jueves, 24 de enero de 2013

La maceración de Catalunya

La política catalana ha superado estos días los peores pronósticos y ha bordeado algunos riesgos que sólo los pesimistas viscerales imaginaban. Hoy se cumplen dos meses de la celebración de las elecciones y desde entonces la situación no ha hecho más que deteriorarse. En ocho semanas hemos pasado de una aceleración vertiginosa a una confusión absolutamente desconcertante; de la unidad extraordinaria de una parte muy importante de la sociedad, a una división de los partidos nunca vista; de una fuerza ejemplar para exhibir en el exterior, a una debilidad que no pasa desapercibida y que sin duda será aprovechada en contra de los intereses de los catalanes como comunidad. Cuesta encontrar explicaciones que justifiquen el despilfarro de tanto capital político en tan poco tiempo.

Los retos a que se enfrenta Catalunya -el ejercicio de su libertad de decisión y una salida más justa de la crisis- son de una dificultad tan extraordinaria, que reclaman una imagen de cohesión indestructible. Así se quería transmitir con la declaración de soberanía; pero el éxito aritmético de la votación no puede esconder la imagen de debilidad y de confrontación de las fuerzas catalanas. Por más que ahora todos intenten minimizarla.

El espectáculo por momentos lamentable de esta semana acredita una vez más que los partidos, lejos de aportar soluciones, se encuentran en el origen de muchos de los problemas. Una parte importante de la ciudadanía ha dado lecciones de unidad, de ilusión colectiva y de sensatez, que después los dirigentes políticos han desvirtuado hasta convertir en una representación esperpéntica. Unos y otros han transformado la unidad ciudadana en un campo de batalla partidista, que pone en riesgo las ambiciones de Catalunya y que si persiste acabará comportando un retroceso de años en las libertades del país.

Las relaciones entre Catalunya y España parecen empantanadas de nuevo en el viejo diagnóstico de aquellos analistas que sostienen que ni la nación española tiene fuerzas suficientes para imponer la asimilación de Catalunya, ni la nación catalana las tiene para irse. La manifestación del Onze de Setembre parecía destinada a romper esta inercia, obligando a los más inmovilistas a aceptar los mecanismos democráticos para desencallar en un sentido u otro la situación. Sólo dos meses después, las elecciones indicaron, contra pronóstico, que la cuestión volvía a enrocarse; y cuatro meses más tarde, la política catalana se presenta más dividida, más débil, y más acosada que nunca. Es muy mal presagio para los meses que vienen.

La mayoría de los políticos, empresarios y periodistas catalanes que mantienen abiertos los contactos con el poder central coinciden en que no habrá ni reformas en profundidad, ni concesiones, ni nuevas propuestas de diálogo para facilitar la rectificación parcial del desafío secesionista. Es decir, no habrá ningún puente para facilitar el retorno de las reivindicaciones catalanas a la situación previa a la explosión independentista. El Gobierno español sabe que la propuesta de pacto fiscal despertaba unanimidades y amenazaba con desbordarlo y no está dispuesto a que las fuerzas catalanas recuperen esta oportunidad. El Gobierno y los dos grandes partidos españoles ya han decidido, pues, que dejarán que Catalunya se macere y se ablande en su propio caldo de confrontación partidista. Paralelamente, mirarán con satisfacción mal disimulada como la política catalana se agota en un enfrentamiento durísimo con los poderosos conglomerados de intereses políticos, económicos y mediáticos de la capital. Catalunya debería conjurarse para superar esta confrontación, porque no habrá segundas oportunidades.

Todos los partidos, sin excepciones, han cometido errores gravísimos esta última semana, poniendo sus intereses particulares por delante de los intereses de los ciudadanos. Los que querían subrayar la fuerza unitaria del catalanismo (CiU y ERC) han hecho aflorar todos los defectos de la política catalana y han ido perdiendo apoyos en colectivos influyentes. Los que dudaban (PSC) han acabado rompiendo con su propia historia, han dado la espalda a los ciudadanos y han puesto el partido al servicio de las aspiraciones personales de sus dirigentes. Otros (PP y C's) celebran las dificultades colectivas para poder demostrar el error de sus opositores, pero no aclaran si aplauden los agravios que sufren los catalanes o si tienen alguna propuesta para combatirlos.

A veces, la política entra en un callejón sin salida aparente y sólo la visión privilegiada de algunos políticos de mucha talla puede encontrar un camino transitable. Hoy, sólo Artur Mas tiene los apoyos transversales para representar este papel modulando con prudencia los pasos a dar en cada momento; pero el presidente no puede conducir el proceso si no se recupera del desengaño electoral, asume un liderazgo más contundente y busca la complicidad de la mayoría social más allá de los acuerdos partidistas de gobierno. Los ciudadanos ya han expresado muy claramente sus quejas y sus ambiciones. Es hora que los políticos aclaren si saben cómo darles respuesta. El ejemplo de estos días invita al pesimismo: si no hay una rectificación inmediata, la ilusión colectiva del Onze de Setembre podría agotarse en manos de una generación de milhombres compitiendo a ver quién es más fanfarrón; mientras tanto, los adversarios políticos se ríen y esperan que el conjunto de la sociedad catalana se acabe de ablandar (macerada lentamente en la incompetencia de sus dirigentes) para clavarle el último mordisco.

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