lunes, 24 de diciembre de 2012

El veneno de Mourinho es autodestructivo

Los dieciséis puntos que separan el Barça del Madrid desactivan el discurso de José Mourinho. Aunque no lo parezca, la hiriente locuacidad del portugués se ha moderado tras haber pactado con Florentino Pérez, auténtico artífice de la desorientación madridista de los últimos años. En el universo culé, seguir las ruedas de prensa de Mourinho se ha convertido en un vicio que se puede practicar en inmejorables condiciones: habiendo ganado en Valladolid y con mucho trabajo (bien) hecho de cara al año 2013.

La decisión de sentar a Casillas en el banquillo ha sido justamente comentado, Mourinho se ha limitado a decir que se trata de una decisión técnica, un eufemismo que suele justificar toda clase de desavenencias. Lo cierto es que, igual que otras figuras del Madrid, Casillas está haciendo una temporada muy por debajo de su nivel habitual. La decisión puede interpretarse como una provocación o como un gesto de autoritarismo (la autoridad es otra cosa). Desde la distancia, parece evidente que el poder intimidador que hasta ahora aportaba Mourinho ya no funciona. Ni contra sus enemigos externos (los árbitros y sus colegas ya no le siguen el juego, especialmente después de la definitiva respuesta de Tito Vilanova), ni contra sus enemigos internos, que sólo le toleran su arrogancia a cambio de resultados. 

Tras ganar títulos importantes en diferentes países, Mourinho mantiene un relato futbolístico que se ciñe a la agresividad y a la extraordinaria transición de contra ataque. El resto de su prestigio y de su popularidad (que a veces se confunden), sin embargo, le vienen de su espectacular y adictivo talento para la confrontación. Un talento que se adapta perfectamente a la industria del conflicto y a la creación de polémicas artificiales que alimentan nuestra bulímica morbosidad. Jerárquicamente cuestionado por la regularidad del Barça, la recaída provisional de Vilanova bloquea cualquier tentación de juego sucio. Es evidente que, como ya demostraron los jugadores del Madrid luciendo la camiseta de apoyo y el último discurso de Florentino Pérez, Mourinho suscribe el deseo de recuperación. Y eso le obliga a renunciar a sus mejores armas. Desde sus inicios, él siempre ha necesitado este veneno para expresarse más allá del juego y de los resultados. Lo ha utilizado repitiendo la misma secuencia de deslumbramiento-arrogancia-victimismo, y para justificar recetas que permiten ganar una Champions con Eto'o de lateral (el mismo Eto'o que, con el Barça, fue decisivo en París y en Roma). En su etapa española, cuando más ha brillado Mourinho ha sido ganándole al Barça y subrayando su desprecio por la prensa, que conecta con parte de la afición (es tan popular que el número 26.163 de la lotería, su fecha de nacimiento, tuvo mucha demanda: no ganó). Pero quienes más lo han desactivado han sido Guardiola y Vilanova. El primero le ganó cuerpo a cuerpo y, desde el dedo en el ojo, ha sido el segundo quien, conscientemente (con declaraciones inapelables) o accidentalmente (con su enfermedad) ha actuado como su antídoto perfecto.

La intensidad de este veneno no debe despreciarse. En muchos deportes, se inculca y se fomenta. En el famoso duelo de ajedrez entre Fisher y Spasski, la prepotencia psicótica de Fisher agrietó la melancólica caballerosidad de Spasski. En situaciones como la que vive el Madrid, el veneno espectacular y megalomaníaco de Mourinho ha perdido eficacia y parece un recurso desesperado. Ya no debilita al rival sino que lo hace fuerte. Y el Madrid no suele sentirse cómodo con este tipo de situaciones. Y, al final, se acaban imponiendo desenlaces como el que sugiere el famoso aforismo de Lichtenberg: "Cuando los que mandan pierdan la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto".

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