LEJOS de ser un agujero negro, la memoria resulta beneficiosa ante cataclismos económicos como el actual. Quienes creen que esta crisis nos devolverá al pleistoceno es porque han vivido poco o porque se han olvidado con excesiva facilidad de las miserias recientes. Tomemos como referente la inmensa nevada que cubrió Barcelona hace 50 años por estas fechas. Los copos pusieron un manto bucólico sobre la capital catalana, pero fueron incapaces de camuflar la miseria que ocultaba la Catalunya posterior a la cartilla de racionamiento de posguerra. En 1960 arrancó la década en que los tecnócratas franquistas rompieron con la autarquía, pero aquel año aún estaba marcado por el ungüento para sabañones, las estufas de petróleo, los braseros y la piedra pómez. Un país más rural que las ovejas donde la agricultura generaba una cuarta parte del PIB y empleaba al 42% de la población activa. Sólo el 4% de hogares disponía de frigorífico y algo parecido a un coche, y tan sólo el 1% tenía televisor, un artilugio que sintonizaba una programación extraña y gris, repleta de interferencias y que funcionaba con unas bombillas electrónicas que atendían por válvulas. Suerte que la ciencia avanza una barbaridad, porque, de lo contrario, las tabletas de hoy tendrían un metro cúbico de volumen y pesarían 30 kilos. La máxima manifestación cultural de la época eran los cines, que con dos millones de butacas -más del doble que actualmente-, te torturaban, entre película y película, con una propaganda del régimen denominada No-Do, lo más parecido a un parte visual de guerra y de presunta paz. Eso sí, entonces sobraban vocaciones religiosas. Los seminarios estaban a reventar, entre otras cosas porque echaban de comer gratis. No habrá prima única que nos devuelva a tamaña penuria.
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