Minorías creativas las hay en todas partes; en la Península, y en esta coyuntura demencial, apenas se las escucha
De Menorca, regreso siempre enamorado. Pocos lugares conozco tan hermosos como esta isla, salvada de los destrozos que asuelan nuestras costas. La visité hace una semana, guiado por el novelista y jurista Josep M. Quintana, tan sabio como amable, historiador local y poseedor de una aguda visión global. Sus novelas despliegan con elegancia una amplia panorámica: la Guerra Civil en la isla; las vicisitudes de una estirpe griega que se instaló en la Menorca del XVIII, o el sitio turco de Ciutadella y el destino de los menorquines vendidos como esclavos en Constantinopla. Quintana no escribe novela histórica convencional: a partir de unos personajes contemporáneos, siempre preocupados por aclarar unos momentos oscuros del pasado, intenta reconstruir el alma de la Menorca perdida tras los cerros del recuerdo.
El presente nos marea como un mar atormentado, pero en Menorca he tenido la impresión de reencontrar el sentido y la calma perdidas. El tiempo de la isla todavía mantiene allí su viejo orden; las conversaciones todavía pueden ser razonables y directas (y no fragmentarias, apresuradas, impersonales); la vida civil menorquina todavía se articula a partir del trato cercano y deferente.
En tiempos pasados, las características de una isla asustaban. Los límites forzosos que el mar impone al territorio eran percibidos como la representación territorial de los condicionamientos de la vida humana. Una vida atrapada en los límites de un cuerpo y sometida a la dictadura del tiempo. La isla era la metáfora de la desolada sumisión de la mente (que desconoce las fronteras) al imperio opresivo de la realidad (que tantos límites impone). Las islas inspiraron un verbo, aislamiento que expresa todos los aspectos negativos que supuestamente lleva implícita nuestra humana condición: soledad, hermetismo, desconexión, confinamiento, reclusión. Una isla era como una prisión geográfica. No es extraño que la literatura del confinamiento sea tan abundante: del Napoleón internado en Santa Elena hasta las islas de leprosos; del islote en el que los piratas escondían el tesoro a la isla del laborioso Crusoe. Desterrados, enfermos, proscritos y perdidos quedaban recluidos en la prisión isleña: enclaustrados, desconectados del mundo, seccionadas las alas de la libertad.
Pero el desarrollo de las comunicaciones aérea y marítima, junto con la revolución digital, han puesto las islas de moda: ahora son descritas como paraísos. Territorios estrictamente vacacionales, espacios del dolce far niente, lugares en los que reposar del estrés (sea en unos días de juerga continua, sea por alejamiento terapéutico del mundanal ruido). Pero las islas que responden a la especialización turística se están convirtiendo en espacios artificiales: sin vida comunitaria y con el paisaje hecho unos zorros, se adaptan cual decorado de cartón piedra a lo que el visitante reclama.
Seguramente debido a una historia muy singular, la isla de Menorca no es para nada artificial. Los menorquines han visto pasar todo tipo de gente (de los romanos a los ingleses, de los árabes a los catalanes, de los franceses a los españoles), y ahora ven pasar bastantes turistas. Todos han dejado su huella en la isla, sí, pero nadie ha podido uniformarlos (en el caso de los ingleses, es que no quisieron: en el siglo XVIII permitieron a los menorquines tal libertad, esencialmente económica, que favorecieron la eclosión de fértiles núcleos ilustrados, inéditos en el entorno catalán y español). Por ello, a pesar de que son pocos y que su isla es pequeña, los menorquines mantienen un muy buen tono social, renovado por minorías creativas que reflexionan y se comprometen.
Minorías creativas, por fortuna, las hay en todas partes. Sucede que en la Península, dominada por una coyuntura demencial, apenas se las escucha. En Menorca, tuve la impresión de que las minorías creativas son muy escuchadas. Realizan una gran labor. Por ejemplo: en la Illa del Rei, situada en el interior del puerto de Maó, se alzaba un grandioso hospital, construido por los ingleses, que fue abandonado. Invadido por la maleza y expoliado, era una pura ruina. Isleños de todas las ideologías decidieron recuperar aquellos formidables espacios y hacer revivir la Illa del Rei. Crearon una fundación y han logrado restaurar el hospital casi por completo. Recuperan el edificio, están creando un museo de la medicina y la farmacia, cultivan un gran jardín de plantas medicinales y mediterráneas y acumulan testimonios de la vida menorquina. Se encuentran cada domingo de nueve a once. Trabajan en común. Gente de derechas e izquierdas, catalanófilos e hispanófilos, militares y pacifistas, autóctonos, ingleses y veraneantes. Dos horas del domingo destinadas al común: reconstruir una ruina colectiva. Un ejemplo de cómo deberíamos afrontar los peninsulares estos tiempos de ruina económica, política y moral.
Leer más: http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20130204/54365055434/el-invierno-en-menorca-antoni-puigverd.html#ixzz2JuWzHQ9s
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El presente nos marea como un mar atormentado, pero en Menorca he tenido la impresión de reencontrar el sentido y la calma perdidas. El tiempo de la isla todavía mantiene allí su viejo orden; las conversaciones todavía pueden ser razonables y directas (y no fragmentarias, apresuradas, impersonales); la vida civil menorquina todavía se articula a partir del trato cercano y deferente.
En tiempos pasados, las características de una isla asustaban. Los límites forzosos que el mar impone al territorio eran percibidos como la representación territorial de los condicionamientos de la vida humana. Una vida atrapada en los límites de un cuerpo y sometida a la dictadura del tiempo. La isla era la metáfora de la desolada sumisión de la mente (que desconoce las fronteras) al imperio opresivo de la realidad (que tantos límites impone). Las islas inspiraron un verbo, aislamiento que expresa todos los aspectos negativos que supuestamente lleva implícita nuestra humana condición: soledad, hermetismo, desconexión, confinamiento, reclusión. Una isla era como una prisión geográfica. No es extraño que la literatura del confinamiento sea tan abundante: del Napoleón internado en Santa Elena hasta las islas de leprosos; del islote en el que los piratas escondían el tesoro a la isla del laborioso Crusoe. Desterrados, enfermos, proscritos y perdidos quedaban recluidos en la prisión isleña: enclaustrados, desconectados del mundo, seccionadas las alas de la libertad.
Pero el desarrollo de las comunicaciones aérea y marítima, junto con la revolución digital, han puesto las islas de moda: ahora son descritas como paraísos. Territorios estrictamente vacacionales, espacios del dolce far niente, lugares en los que reposar del estrés (sea en unos días de juerga continua, sea por alejamiento terapéutico del mundanal ruido). Pero las islas que responden a la especialización turística se están convirtiendo en espacios artificiales: sin vida comunitaria y con el paisaje hecho unos zorros, se adaptan cual decorado de cartón piedra a lo que el visitante reclama.
Seguramente debido a una historia muy singular, la isla de Menorca no es para nada artificial. Los menorquines han visto pasar todo tipo de gente (de los romanos a los ingleses, de los árabes a los catalanes, de los franceses a los españoles), y ahora ven pasar bastantes turistas. Todos han dejado su huella en la isla, sí, pero nadie ha podido uniformarlos (en el caso de los ingleses, es que no quisieron: en el siglo XVIII permitieron a los menorquines tal libertad, esencialmente económica, que favorecieron la eclosión de fértiles núcleos ilustrados, inéditos en el entorno catalán y español). Por ello, a pesar de que son pocos y que su isla es pequeña, los menorquines mantienen un muy buen tono social, renovado por minorías creativas que reflexionan y se comprometen.
Minorías creativas, por fortuna, las hay en todas partes. Sucede que en la Península, dominada por una coyuntura demencial, apenas se las escucha. En Menorca, tuve la impresión de que las minorías creativas son muy escuchadas. Realizan una gran labor. Por ejemplo: en la Illa del Rei, situada en el interior del puerto de Maó, se alzaba un grandioso hospital, construido por los ingleses, que fue abandonado. Invadido por la maleza y expoliado, era una pura ruina. Isleños de todas las ideologías decidieron recuperar aquellos formidables espacios y hacer revivir la Illa del Rei. Crearon una fundación y han logrado restaurar el hospital casi por completo. Recuperan el edificio, están creando un museo de la medicina y la farmacia, cultivan un gran jardín de plantas medicinales y mediterráneas y acumulan testimonios de la vida menorquina. Se encuentran cada domingo de nueve a once. Trabajan en común. Gente de derechas e izquierdas, catalanófilos e hispanófilos, militares y pacifistas, autóctonos, ingleses y veraneantes. Dos horas del domingo destinadas al común: reconstruir una ruina colectiva. Un ejemplo de cómo deberíamos afrontar los peninsulares estos tiempos de ruina económica, política y moral.
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