interesante de lo que se esperaba. Es verdad que el nivel del interés mediático no ha llegado al extremo del año pasado, cuando la prima de riesgo reptaba desbocada por encima de los 500 puntos creando una crisis de ansiedad, mientras que ahora se aletarga perezosamente casi por la mitad. Pero a cambio en este agosto también han surgido otras cuestiones no menos críticas, que superan con creces la convencional serpiente de verano para erigirse en monstruosas criaturas auténticamente terroríficas. Es el caso de la nueva crisis del Peñón por antonomasia, y también el de las masacres perpetradas por los pretorianos egipcios, asuntos estos que no comentaré aquí por salirse de mi competencia. Y sí lo haré con el tercer lugar en el top tende agosto, ocupado por las declaraciones como testigos de Páez,Cascos, Arenas y Cospedal ante el juez que investiga el caso Bárcenas.
La cosa no prometía mucho porque todo parecía indicar que los testigos citados a declarar seguirían la táctica de Mas o Rajoy: culpar de todo al tesorero infiel y negar bajo juramento cualquier responsabilidad personal y partidaria. Es lo que hicieron, en efecto, Cascos y Arenas, que siguieron al pie de la letra el guion previsto por Moncloa y Génova. Pero desmintiendo tales expectativas, al final surgió la noticia. En contra de lo que se esperaba, y a juzgar por los comentarios de los abogados personados en la causa, las declaraciones de Páez y Cospedal resultaron ser particularmente jugosas, erigiéndoles casi en auténticos testigos de cargo. Y ello hasta el punto de que a partir de ellas deberían producirse, si así lo decidiera el juez instructor, apasionantes careos judiciales entre los principales protagonistas del drama.
El caso más atractivo es sin duda el de la secretaria general del partido, María Dolores de Cospedal, que exhibe una patente temeridad política camuflada por una oratoria desestructurada. Tras su célebre “que cada palo aguante su vela”, y el epíteto de “cobardes” que lanzó contra los dirigentes que “se desentienden” del caso, ahora parece que señala directamente a Rajoy y Arenas como los contratantes del “finiquito en diferido” destinado a sellar la boca de Bárcenas. Es verdad que al final todo puede quedar en agua de borrajas, pero lo cierto es que de no ser por los aciertos o los errores de Cospedal, quizás hoy no existiría elcaso Bárcenas, pues parece haber sido ella, en definitiva, quien defenestró al tesorero infiel, impidiendo el éxito de su chantaje. Así que quizás habría que hacer un monumento a esta mujer. Aunque todo queda pendiente de que se celebren o no los careos de marras.
En cualquier caso, y sea cual fuere el curso judicial de los acontecimientos, lo cierto es que las declaraciones testificales de agosto han profundizado mucho más agudamente la crisis del partido en el poder. Incluso se dice que en su seno se ha abierto una grave fractura interna, intensificada por la propia actitud de Cospedal, entre quienes desean taparlo todo como hasta ahora con el rodillo parlamentario de su mayoría absoluta y quienes plantean la conveniencia de aprovechar la oportunidad para proceder a renovar en profundidad la cúpula dirigente, sustituyendo por sangre fresca inmaculada a todos los que se han ensuciado las manos o se las han quemado encubriendo a quienes las tenían manchadas. Y sin duda es verdad que hay que proceder por múltiples razones a una limpieza a fondo de la élite que dirige a ambos partidos de poder, lo que incluye tanto a Rajoy y Arenas en el PP como a Rubalcaba y Griñán en el PSOE. Pues si este Gobierno puede hacer oídos sordos impunemente al caso Bárcenas es porque la actual oposición socialista carece de la más mínima credibilidad.
Pero no es solo cuestión de personas. En realidad, lo que hay que cambiar es el hábitus político que impera en nuestro país: el know how, la manera de hacer las cosas. Y para ello no basta con sustituir al personal por otro nuevo equipo dirigente, que amenaza con incurrir en los mismos vicios del anterior. Véase lo que pasó con Zapatero cuando procedió a una renovación generacional del PSOE que al final se reveló puro efecto Lampedusa (“es preciso que todo cambie para que todo siga igual”). Y lo mismo ocurrió cuando, tras el trauma del 11-M, el equipo de Rajoy sustituyó al equipo de Aznar. Pura continuidad histórica del mismo repertorio de idénticas prácticas procedimentales. No, mientras no cambien las perversas reglas de juego, de nada sirve que se cambien los equipos de jugadores por otros nuevos. Lo que aquí hace falta es una verdadera reforma estructural. Pero no una de esas reformas neoliberales que recomienda el FMI sino una auténtica reforma institucional que regenere las reglas del juego de poder.

Amina y los cuerpos que hablan

A estas alturas poca gente debe dudar que las fotos en topless de Amina, la joven tunecina que se dio a conocer internacionalmente por colgar esas fotos en Facebook, obedece a una estrategia política que está siendo muy eficaz. Hay mensajes que solo pueden transmitirse con imágenes. Al impulso de hablar a través del lenguaje le sustituye entonces una operación mental creada con esas imágenes, y el poder de las palabras cede al poder de la imagen. Pero estas ideas son tan viejas como la propia metafísica occidental, que jamás cuestionó la absoluta prioridad de la visión en las actividades mentales. El propio Wittgenstein fue consciente de que la escritura jeroglífica correspondía a una idea de verdad entendida a través de la metáfora de la visión. ¿Qué tiene de novedosa pues, la estrategia de Amina? ¿Dónde se encuentra el potencial de la fuerza de su impacto internacional? Sin duda su mensaje único y su novedad reside en utilizar un cuerpo que habla, y que habla a través de las redes sociales.
Ya lo decía Simone de Beauvoir, “la mujer, como el hombre, es su cuerpo”. Pero las mujeres somos más cuerpo que los hombres. Si hay alguna circunstancia que determine la situación de la mujer en el mundo, esa es su cuerpo, haber sido definida primero como cuerpo. Toda la revisión feminista trata de demostrar que este hecho ha supuesto negarle la subjetividad para convertirla en objeto. En cuerpo-objeto. Conscientes de ello, en algunas culturas las mujeres deciden enseñarlo, y en otras, taparlo. No deja de ser irónico pues, que en Occidente los cuerpos invisibles se hagan visibles en el espacio público gracias a los velos, y que en Oriente, los cuerpos se desvelen librándose del velo. En ambos territorios la estrategia política es la misma, transformar el punto débil en instrumento de ataque. La reapropiación de ese cuerpo reducido a objeto, en imagen subversiva. Desde esa perspectiva podemos aprender que en Occidente debe cuestionarse ese imaginario colectivo que relaciona de forma automática velo con opresión de género. Y quizás en Oriente, que el cuerpo no tiene por qué ser un instrumento de opresión, sino de liberación.
Una sola joven ha sido capaz de atentar contra toda una moral pública al enseñar sus pechos
Ya lo dijo Butler: “los cuerpos importan”. La reapropiación de los códigos que lo definen puede mostrar o no la fragilidad de las estructuras que lo mantienen relegado a un simple objeto. De lo contrario, sería llamativo que una muchacha semidesnuda representara una amenaza de tal envergadura. Desde que apareció, Amina ha sido acusada de dañar la moral pública y de intentar “contagiar” a otras mujeres con sus ideas. Muy peligrosa, sí. Una sola joven ha sido capaz de atentar contra toda una moral pública enseñando sus pechos y mostrando un eslogan tan aparentemente obvio como el de “mi cuerpo me pertenece”. El revuelo causado muestra que a algunas personas su cuerpo le pertenece más que a otras. Volvemos a la estrategia feminista: las reglas que estructura la significación del cuerpo como elemento opresivo son las mismas que permiten su subversión. Su fuerza proviene de ese giro, de esa inversión política. No se apela a un control por parte del Estado, ni a autoridades políticas o religiosas para que limiten o censuren discursos y prácticas que atentan contra la libertad de las mujeres. Antes bien, como la Antígona de la tragedia de Sófocles, se utilizan los símbolos del ámbito privado para desafiar las ordenanzas de la esfera pública. Es la propia Amina, y las mujeres que la siguen, las que han abandonado la esfera hogareña para convertirse en actoras públicas desafiando a aquella moral que se siente interpelada sin más instrumento que sus propios cuerpos y una cuenta de Facebook. Estos elementos se convierten en espacio de resistencia y confrontación política en el interior de los discursos dominantes.
Por eso es tan importante entender el mensaje. Si bien cuerpo y lenguaje no son la misma cosa, sí que están inextricablemente unidos. Porque hay palabras que no dejan de hacer en ningún momento lo que dicen. Decir con el cuerpo que mi cuerpo me pertenece es dejar que el cuerpo hable, que despliegue significados y efectos no previstos. Es permitir una apertura a la palabra dentro de la materialidad del cuerpo capaz de crear un contradiscurso que da cabida a la autonomía, a la acción de protesta sin tener que recurrir a una estancia legal o a la violencia. La llamada a una “yihad en topless” por parte del movimiento feminista Femen —al que la propia Amina pertenecía— tiene que ver con esto. Alejar las palabras y los cuerpos de sus marcos convencionales para darles otra significación. El mismo campo de restricciones se convierte entonces en el campo de posibilidades para la acción. Puede resultar gracioso o naif, casi ofensivo en el momento en el que estamos viviendo. Pero nadie puede negar la repercusión que las apariciones de Amina están teniendo, y el hecho de que con su estrategia ha marcado un punto de no retorno hacia un camino que va más allá de la liberación de la mujer.
Ya no se mueve en el terreno
de la liberación,
sino en el de la emancipación
Efectivamente, Amina ya no se mueve en el terreno de la liberación, sino en el de la emancipación. El mensaje que reza en su última foto “no necesitamos vuestra democracia”, fumando un cigarrillo y sosteniendo un cóctel molotov encendido, da muestra de una postura desafiante. Sobre todo, porque no necesita lanzar ese cóctel molotov. Es casi un elemento tautológico porque el propio cuerpo así dispuesto funciona como tal arma. El poder de la sola imagen ya es más efectivo. Lo extraordinario es que el instrumento sea la vulnerabilidad del desnudo de una muchacha de 19 años. El mensaje político grabado en su propio cuerpo busca acabar con formas de dominación enraizadas en la sociedad y en las instituciones políticas. El principio de emancipación se arraiga aquí en una promesa de liberación que tiene que ver con el despiece de una idea de autoridad tradicional, tanto social como política. Y aunque quizás me aventure demasiado, es probable que esa idea de autoridad tradicional incluya también a los tradicionales poderes económicos. Esa aspiración emancipatoria comprendería un cuestionamiento integral basado en un triple movimiento: social, político y económico. Y sería revolucionario porque de manera pacífica, pasa por la agencia individual que estas mujeres han empezado a desarrollar de formas imaginativas y creativas. “Nunca dejaban de asombrarme cuando las veía despojarse de los velos y de los mantos obligatorios y estallar en colores” dice Azar Nafisi en Leyendo a Lolita en Teherán. Así como estas mujeres no dejaban que su pobreza limitara su imaginación estética, es probable que Amina y las mujeres que la siguen en los países árabes y en Europa hayan puesto de manifiesto que bajo el peso de una sociedad estrecha y cerrada es posible imaginar otras posibilidades donde quepan sus voces con la misma fuerza en que estallan sus colores. Por eso el mensaje de Amina es nítido; la democracia será con ellas, o no será democracia.
Máriam Martínez-Bascuñán es profesora de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

¿Qué pasa en Egipto?

El golpe de Estado del Ejército egipcio es una revancha no solo contra los islamistas sino, sobre todo, frente a la revolución de febrero de 2011. Las protestas de la plaza de Tahrir de aquel año sorprendieron a los militares tanto como a Hosni Mubarak. Llegaron en un momento en el que había un grave problema de sucesión en el sistema político. Durante la última década, una parte importante de la clase dirigente no aceptaba el modelo de república hereditaria que Mubarak quería instaurar, tal como se había hecho en Siria. Su hijo, Gamal Mubarak, sucesor putativo, no tenía apoyos suficientes dentro del sistema: su perfil favorecía a determinados sectores financieros que amenazaban a otros sectores de la burguesía estatal, incluso a militares involucrados en negocios. Durante las manifestaciones de 2011, los militares apoyaron formalmente a Hosni Mubarak frente a los manifestantes, participaron relativamente en la represión, pero dejaron a los policías y a las milicias paralelas actuar duramente en contra de los sublevados.
Por otra parte, Estados Unidos, el principal apoyo del Ejército egipcio (1.300 millones de dólares por año) dejó clara su posición: apoyaban el cambio democrático, y no confiaban mucho en la sucesión “hereditaria” porque temían la inestabilidad que hubiese podido desencadenarse en Egipto dado el descontento general por los 30 años de régimen dictatorial de Mubarak.
Aprovechando las manifestaciones, la represión y la resistencia de los sublevados, los militares terminaron por deponer a Mubarak con el acuerdo de Estados Unidos. Fueron ellos los que acabaron con el dictador, apoyándose en una revolución urbana minoritaria en el país.
A partir de aquel momento, los militares no perdieron nunca el control de la situación en Egipto. Dejaron a los islamistas ganar las elecciones democráticas, pero impusieron en la nueva Constitución unas condiciones drásticas: el ministro de Defensa debía ser un oficial de las fuerzas armadas, el presupuesto de defensa no sería supervisado por el Parlamento, y 8 de los 15 miembros del Consejo Nacional de Seguridad, la máxima autoridad del país, debían ser militares, lo que les otorgaba mayor poder del que tenían durante el régimen de Mubarak.
Los islamistas calcularon mal sus fuerzas: no se dieron cuenta de que eran minoritarios
Los islamistas desvelaron en menos de un año su verdadera cara: demostraron no ser capaces de gobernar democráticamente, e hicieron de su ideología religiosa un programa político. Desataron así la movilización en contra de sus políticas de los mismos sectores modernos de la sociedad egipcia que se habían movilizado contra Mubarak.
Mientras tanto, los militares organizaban la inestabilidad dentro del país: penurias de electricidad, de agua, inseguridad, etcétera, con lo que incentivaban el descontento de la población que culpaba a los islamistas de incompetencia (¡lo que era real!), todo ello hasta las manifestaciones de junio de 2013, que culminaron con la gran protesta del 3 de julio.
Entonces los militares, apoyados por fuerzas civiles demócratas e incluso por los islamistas radicales del partido Nur, perpetraron su golpe de Estado y se concedieron oficialmente el poder. Los islamistas fallaron porque se equivocaron sobre sus propias fuerzas: olvidaron que eran minoritarios, pues la mitad de la sociedad no participó en las diversas elecciones democráticas, y casi la mitad de los que sí lo hicieron se pronunció en contra de ellos. Al intentar islamizar las instituciones, no se dieron cuenta del carácter mayoritariamente laico de la sociedad egipcia, provocaron el despertar de las fuerzas democráticas y la formación a lo largo de un año de un bloque opositor, en el que se reagruparon tanto quienes apoyaban a Mubarak como los nasseristas que lo rechazaban, además de los demócratas laicos y una parte significativa de la “mayoría” hasta entonces silenciosa. ¡Un milagroso escenario para los militares! El choque era inevitable, y fue incrementándose gracias a la sorprendente incompetencia del presidente Mohamed Morsi, un ingeniero sin ninguna preparación política.
El golpe de Estado militar no significa la victoria definitiva de los militares. Es una etapa, contrarrevolucionaria, dentro del proceso abierto en febrero de 2011. Traduce una doble clarificación: por un lado, el fracaso de los islamistas, incapaces de integrar la democracia en su ideología religiosa; por otro, el papel real de los militares que se quedaron emboscados durante estos dos años a la espera de una oportunidad para acabar con el proceso democrático. Pero este golpe conlleva su propia dinámica interna: primero, la represión antiislamista y el desmantelamiento de su estructura dirigente van a provocar la subida de una nueva generación de cuadros, mucho más radicales, en la clandestinidad. Desde ahora, se ha abierto una época de guerra civil larvada, lo que es radicalmente nuevo en Egipto. Segundo, la represión de los islamistas no va a tener los mismos efectos que tuvo durante los años cincuenta, en la época de Nasser. Durante aquel periodo el nacionalismo laico era ideológicamente dominante mientras que ahora es el islamismo el que se ha impuesto sobre partes importantes de la población.
Además, hoy día existe un terrorismo islamista por doquier en el mundo árabe (Al Qaeda) y los islamistas egipcios tienen muchos aliados en la región. Probablemente asistiremos a atentados cuyo objetivo será la desestabilización económica del país.
El golpe de Estado va a favorecer la emergencia de una nueva generación de cuadros más radicales
Y esa es seguramente la consecuencia más peligrosa para el bando democrático egipcio. Porque cualquier violencia significará el endurecimiento del poder militar, la utilización permanente de la ley marcial y, al fin y al cabo, la imposición de una dictadura aún más dura que la de Mubarak. Dicho de otro modo: la dinámica generada por el golpe militar no puede conducir al fortalecimiento de la democracia, sino todo lo contrario, a la dictadura sobre la totalidad de la sociedad egipcia.
Se puede apostar que serán los demócratas los próximos que van a sufrir los efectos del golpe de Estado. Ahora los militares se benefician del apoyo de estas capas medias, pero cuando empiecen a restringirse las libertades, será otro cuento. Es una evolución probablemente ineluctable porque no se puede imaginar al Ejército egipcio, que gobierna este país desde 1953, aceptando devolver el poder a la “sociedad civil” sin haber sido efectivamente vencido. Bien lo ha entendido Mohamed el Baradei, premio Nobel de la Paz y vicepresidente de la república instaurada por los militares, que ha dimitido para protestar contra la represión sangrienta de los islamistas.
La verdad es que se consiguió vencer al clan familiar de los Mubarak con la ayuda de los militares, pero el sistema de dominación quedó intacto tanto a nivel del monopolio de la violencia, siempre en manos del Ejército, como económicamente (los militares representan grupos de intereses económicos muy importantes). El Ejército retoma las riendas del poder después de dos años de experimentación democrática.
Queda saber si la transición democrática ha sido solo un paréntesis en la historia de Egipto o si, como creo, es el prólogo de una larga época de revoluciones y contrarrevoluciones en este país. Pues aun disponiendo del apoyo de una parte de las clases medias y de las élites financieras dirigentes, los militares —y eso sí que es seguro— no podrán solucionar los enormes problemas sociales y económicos de Egipto. Esta es la piedra de toque de la transición democrática, del éxito o del fracaso de la revolución. Pues ningún poder podrá, solo con la fuerza, hacer frente a este desafío.
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Su último libro es ¿Por qué se rebelan? (Clave Intelectual, 2013).

Crecimiento oportuno

El inicio de la campaña electoral alemana, en la que la canciller Angela Merkel opta a un tercer mandato, ha sido pavimentado por un oportuno salto del crecimiento económico. El segundo semestre se saldó con un aumento del PIB del 0,7%, que contrastó significativamente con el 0,1% del trimestre anterior, y que sirvió para arrancar a la UE de una recesión que duraba y año y medio.
¿Es ese dato producto del azar o de una astuta previsión gubernamental para facilitar unos buenos resultados electorales a los partidos de la coalición en el poder?
Sin necesidad de acudir a explicaciones conspirativas, conviene señalar que buena parte del buen resultado del primer semestre se debe al aumento del consumo interno, y que este ha sido empujado por una política salarial más laxa, no solo en el sector privado, sino también en el público. Y que esta realidad concuerda con un programa económico electoral democristiano de tonos menos restrictivos, que se ha inspirado en gran medida en las propuestas suavemente keynesianas de la socialdemocracia: menos moderación salarial, mayor gasto público y una visión algo menos estricta de la política de saneamiento de las finanzas públicas, también a nivel europeo.
Hay que subrayar, sobre todo para quienes se refocilan en repetir los yerros pasados, que, ya sea por azar, ya sea por cálculo, ya sea por una mezcla de ambos, el buen resultado del segundo semestre es sustancialmente tributario de esa inflexión de la política económica: la coyuntura mejora porque se gasta más, no porque aumente la austeridad. Todo indica que los alemanes, sin cerrar completamente la mano derecha al ahorro, han abierto bastante la izquierda a un mayor consumo, también en bienes de larga duración, como la vivienda, que registra crecimientos del orden del 10%.
Claro está que eso se produce sobre la base de unas finanzas públicas y familiares no sometidas a un exceso de endeudamiento —a diferencia de otros lugares— y a un desempleo que se ha conseguido acotar a menos del 7% de la población activa, aunque sea a costa de (poco sugestivos) trabajos precarios —los llamados minijobs— y de una activa (y envidiable) política activa de reparto del empleo, en distintas fórmulas. Y naturalmente, sobre la revalidación de la tradicional capacidad exportadora, que permite a Alemania mantener su pedazo en el pastel del comercio mundial (como le ha ocurrido, otra excepción, a España), aunque no incrementarlo como sería de esperar, dado su excesivo anclaje de las ventas a los países más próximos.
Esta limitación no es la única de la economía alemana. La escasa renovación de sus infraestructuras, sobre todo de transporte; el bajísimo tono de su natalidad, que no se compensa por una política de inmigración suficientemente agresiva, y el exceso de dependencia de su (admirable) sector industrial, en detrimento de una cierta apuesta por los servicios, aunque fuese modesta, son algunas de las asignaturas pendientes para que Alemania logre dar de sí todo lo que puede.