miércoles, 30 de enero de 2013

La pastilla de la felicidad

Se diría que, como los personajes de Pirandello que buscan autor, algunos fármacos están en busca de aplicación, y la encuentran en causas que tienen más que ver con el simple hecho de vivir que con auténticas enfermedades. Si usted sufre con o sin motivo (aparente), si no es feliz, si se siente frustrado, culpable, malquerido, vulnerable, débil, maltratado, triste, ansioso, traicionado, estresado, pesimista, alicaído físicamente, con poco vigor sexual... entonces es que está usted enfermo y precisa cura. Pero no tema: existe esa píldora que alivia todo síntoma de insania. Un sencillo ajuste neuroquímico y, voilà, el milagro.

Vivimos en un mundo de enfermos imaginarios. En una sociedad hiperdopada que busca resolver con una pastilla el desajuste entre la realidad, las expectativas y las exigencias. Sin esfuerzo ni frustración. El único límite es que el propio cuerpo no reviente. Lo explicábamos en estas páginas en la edición del pasado sábado en un amplio reportaje que no deberían perderse. Como si la felicidad o la desdicha fuera un asunto de química, un gramo a tiempo y se puede afrontar lo que sea. Nuestro botiquín, como la marmita de Astérix. Al margen de los síndromes serios descritos y tratados por la medicina, hay felices hallazgos de "síndromes" que dan mucho juego para etiquetar a vastas multitudes dentro de una supuesta patología. Está el síndrome posvacacional, el del hijo único, el del nido vacío, el de los cuarenta, el de las piernas inquietas, el de la alienación parental. Les invito a que completen esta lista con el primer síndrome que se les ocurra porque seguro que algún laboratorio recogerá el guante. La mercantilización de los estados de ánimo resulta rentable.

Una existencia, pues, medicalizada. La vida cotidiana. ¿El objetivo? En unos casos, conjurar fantasmas. En otros, una desaforada búsqueda de la perfección. Se trata de eso. Sectores de la industria farmacéutica han encontrado en las debilidades humanas un buen negocio y despliegan sus mejores artes y artimañas para transformarnos en consumidores, todos enfermitos y generalmente automedicados por el consejo de un vecino. Se erosiona así el papel del médico. 

Duele más, si cabe, comprobar que la farmacopea se está infiltrando también en las escuelas con la etiqueta de fracaso escolar. Algunos colectivos profesionales alertan ahora de un riesgo, si no real, posible: que se sobrediagnostiquen trastornos de aprendizaje que no lo son o que se recurra al psicofármaco cuando éste no sea preciso. La pregunta es si los padres, tantas veces desbordados, no estarán arrastrando a sus hijos hacia ese círculo perverso que les induce a creer que hay una píldora para cada problema que no saben resolver, que todo lo cura (y que tanto enmascara) y que da una felicidad instantánea. Astérix sólo se tomaba la pócima de Panorámix cuando tenía que luchar contra los romanos. Cuando no, Astérix era sólo Astérix.

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