domingo, 17 de febrero de 2013

Necesitamos acuerdos nacionales


Han proliferado en los últimos años libros de solvencia acreditada que combaten el lugar común, el mito que perfila a España como un país con una historia diferente, poco canónica según Castro, a la de las naciones de nuestro entorno. Comparto el rechazo hacia los que se regodean en nuestras peculiaridades hasta el punto de justificar en nuestro pasado las causas del atraso en materia económica, nuestro pesimismo o nuestra vocación aislacionista. Estas dos últimas, el pesimismo y una tendencia al ensimismamiento, cuentan hoy en día con firmes y numerosos partidarios, aunque en la actualidad se vistan con otro lenguaje o no nos parezcan del pasado justamente por desconocer nuestra propia historia, característica que me recuerda a Octavio Paz, cuando decía sobre México: “Una sociedad se define no solo por su actitud ante el futuro, sino frente al pasado… Aunque los mexicanos estamos preocupados —mejor dicho: obsesionados— por nuestro pasado... Vivimos entre el mito y la negación, deificamos ciertos periodos, olvidamos otros”.
Acercándome a quienes realizan tan loable esfuerzo, no estamos abocados al fracaso o al desastre. Creo, sin embargo, que sí podemos hablar de desemejanzas entre nuestra historia y la de los países de nuestro entorno; así, por ejemplo, hemos dado solución a finales del siglo pasado a retos, algunos cuestionados en estos momentos, que nuestro entorno había solucionado a principios de siglo pasado, cuando no a finales del XIX.
Una de las peculiaridades de nuestro pasado es la profunda y antigua división de la sociedad española. Ya Américo Castro, que cuenta con mi simpatía aunque me incline hacía Albornoz en la polémica que mantuvieron en su momento, decía: “Una vez resquebrajada la voluntad colectiva en aquel siglo [se refiere al siglo XVII] nunca más volvió a restablecerse; en adelante unos querrán unas cosas y otros las opuestas”. La discusión puede versar sobre el momento, pero la agobiante secuencia de pronunciamientos, Constituciones, guerras civiles —la última, la del 36, fue sin duda la más dramática que nadie pudo pensar—, de duras reacciones ante los intentos de modernización de la sociedad española, nos muestran tanto la profunda e histórica división de los españoles como un ensimismamiento nihilista. Nos hemos movido entre la salvación de la humanidad y —nunca nos han gustado los empeños sin grandeza a unos y a otros— las esencias de una España que a no pocos les parece tan inalterable como inmortal; por ejemplo, en Francia, con una historia también muy accidentada, en los periodos claves de la época moderna una de las fracciones siempre tuvo fuerza suficiente para imponerse. Más recientemente, Tony Judt hace mención a las profundas divisiones del país galo durante el periodo de entreguerras, pero al final el enfrentamiento no fue entre ellos, sino con sus vecinos alemanes.
Los consensos básicos en otros países europeos son más sólidos, sus seguridades están más consolidadas
Ciertamente, el periodo iniciado con la Constitución del 78 pareció acabar con esta perturbadora división. El recuerdo de la guerra y los 40 años de inclemente dictadura indujo a los protagonistas de la Transición a encontrar puntos de concordia, de mínimo acuerdo para convivir, ¡nunca habíamos llegado a tal grado de empatía!; pero como la sociedad española es de frágil memoria, decidió otorgar la mayoría absoluta al PSOE, dando así muestra de que habíamos olvidado el peligro de división. Felipe González, preocupado por esta querencia, intentó una política sin grandes perfiles partidarios, y posteriormente la oposición del PP, más que su primera legislatura, pareció confirmar que el peligro de quiebra de la convivencia había quedado definitivamente en el pasado.
Durante todo este periodo, agravado en los mandatos de José Luis Rodríguez Zapatero por su política de pactos con todos menos con el primer partido de la oposición, algunos hemos venido reivindicando la necesidad de grandes acuerdos entre los dos grandes partidos nacionales sobre cuestiones que son imprescindibles para vivir en paz y libertad, acuerdos que asegurarían largos periodos de progreso, tal vez demasiado lentos para algunos pero mejor garantizados; sin perjudicar, claro está, la necesaria pugna entre posiciones diferentes que garantiza una robusta democracia. Políticas de Estado necesitadas de estos grandes acuerdos han sido y son: la política exterior, que en los países prósperos trasciende a los Gobiernos; la política educativa, que solo puede asegurar su éxito perdurando a través de las legislaturas; y la política antiterrorista. En su momento, la estrategia contra ETA exigió pensar y actuar conjuntamente y hoy todavía su final obliga a concertar los esfuerzos. Las reformas constitucionales o la de los Estatutos de Autonomía también requieren acercar posiciones, por lo menos entre quien gobierna y quien puede gobernar.
Hoy, la crisis económica parece imponer consensos y acuerdos, pero no debemos actuar solo por los retos más urgentes, es imprescindible que nuestra visión rebase la dramática situación actual yendo al fondo de los problemas. Nos hallamos parapetados en una posición o en otra, unas bases de convivencia frágiles, unos denominadores comunes que siguen siendo quebradizos; nos seguimos haciendo preguntas sobre qué somos o hacia dónde vamos, intensificada la angustia que provocan la crisis y el debilitamiento de la legitimidad institucional, agravando esta situación la inexistencia de sólidos proyectos comunes de largo alcance. Todas estas características nos diferencian de los integrantes del club europeo al que pertenecemos; ellos pueden tener problemas comunes con nosotros, pero sus consensos, que son producto de la decantación de su historia “canónica”, son más sólidos, sus seguridades están más consolidadas, sus oscilaciones son menores, su retroceso improbable y, desde luego, menos intenso.
Por esta posición de búsqueda de consensos, largamente defendida por mí, no puedo más que alegrarme por la iniciativa realizada por Alfredo Pérez Rubalcaba de llegar a un acuerdo entre las fuerzas políticas para enfrentar las consecuencias de la crisis económica, pero creo que el pacto hoy en día debe concernir a todo el espacio público español. El desprestigio institucional que afecta a las que deberían ser las instituciones más respetadas, las pretensiones secesionistas del Gobierno catalán, los múltiples casos de corrupción que ensombrecen la política nacional, el hermetismo de las formaciones políticas, la aparición con éxito electoral de opciones personalistas con discursos populistas y con voluntad de situarse en la periferia del sistema, y el desbarajustado debate sobre el futuro del Estado de las autonomías, imponen el mayor reto que la sociedad española ha tenido desde la aprobación de la Constitución del 78.
La sociedad se enfrenta a su mayor reto desde la Constitución del 78
La posibilidad real de que no suceda nada, de que todo siga igual durante un periodo de tiempo más o menos largo no debilita un ápice la realidad descrita. Puede ser el argumento de los más conservadores, de los pusilánimes o de los que defienden su posición privilegiada sin ninguna imaginación. Pero según vaya pasando el tiempo sin tomar medidas adecuadas, las soluciones se tornarán más complicadas y la sociedad se mostrará más inquieta e insatisfecha, deslegitimando a los responsables de tomar decisiones: instituciones y partidos políticos.
Vuelve otra vez la sociedad española a encontrarse en una encrucijada: no hacer nada, ofrecer soluciones partidarias o buscar posiciones compartidas para salir del marasmo en el que nos encontramos. Con frecuencia en el pasado hemos oscilado entre la oposición a cambios que la realidad imponía y soluciones maximalistas de una u otra posición ideológica. El éxito de la Transición se fraguó al elegir una tercera opción, la del Acuerdo Amplio. Para conseguir aquellos acuerdos, que hicieron posible la experiencia democrática más fructífera de nuestra historia reciente, Fraga, Carrillo, González y Suarez supieron elevarse por encima de las siglas, de los intereses inmediatos de su grey, de sus programas máximos, estableciendo complicidades mínimas suficientes... ¿Están en condiciones de hacer otro tanto los líderes actuales? ¿Tienen brío moral e intelectual suficiente para andar ese complicado camino? En las respuestas a estas preguntas estará nuestro incierto futuro.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.
fuentes http://elpais.com/elpais

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