martes, 10 de septiembre de 2013

El periodista humilde

En la primera conversación que tuve con Juan Luis Cebrián cuando fui nombrado director de EL PAÍS, mi antecesor me dio una serie de consejos. Uno de los más valiosos fue: “Ten siempre cerca a Jesús de la Serna. Cuando no sepas qué hacer, pregúntale”. Así se inició, desde finales de los años ochenta, una fecundísima colaboración con uno de los pocos maestros reales (¡cómo abominaría Jesús de este calificativo aplicado a él, siendo tan cierto!) del periodismo que ha tenido nuestra generación. Primero en el periódico y luego en la Escuela de Periodismo UAM/EL PAÍS (de la que él fue uno de los creadores) siempre procuré, por propio egoísmo, estar a su lado, beneficiarme de su sabiduría y experiencia, escucharlo, apoyarme en él; mi despacho, siempre al lado del suyo.
Así nació una relación profesional de más de un cuarto de siglo (antes había sido mi director en Informaciones, pero aquel contacto fue, lógicamente, más distante) que devino poco a poco en amistad, aumentada por el hecho de nuestra presencia en Cantabria (Ontoria, donde tenía su casa, era su “útero materno”), donde nos veíamos todos los veranos, excepto este último, en el que ya su debilidad extrema no le permitió estar.
Maestro y amigo: casi nada. Cuando ahora, de sopetón, pienso cuál ha sido la mejor lección que nos ha transmitido Jesús de la Serna a sus innumerables alumnos, de la vida, del periódico y de la Escuela de Periodismo (donde dio clases hasta su jubilación real hace tres o cuatro años), creo que ha sido la de la humildad. Era grande y humilde al mismo tiempo. Todavía hizo gala de esa extrema humildad antes del verano, cuando los cuatro directores de EL PAÍS, tan deudores de su persona y de su obra, fuimos a entregarle el Premio Ortega y Gasset de Periodismo a una trayectoria. Preguntado una vez por qué en tan larga vida periodística había firmado tan poco y casi siempre estaba en las bambalinas de los periódicos, respondió: “Siendo nieto de Concha Espina e hijo de Víctor de la Serna no puedo permitirme el lujo de escribir muchas tonterías”. No le gustaban nada los pavos reales de nuestro oficio, aquellos que en los momentos de esplendor “se creen reyes o dioses”. En la Escuela de Periodismo decía el primer día a los recién llegados que el periodismo no se enseña pero sí se aprende; que el buen periodista tiene tres virtudes, trabajo, sentido común y salud, y coincidió en varios talleres con García Márquez en que éste es el mejor oficio del mundo.
En los últimos tiempos, dependiente de una bombona de oxígeno, De la Serna ya no salía de casa. Hasta los penúltimos tiempos seguía leyendo todos los periódicos en papel y si EL PAÍS hubiera querido un auditor diario de sus contenidos lo hubiera podido tener en Jesús, que lo devoraba con exhaustividad. Durante los últimos meses, debilitada ya su vista, aprendió las virtudes de la tableta digital, en la que leía los periódicos y los libros que le bajaban sus hijos y sus nietos, aumentando el tamaño de la letra. A los interlocutores que le visitaban con asiduidad les contaba dos pesadillas recurrentes. Una, le había acompañado toda la vida: era el director de un periódico y daba la orden al jefe de talleres de empezar a imprimirlo sin tener primera página. La segunda, más dolorosa y que le martirizaba: que a consecuencia de la crisis, EL PAÍS desaparecía, como lo habían hecho Pueblo e Informaciones.
Jesús de la Serna, hijo, hermano, padre y marido de periodistas, ha muerto rodeado de los suyos. Consciente hasta el último momento, sabía que una buena parte de lo que había sido y de la buena vida que había tenido, se lo debía a Pura Ramos, su mujer, periodista en activo, que tanto lo ha protegido hasta el final. Siento un gran orgullo por haber podido conocerlo y acompañarlo en el último cuarto de siglo de su vida. Hace unos meses encargó a su hijo Diego (periodista) que arreglase su vieja máquina de escribir Underwood, de más de un siglo de existencia, que le acompañó de un despacho a otro, y me la regaló. Emocionado, la tengo en un lugar preferente en mi casa, muy presente, para que no se me olvide nunca lo que me enseñó. Ojalá haya aprendido algo de él.
fuentesEn la primera conversación que tuve con Juan Luis Cebrián cuando fui nombrado director de EL PAÍS, mi antecesor me dio una serie de consejos. Uno de los más valiosos fue: “Ten siempre cerca a Jesús de la Serna. Cuando no sepas qué hacer, pregúntale”. Así se inició, desde finales de los años ochenta, una fecundísima colaboración con uno de los pocos maestros reales (¡cómo abominaría Jesús de este calificativo aplicado a él, siendo tan cierto!) del periodismo que ha tenido nuestra generación. Primero en el periódico y luego en la Escuela de Periodismo UAM/EL PAÍS (de la que él fue uno de los creadores) siempre procuré, por propio egoísmo, estar a su lado, beneficiarme de su sabiduría y experiencia, escucharlo, apoyarme en él; mi despacho, siempre al lado del suyo.
Así nació una relación profesional de más de un cuarto de siglo (antes había sido mi director en Informaciones, pero aquel contacto fue, lógicamente, más distante) que devino poco a poco en amistad, aumentada por el hecho de nuestra presencia en Cantabria (Ontoria, donde tenía su casa, era su “útero materno”), donde nos veíamos todos los veranos, excepto este último, en el que ya su debilidad extrema no le permitió estar.
Maestro y amigo: casi nada. Cuando ahora, de sopetón, pienso cuál ha sido la mejor lección que nos ha transmitido Jesús de la Serna a sus innumerables alumnos, de la vida, del periódico y de la Escuela de Periodismo (donde dio clases hasta su jubilación real hace tres o cuatro años), creo que ha sido la de la humildad. Era grande y humilde al mismo tiempo. Todavía hizo gala de esa extrema humildad antes del verano, cuando los cuatro directores de EL PAÍS, tan deudores de su persona y de su obra, fuimos a entregarle el Premio Ortega y Gasset de Periodismo a una trayectoria. Preguntado una vez por qué en tan larga vida periodística había firmado tan poco y casi siempre estaba en las bambalinas de los periódicos, respondió: “Siendo nieto de Concha Espina e hijo de Víctor de la Serna no puedo permitirme el lujo de escribir muchas tonterías”. No le gustaban nada los pavos reales de nuestro oficio, aquellos que en los momentos de esplendor “se creen reyes o dioses”. En la Escuela de Periodismo decía el primer día a los recién llegados que el periodismo no se enseña pero sí se aprende; que el buen periodista tiene tres virtudes, trabajo, sentido común y salud, y coincidió en varios talleres con García Márquez en que éste es el mejor oficio del mundo.
En los últimos tiempos, dependiente de una bombona de oxígeno, De la Serna ya no salía de casa. Hasta los penúltimos tiempos seguía leyendo todos los periódicos en papel y si EL PAÍS hubiera querido un auditor diario de sus contenidos lo hubiera podido tener en Jesús, que lo devoraba con exhaustividad. Durante los últimos meses, debilitada ya su vista, aprendió las virtudes de la tableta digital, en la que leía los periódicos y los libros que le bajaban sus hijos y sus nietos, aumentando el tamaño de la letra. A los interlocutores que le visitaban con asiduidad les contaba dos pesadillas recurrentes. Una, le había acompañado toda la vida: era el director de un periódico y daba la orden al jefe de talleres de empezar a imprimirlo sin tener primera página. La segunda, más dolorosa y que le martirizaba: que a consecuencia de la crisis, EL PAÍS desaparecía, como lo habían hecho Pueblo e Informaciones.
Jesús de la Serna, hijo, hermano, padre y marido de periodistas, ha muerto rodeado de los suyos. Consciente hasta el último momento, sabía que una buena parte de lo que había sido y de la buena vida que había tenido, se lo debía a Pura Ramos, su mujer, periodista en activo, que tanto lo ha protegido hasta el final. Siento un gran orgullo por haber podido conocerlo y acompañarlo en el último cuarto de siglo de su vida. Hace unos meses encargó a su hijo Diego (periodista) que arreglase su vieja máquina de escribir Underwood, de más de un siglo de existencia, que le acompañó de un despacho a otro, y me la regaló. Emocionado, la tengo en un lugar preferente en mi casa, muy presente, para que no se me olvide nunca lo que me enseñó. Ojalá haya aprendido algo de él.

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