sábado, 29 de diciembre de 2012

¿Música para un ocaso?

Fue Cioran quien lo dijo: "En Europa la felicidad terminó en Viena". Viena fue -en su fin-de-siècle- la síntesis perfecta de su imperio, un cosmos plural y complejo que, si bien formaba parte del mundo germánico -Robert Musil no reconocía otra "comunidad nacional" que la comunidad lingüística-, estaba caracterizado por una matizada jovialidad y una relativa indolencia, frente a la rígida concepción del mundo prusiana. No es extraño sino enteramente concorde con este distinto tono vital que la tradición filosófica austriaca se desarrollase como respuesta al idealismo alemán (los conceptos über alles) y oscilase entre el formalismo y el empirismo: "Hay un número incalculable de proposiciones empíricas que, para nosotros, son ciertas. Que aquel a quien se le ha amputado un brazo nunca le volverá a crecer es una de estas proposiciones", escribió Ludwig Wittgenstein.

La estructura política que vertebraba este mundo -este difícil equilibrio- fue la monarquía imperial-real (kaiserlich-königlich), la Kakania de Musil: un destartalado imperio que constituyó "un caso particular y particularmente revelador del mundo moderno". El imperio austrohúngaro fue, en su versión postrera, el resultado de un compromiso -Ausgleich- al que se llegó, en 1867, tras la derrota de Sadowa frente a Alemania, que puso fin a las pretensiones de hegemonía que los Habsburgo tenían sobre el mundo de lengua alemana y reorientó la política de Viena hacia oriente. Este compromiso dividió el imperio en dos zonas -una, germánica, bajo el dominio directo de Viena, y otra, al este, bajo el dominio magiar-, y supuso el inicio de una era liberal instaurada por la Constitución de diciembre de aquel mismo año, que garantizó el derecho de libertad de conciencia, lo que hizo posible, a su vez, una masiva afluencia de judíos, que, en sólo tres generaciones, pasaron de ser poco menos que mendicantes a constituir la casi totalidad de las minorías intelectuales y económicas. El caso de la familia Wittgenstein es paradigmático. Como también lo es la dedicatoria que el historiador François Fejtö puso al frente de su libro Réquiem por un imperio difunto, publicado en 1988: "A la memoria de mi padre, liberal, francmasón y ciudadano leal de la monarquía austrohúngara". 

Una larga cita de Joseph Roth -tomada de La cripta de los capuchinos- da la clave de lo que fue el imperio: "En nuestra monarquía en el fondo no hay nada extraño. Sin los idiotas que nos gobiernan, ni siquiera en su aspecto externo habría tampoco nada extraño (...) Sin embargo, debo decir también que, en esta Europa insensata de los Estados nación y los nacionalismos, las cosas más naturales aparecen como extravagantes. Por ejemplo, el hecho de que los eslovacos, los polacos y rutenos de Galitzia, los judíos encaftanados de Borislan, los tratantes de la Bácska, los musulmanes de Sarajevo, los vendedores de castañas asadas de Mostar se pongan a cantar al unísono el Gott erhalte (himno del imperio compuesto por Joseph Haydn) el 18 de agosto, día del aniversario de Francisco José, en eso, para nosotros, no hay nada de singular".

Paradójica Viena. Como paradójico es que, cada 1 de enero, la misma ciudad en la que el formalismo alcanzó su expresión musical más alta y acabada con Mahler, Schönberg y Webern, difunda al mundo las notas de la música hermosa, optimista y placentera de los Strauss, compuesta y estrenada muchas veces en momentos en que ya apuntaba la decadencia y la crisis de la sociedad en la que surgía. El vals por antonomasia -El Danubio azul- fue escrito pocas semanas después de la derrota de Sadowa, y el estreno de la más famosa de las operetas de Johann Strauss -El murciélago- tuvo lugar a los pocos días del derrumbe de la bolsa acaecido el 9 de mayo de 1873, el viernes negro de indeleble memoria para los burgueses vieneses. No en vano escribió Broch que Viena fue entonces una ciudad al borde de "un alegre apocalipsis". Quizá se pueda pensar, por ello, que la alegre música vienesa que acompaña las primeras horas de cada año tiene algo de música para un ocaso.

Pero no hay tal ocaso: de aquella Viena nos queda -en palabras de José María Valverde- un legado permanente: la revisión de la idea que el hombre tiene de sí mismo, o sea, "el darse cuenta de que pensar no es sino hablar, es decir, que toda la vida mental ocurre precisamente en forma de lenguaje, con tendencia a él, y aceptando su humilde limitación -aunque los metafísicos se hagan la ilusión de que están por encima de él-". De ahí la importancia axial de la palabra de cada persona en su individualidad: una palabra que alcanza su máximo valor cuando es libre; en el bien entendido de que la palabra libre es sólo una, por lo que debe decirse en público lo mismo que se dice en privado; y, si no se tiene coraje para ello, entonces hay que callarse. En consecuencia, ante cualquier situación o problema y en cualquier circunstancia, siempre nos quedará la palabra libre. Esta es la esencia de Europa: palabra libre. Y para la palabra libre no hay ocaso.

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