LOS escándalos por corrupción dominan el panorama político y ocupan diariamente la narración periodística de nuestra vida pública. No es extraño que la ciudadanía, abrumada por tantas noticias desoladoras, esté perdiendo la confianza en el sistema político. Los comentarios de ascensor han dejado de referirse al tiempo o a la crisis; con sorna o con indignación, con desoladora acidez o con irreprimida indignación, nuestro sistema político está siendo percibido por los ciudadanos de a pie, especialmente por los jóvenes, los más castigados por la crisis, como la reedición ibérica de la cueva de Alí Babá.
Cunde la sospecha de que los comportamientos irregulares en el entorno de los partidos se han desarrollado en un clima de total impunidad. Se extiende entre los ciudadanos el desánimo general ante el exceso de desparpajo e irresponsabilidad con que, pese a las graves sospechas sobre ellos, los partidos hacen frente a la aparición de casos de corrupción. Se está generalizando la impresión de que es todo el sistema político el que está infectado; que la corrupción forma parte de la cultura política del país y que, por lo tanto, la desafección ciudadana -la desconfianza hacia los poderes públicos- está más que justificada. La primera víctima de la corrupción es, por lo tanto, la democracia.
Y es que los casos de corrupción no afectan sólo a los partidos políticos. En mayor o menor grado alcanzan a todas las instituciones. La presidencia del poder judicial quedó meses atrás manchada por un lamentable caso de aprovechamiento privado del dinero público. Los poderes legislativo y ejecutivo, sea en el Parlamento y el Gobierno de España (caso Bárcenas), con una ministra en la cuerda floja, sea en los parlamentos y gobiernos autonómicos, incluido el catalán, están condicionados por incontables sumarios e investigaciones, algunos gravísimos, en los que se habla de cifras millonarias de saqueos sistemáticos del erario, de tráfico de poder y de información privilegiada, de traslado del dinero robado a cuentas en Suiza, de ocultación de dinero al fisco, de doble contabilidad, de cobros ilegales, de hinchamiento del precio de obras públicas, de financiación ilegal. Ahí están los casos Gürtel, Palau, los ERE andaluces, Palma Arena, Campeón, etcétera. Los sumarios y las investigaciones también atañen a numerosos municipios. Por si fuera poco, el caso Nóos implica a Iñaki Urdangarin, con lo que incluso la monarquía ha quedado afectada.
LO peor que tiene este momento histórico presidido por la sobreabundancia de casos de corrupción es que, incluso cuando las denuncias son falsas, incluso cuando los indicios son débiles, incluso cuando las pruebas son escasas, la sociedad tiende a darles credibilidad. El abuso privado de la cosa pública ha llegado a tales cuotas, que la sociedad española cree sin necesidad de pruebas en la culpabilidad de los acusados, mientras que descree cada vez más de la honestidad, seriedad y buena labor de nuestros cargos públicos. Haciéndose eco de este estado de ánimo, no son pocos los corresponsales extranjeros en España que han llegado a asociar la corrupción española a la de los países más corruptos del planeta. La corrupción preocupa a la ciudadanía, pero también preocupa a nuestros aliados en Europa y en el mundo.
Todos estos casos de corrupción serían desoladores en situación de bonanza económica, pero son tremendamente hirientes en el contexto de la crisis económica que castiga a las clases medias y populares, afecta a los servicios básicos del Estado del bienestar (sanidad, educación, protección social) y está condenando a una generación de universitarios a la emigración. La dureza de una crisis que lleva años erosionando las vidas cotidianas de amplios sectores de la población hace más insoportable el espectáculo de una vida pública infectada por unos depredadores que, casi con total impunidad, han estado saqueando las arcas públicas en plena época de sacrificios, recortes y estrecheces.
La indignación de la ciudadanía convierte el tema de la corrupción en la oportunidad única de los salvapatrias y los populistas. Nuestra democracia podría entrar en zona de riesgo si la corrupción se aliase con la demagogia. Nos referimos a la demagogia política, pero también a la demagogia mediática. Es preciso, por lo tanto, afinar el diagnóstico y las soluciones para evitar que al mal de la corrupción tengamos que añadir el mal del populismo. En este sentido, es preciso tomar medidas claras y muy contundentes para evitar que el ruido, los rumores y las falsas acusaciones se fundan con los casos reales y se mezclen con las investigaciones en curso favoreciendo un clima irrespirable que podría colapsar nuestra vida democrática.
SON bienvenidas, por supuesto, las medidas que sugería esta semana la mesa institucional que, presidida por el presidente de la Generalitat en compañía de la máxima representación de la judicatura y de directores de oficinas de control, debatió diversos proyectos legislativos y judiciales que faciliten la limpieza del sistema. Apostar por la transparencia e introducir cambios en la legislación electoral servirá sin duda en el próximo futuro para renovar nuestros viciados mecanismos de representación y control. Pero la urgencia y la gravedad del momento exigen medidas excepcionales y rápidas.
Se trata de preservar el prestigio de nuestro sistema democrático. Se trata de afrontar con responsabilidad y realismo el escepticismo, la desconfianza y el resquemor con que la opinión ciudadana asiste al tremendo espectáculo de la corrupción en todas las instituciones. El nudo de la cuestión, en estos momentos, es qué tipo de filo cortante debe exigirse a las instituciones y a los partidos. Hace unos años, la condena judicial significaba dimisión. Cuando no inhabilitación. Después subió el listón y el corte se afinó: la apertura de un proceso penal, esto es, el banquillo de los acusados, conducía a la dimisión. El grave malestar social que hemos descrito anteriormente, unido al enconamiento de la competición política, parece desplazar ahora el listón más arriba: corte en el momento de la imputación, esto es, en la primera presunción de delito por parte del juez instructor. Imputación: figura garantista del procedimiento penal que concede al afectado el derecho a declarar con la asistencia de un abogado. ¿Debe ser esa la hoja cortante? Hoy, lo fácil sería decir que sí. La plaza pública quiere escarmientos. La sociedad esta necesitada de gestos de catarsis. Imputación-dimisión, sí, en los casos de mayor relevancia. El paradigma no debiera ser inquisitorial. Hay que preservar la libertad de los partidos. Cada palo deberá aguantar su vela, porque, en última instancia, está la sanción de las urnas.
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