odo parece indicar que el PP aprendió con entusiasmo las enseñanzas de Adolfo Suárez, que no fueron escasas, a la hora de poner en práctica grandes transformaciones políticas en nuestro país. Conseguir que las Cortes franquistas se autodisolvieran desde dentro, con el alborozo añadido de sus protagonistas, no era cosa de broma. El harakiri fue descomunal, y pocos años después solo los franquistas de corazón optaron por resolver el asunto a la brava mediante un confuso golpe de Estado que no prosperó. Suárez cumplió a la perfección su papel de Caballo de Troya. Y algo parecido ocurre con Mariano Rajoy y sus apóstoles. Entrar a saco en las instituciones del Estado para ver el mejor modo de liquidar unas cuantas o al menos de atenuar su poder, primero porque se abusa de las prerrogativas del Gobierno, y segundo (y aquí se distingue de su antecesor) porque está llevando el país a una ruina de la que no va ser fácil salir, todo bajo el pretexto de la crisis y amparado (quizás al principio de su mandato) por sus votantes y siempre por José María Aznar.
Así, por grave que sea la crisis económica y política, no es de recibo dejar a los dependientes sin asistencia, devaluar de hecho la pensión de los jubilados, las dilatadas listas de espera para recibir atención medica, el colapso de las urgencias médicas, imponer tasas para los entierros, establecer el copago para las recetas sanitarias ni mermar de una manera brutal la asistencia que precisan los enfermos, y tantos otros servicios que proporcionaba el Estado del bienestar. El bienestar ya no existe, es cierto, destrozado por un contubernio entre los políticos, los banqueros y los corruptos, y es posible que no exista ya nunca más, como si las necesidades de los ciudadanos tuvieran fecha de caducidad, pero Rajoy y los suyos parecen no reparar en que acaso no era necesario un destrozo tan salvaje como resuelto para resolver de manera más civilizada los problemas.
La impresión de que de ésta no salimos de ninguna manera va creciendo entre la población, al tiempo que se multiplican las manifestaciones callejeras, con el consiguiente y atroz enfrentamiento entre las fuerzas del orden y los que protestan ante un desorden generalizado que limita no ya sus perspectivas vitales sino la esperanza de sobrevivir el presente del día a día sin claudicar ante el empeño, que se diría imposible. Tan imposible para un parado de larga duración, o como el del jubilado que se ve en la necesidad de mantener a su descendencia, como el del joven sin empleo que se plantea emigrar a otro país, según algunos debido a su espíritu aventurero. No se trata ya, como hace pocos años, de unos pocos miles de personas víctimas de la exclusión social, sino de que al paso que vamos pronto más de la mitad de la población seremos excluidos de por vida.
También se trata del enorme y quizás irremediable deterioro de la estructuración social, de la proliferación insensata de pobres de solemnidad, de la ceguera al plantear soluciones que solo benefician a los de siempre, de la desesperación y la rabia de tantas personas que se preguntarán un día para qué les han traído a un mundo tan miserable, con lo que a gusto que estaban en la placenta materna.
fuentes http://ccaa.elpais.com
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