sabel Burdiel, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, ganó el premio Nacional de Historia 2011 con la obra Isabel II. Una biografía (1830-1904). Es una obra extensa, fruto de una larga investigación en archivos privados y documentos diplomáticos desclasificados, que, más allá de la reconstrucción de la vida de la reina Isabel, proporciona una visión profunda de la época en la que esta se desenvolvió: los albores y primera consolidación de la monarquía constitucional y del régimen liberal en España. Pero, si hoy llamo la atención de ustedes sobre este libro, es por el alto valor ejemplar que encierra para la institución monárquica, abstracción hecha de las circunstancias de tiempo y de lugar.
El punto de partida de la profesora Burdiel es un país recién salido "de las garras de la Inquisición" y sin preparación "para ingresar en el club de las naciones civilizadas y liberales". Una España marcada por la intransigencia religiosa, la falta de educación de un pueblo embrutecido, la ambición de sus generales y políticos, el cainismo de sus ciudadanos, los pronunciamientos, las cuarteladas y las revoluciones. En este marco, al dar el difícil paso del absolutismo al liberalismo, la monarquía encarnada en Isabel II fue una rémora y un obstáculo: el "obstáculo tradicional" para el desarrollo del liberalismo. No obstante, no toda la culpa era de ella, ya que los liberales moderados la instrumentalizaron como un muro de contención frente a las demandas sociales y políticas de los otros liberales -los progresistas-. Así, no es extraño que unos vieran a Isabel II más como una víctima de sus malos consejeros que de sus propios errores, mientras que otros -como su primo Enrique de Borbón- la increparon en estos términos: "Os habéis despojado de vuestra inviolabilidad por falta de respeto propio como mujer (...); os habéis despojado de vuestra autoridad al colocaros fuera de los principios de vuestro pueblo liberal (...). Nacisteis para representar, con turbante en la cabeza, la corte de los serrallos, y no un pueblo europeo y constitucional".
En esta última línea, hay que tener presente que la institución monárquica no es ajena o inmune respecto a las singularidades biográficas de las personas que ocupan el trono. La monarquía es una institución no sólo política, sino también social y cultural, cuyos mecanismos de legitimación y deslegitimación superan y desconocen la dicotomía entre vida privada y vida pública. Por ello, el hecho de que el primer monarca constitucional de la historia de España fuese una mujer con una vida privada considerada, de forma creciente, escandalosa no puede ser contemplado como un hecho neutro o sin significación política relevante. Desde tal perspectiva hay que leer este párrafo del libro: "Sobre los amantes de Isabel II se ha hablado abundantemente; forman parte fundamental de la imagen y la memoria histórica que se guarda sobre ella. Todavía hoy hay familias que conservan un reloj, una cuna o un documento confuso que prueba que alguno de sus antepasados fue amante de la reina".
Al lado de este grave desorden personal, el otro rasgo definitorio del reinado de Isabel II, que contribuyó decisivamente a su caída, fue la falta de distinción clara entre negocios y política, agravada por un modelo de desarrollo económico cerrado y focalizado en el Estado. De hecho, nadie pensaba ya en los negocios públicos más que para canalizarlos en beneficio de sus intereses privados. La máquina del Estado acabó por adoptar los procedimientos de una empresa particular en la que todas las operaciones se realizaban con vistas al beneficio que los socios podían obtener de ellas. Como escribió -con referencia a Francia- Alexis de Tocqueville, la política acabó convertida en un "laberinto de pequeños incidentes, de pequeñas ideas, de pequeñas pasiones y de proyectos contradicto-rios en el que se agotaba la vida de los hombres públicos de entonces".
En resumen: si la desafortunada vida privada de la reina se iba convirtiendo cada vez más en un problema político para el liberalismo, existía otro factor de desprestigio de la monarquía, que era la implicación pública -y en condiciones obvias de privilegio- de la reina madre -María Cristina-, de su marido -Muñoz- y de su círculo más íntimo -José de Salamanca- en los grandes negocios de la época. Los constantes escándalos financieros mostraban la utilización excluyente de los resortes del Estado para el enriquecimiento de un sector social cada vez más estrecho. No es extraño, por tanto, que la implicación de la familia real y de su entorno, así como de miembros del Gobierno, en muchos de estos oscuros negocios, se convirtiese en tema de discusión abierta. Una discusión que fue preparando el terreno para la inexorable caída de la reina, que se produjo cuando parte de los moderados y todos los progresistas apuntaron cada vez más hacia ella como responsable última de la situación. Una acusación ante la que la Corona sólo supo responder con el silencio.
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