lunes, 24 de diciembre de 2012

Qué tipo de gente somos

Un jugador del que decimos que tiene mala suerte no es un jugador que pierde siempre. Hasta los más desdichados tienen festividades buenas (...) Si en torno a una mesa siniestra os encontráis, pues, con el jugador que pierde siempre, que materialmente no puede coger las cartas sin dejar la piel, desconfiad en seguida. Todas las probabilidades apuntan a que no se trata de un jugador desdichado, sino de un mal jugador, que es absolutamente distinto. Sólo hace falta que os pongáis silenciosamente detrás suyo a ver cómo juega. No tardaréis mucho en descubrir que tira espadas cuando tendría que lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una. Pues bien: este tipo de jugador es Catalunya".

Estas palabras terribles las escribió Gaziel en un texto (El desconhort) leído en el año 1944 en Els Jocs Florals de Barcelona, clandestinos, y que cierra su libro Quina mena de gent som. Un libro que se abre con otro ensayo escrito en el año 1938, revisado poco antes de morir en 1964, del que ahora hablaremos y que contiene uno de los diagnósticos más desoladores que se han escrito sobre Catalunya. Quizás no sea impertinente recordarlo en las circunstancias actuales.

Toda la reflexión de Gaziel en estos textos arranca de una pregunta muy incómoda: "¿Como es posible que Catalunya, sin falta, siempre haya perdido?". Si la pregunta es incómoda, la respuesta es, según piensa, todavía peor: "Una revelación fatídica y siniestra". Gaziel habría querido escribir una obra para ver cómo se ha comportado a lo largo de los siglos "eso que decimos Catalunya". Aunque adivina cuál sería el resultado: que hay colectividades cuya trayectoria es como si siguiera el hilo de la corriente histórica, "como una nave llevada y favorecida por la marea" o como si sus tripulantes, por sentido de la orientación o por la suerte propicia, hubieran seguido la corriente sin perderla de vista ni encallar nunca. Sin embargo, en cambio, dice, hay pueblos "que dan la impresión como si nunca supieran dónde están, empeñados en remar contra corriente, chocando con escollos, cayendo en todos los remolinos y naufragando siempre". Y, entre estos, "la muestra acabada de colectividad que (...) siempre ha ido a deshora (a tres quarts de quinze), desconcertada, descartada, vejada, mientras los otros iban haciendo lo suyo, es Catalunya". Esta es, a juicio de Gaziel, la enorme tragedia de los hechos: "unas veces, la inexistencia; otras, la insuficiencia; y siempre, la ineficiencia del espíritu nacional catalán para plasmarse en una plena realidad estatal". O formulado con otras palabras, que "los catalanes no han sabido, en ningún momento histórico, constituirse integralmente, es decir, construir un Estado para ellos solos".

¿Cuál es la razón de la persistencia de este destino inevitable? En primer lugar, piensa Gaziel -que, como todo el mundo sabe, era un analista finísimo, cosa que no prejuzga sobre el acierto o no de su diagnóstico-, porque "políticamente, los catalanes somos una desgracia perfecta". Sin embargo, en segundo lugar, y esta constatación "hiela la sangre", por pura impotencia que obedece "a una significativa carencia del propio pueblo, a una horrible debilidad interna y orgánica de la comunidad". Todavía más: a una "debilidad innata". Esta sería, según su juicio, "la falla milenaria": "Cuando no tiene más remedio que enfrentarse con el enemigo mortal, el león planta cara, el tigre duda, el pájaro se vuela. Catalunya, que tiene del mundo una visión esencialmente práctica, ante el peligro sesga siempre (...) porque no acaba nunca de creer en el heroísmo, incluso cuando lo practica accidentalmente". Es entonces cuando "un instinto profundo" recomienda siempre, ante los sueños anhelados y las ambiciones perseguidas, como una letanía, que "todas las locuras son cosa pasajera. Deja que se desahoguen". 

A nadie se le escapa que, durante los últimos dos años, Catalunya ha vivido un momento de una ilusión colectiva contagiosa. Que se han abierto horizontes de futuro que llevaban siglos cerrados. Y que eso ha movilizado voluntades y conciencias. Y que el entusiasmo ha acelerado acontecimientos que necesitan décadas de gestación. Ahora, sin embargo, se ha extendido, entre muchos de estos que, hasta el día mismo de las elecciones, veían el futuro con esperanza y pleno de posibilidades, una sensación melancólica de abandono y de imposibilidad, incluso de marcha atrás. Justo ahora, cuando parecía por fin que Catalunya, para volver a la metáfora de Gaziel, no iba a deshora, sino a la hora justa, vuelve aquella letanía: dejemos que se desahogue la locura y el sueño. Como si, con eso, finalmente, se hubiera impuesto, en ciertos sectores, un relato que otros han escrito para el futuro Catalunya y que no coincide con la voluntad de las urnas.Sin embargo, en estos días de suspensión del tiempo que siempre comporta la Navidad, quizás no esté mal recordar alguna obviedad: que, en las cosas humanas, no hay nada inexorable, nada decidido a priori. Que todo está en nuestras manos. Que no hay esencias antropológicas que condenen al pueblo de Catalunya a la claudicación ni a la renuncia de un futuro mejor. Que es posible pensar que, esta vez, quizás, hará falta, como pensaba Gaziel que nunca había hecho Catalunya, enseñar las garras y coger el destino con las manos. Gaziel escribía que sólo nos queda "lo único que no hay que perder nunca: la esperanza". Ahora, quizás, además de esperanza, hace falta otra cosa esencial: convicción. Y de eso, esta vez, hay de sobra.

Leer más: http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20121224/54358270149/xavier-antich-que-tipo-de-gente-somos.html#ixzz2FzBvPJ1V
Síguenos en: https://twitter.com/@LaVanguardia | http://facebook.com/LaVanguardia

No hay comentarios:

Publicar un comentario