lunes, 25 de febrero de 2013

Más allá de las fórmulas simples

La tesis de Acemoglu y Johnson sobre el “fracaso de las naciones” ha sido acogida por algunos como una oportuna explicación de la crisis de nuestro sistema político. Es una tesis sugerente, aunque discutida por algunos historiadores de la economía. Lo cierto es que se trata de una tesis mediáticamente agradecida al identificar culpables definidos. Y tiene además el mérito de la “parsimonia” con la que se encuentran cómodos algunos científicos sociales cuando tratan de interpretar fenómenos colectivos: la explicación se presenta como más convincente cuanto más sencilla —o más simplista— es.

Es atractiva la atribución de la responsabilidad de la crisis a unas “élites extractivas” que se han beneficiado de su posición dominante en las instituciones. Protegidos por la profesionalización endogámica de los partidos y por un sistema electoral poco personalizado, los políticos se habrían convertido en nuestras “élites extractivas” autóctonas. En términos más clásicos, una oligarquía de profesionales se habría apoderado de los mecanismos institucionales para su personal provecho y habría bloqueado la adaptación del sistema a necesarios cambios sociales y económicos. Entre los efectos negativos de este bloqueo, florecerían la corrupción y su impunidad.

La receta para romper esta dinámica perversa pivotaría sobre dos puntos básicos. El primero sería la depuración drástica de la casta corrupta mediante instrumentos penales más severos, como un reflejo legal del “todos fuera” cuando no del “todos a la cárcel”. El segundo ingrediente apuntaría a las reformas institucionales, entre ellas, la persistente apelación a una revisión del sistema electoral para acabar con el control oligárquico de la representación política. No hay que menospreciar los efectos paliativos de esta doble terapia. Pero es dudoso que sirviera para corregir a medio y largo plazo el problema de fondo de nuestro sistema político. Porque el tratamiento recomendado intenta corregir defectos importantes y muy evidentes del sistema pero no ataca otros de donde nacen los más visibles.

Es abundantísima la literatura internacional sobre los orígenes y los remedios de la corrupción. Empieza a serlo también en España (Iglesias, Jiménez, Laporta, Lapuente, Nieto o Villoria, entre otros). Sus indicaciones no son siempre coincidentes, pero aportan diagnósticos y tratamientos más refinados, algo menos simples y más a largo plazo. Me interesa señalar las que se fundan en la comparación con sociedades europeas donde la integridad de responsables públicos y empresariales es mucho más sólida. Se trata de sociedades caracterizadas por la existencia de un mayor interés por la política, más confianza social, menor desigualdad económica y mayor desarrollo humano, según acreditan los correspondientes rankings de organismos internacionales competentes. A veces se invocan también factores histórico-culturales e institucionales como origen de un mejor asentamiento de las instituciones democráticas y de la infrecuencia de comportamientos corruptos.

Pero se ha hecho notar además que son también sociedades cuyos gobiernos desarrollan desde hace décadas unas políticas sociales redistributivas en términos de carga fiscal y gasto público. Su énfasis en políticas educativas, sanitarias y de protección social ha sido —como sabemos— el rasgo fundamental de un “estado social” que ha conseguido aumentar la igualdad económica entre sus ciudadanos. Sus efectos beneficiosos para incrementar la confianza social han sido más robustos cuando aquellas políticas sociales se han aplicado con carácter universal y no de manera discriminatoria o means-tested.

Los países mejor clasificados en el ‘ranking’ de integridad política tienen sistemas electorales proporcionales

Hay que advertir que esta asociación de datos de carácter económico, cultural y político no aclara siempre dónde está la causa y dónde el efecto. Pero obliga a una imprescindible reflexión sobre la interrelación entre integridad pública, igualdad económica y confianza social. Una reflexión que descubre el carácter insuficiente de los remedios anticorrupción que suelen tener mayor apoyo en la opinión pública y en la opinión publicada. De pasada, es bueno resaltar que los países mejor clasificados en el ranking de la integridad política presentan dos caracteres que algunos denuncian aquí como nocivos para la misma: una tasa elevada de empleo público y la vigencia de sistemas electorales proporcionales.

Afirmaba ya Aristóteles que las comunidades políticas más estables eran las formadas por ciudadanos con recursos económicos equiparables porque les comprometía de forma más solidaria con la cosa pública. La desigualdad, en cambio, alimenta la desconfianza, el enfrentamiento y la corrupción. Es bueno recordar esta recomendación del clásico junto con lo que aportan los análisis contemporáneos. Especialmente cuando las políticas socioeconómicas dominantes están incrementando ahora la desigualdad en lugar de disminuirla. Aun sin adoptar una tesis excesivamente mecanicista, no parece que sea éste el mejor punto de arranque para reforzar la democracia y desterrar la corrupción. Se sabe que desigualdad, desconfianza social y corrupción son taras sociales de las que cuesta desprenderse. Razón de más para no seguir cargando con el lastre de una creciente desigualdad social cuando se pretende evitar la degradación de la calidad y de la integridad de nuestra política. Sin prescindir de ellas, no bastará acudir a recetas penales o institucionales. Será necesario completarlas con políticas sociales y económicas redistributivas que aparecen como asiduas compañeras de las democracias más sólidas y más íntegras.

Josep M. Vallès es catedrático emérito de ciencia política (UAB).
NOTICIAS RELACIONADAS
fuenteshttp://elpais.com/elpais/

No hay comentarios:

Publicar un comentario