domingo, 22 de septiembre de 2013

El genio y sus musas

Sí, las chicas éramos más proclives a la ensoñación romántica con posibilidad de entrega (física) total. No sé si eso sigue siendo así, pero hace unos cuantos años, tantos como aquellos que tiene la democracia, las chicas de instituto que padecíamos la enfermedad de la literatura nos hubiéramos rendido al primer autor que hubiéramos visto en carne mortal. Qué peligro. Mi instituto no pillaba muy lejos del Café Gijón, de tal forma, que todos aquellos escritores del bando rijoso que calentaban allí la silla esperando seducir a las pocas muchachas jóvenes que entonces se atrevían a entrar, podían haber emprendido el camino del Paseo del Prado (si hubieran sido menos diletantes), haber subido la Cuesta de Moyano y luego esa otra cuesta más empinada que conduce al Observatorio Astronómico de Madrid. Detrás del Observatorio, en el propio parque del Retiro, como si fuera el edén soñado de cualquier mente proclive a las Lolitas, se escondía el instituto (entonces femenino) Isabel la Católica. Las había que soñaban con los muchachos del Colegio de Obras Públicas, que exudaban salud y chulería, y las había que leían… Estas últimas hubieran sido capaces de entregar su juventud a los cuidados de un poeta tísico. Pero, por suerte, para ellas, ya digo, a los escribidores les podía la pereza o el convencimiento de que eran las jóvenes las que debían acercarse al café, y la tapia del instituto solo era rondada por unos pajilleros que huían atemorizados de los gritos de las chicas o algún novio formal. No estábamos menos locas las groupies literarias que las musicales, aunque la groupie musical acababa teniendo más mundo por aquello de que la música viaja mejor y tiende menos al retestinamiento provinciano.
Joyce Maynard era una de aquellas chicas. Era como yo. O como usted, incauta lectora, a una edad tierna. Ni más ni menos tonta. Estaba recién aterrizada en la Universidad de Yale y había publicado un cuento en una revista universitaria. Al mes, recibió una carta escrita con el tono, la voz, el estilo amado de Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno. La firmaba el autor de la obra, aunque el autor de la obra parecía poseído por el espíritu insatisfecho y mordaz, inocente e hipercrítico, arrogante y vulnerable de su personaje. De pronto, la joven Joyce se vio en correspondencia privilegiada con el ser que daba voz a una edad de la vida, con el personaje que se convirtió en la imagen sublimada de todos los lectores jóvenes que leían su aventura.
El resto de la historia es bien sabido, la narró su protagonista en el libro de memorias At home in the world. Joyce abandonó Yale y emprendió una misión más arriesgada y, según ella creía entonces, más noble que la de pasarse cuatro años encerrada en un campus universitario: la de cuidar al dueño de aquella voz epistolar que le decía: “Yo no podía crear ningún personaje al que quisiera como te quiero a ti”. La joven Maynard decidió dejarlo todo e irse a vivir con Holden Cauldfield, aunque obviamente se encontró con Salinger, un autor de 53 años de edad. El trato, como cualquier persona madura hubiera previsto, era desigual: Maynard renunciaba a su vida y Salinger no renunciaba a nada. La relación se convirtió en una suerte de adoctrinamiento por parte del maestro, que una vez saciado su capricho y desvelado el secreto de la inocencia, puso en manos de la ya no tan pura muchacha cincuenta dólares y la mandó de vuelta a casa.
Como equipaje Joyce regresaba con una carga contradictoria, que consistía en la ligera sospecha de haber sido utilizada y en una orden tajante del maestro: prohibido divulgar cualquier aspecto de mi privacidad, que como todos mis seguidores saben, es sagrada. Porque tan cierto como que la intimidad de Salinger quiso ser vulnerada en algunas ocasiones era que sus lectores le consideraban una especie de santo en un retiro espiritual.
La pureza estaba en chicas de 14 a 18. Y duraba poco. Una vez que Salinger se saciaba las ponía en la calle
Ahora llegan, con bombo y platillo poco salingerianos, una biografía, un documental, y la extravagante promesa de unos inéditos que comenzarían a publicarse en 2015, según voluntad del autor. Si así fuera, el ermitaño Salinger sería más bien un extraordinario manipulador de su posteridad, un experto en marketing.Personalmente, no sé qué más se puede saber del genio. Leeré, por supuesto, estos nuevos misterios desvelados de su vida, pero no estoy segura de sentirme cómoda haciéndolo. No por respeto a él, que a estas alturas ni siente ni padece, sino porque sospecho que cada nuevo dato de su vida ha de aumentar su perfil de tipo manipulador y algo sórdido.
Joyce publicaba un artículo en The New York Times esta semana: “¿Era Salinger demasiado puro para este mundo?”. Pregunta a la que ella misma respondía con un no rotundo. Las puras, las inocentes, eran las chicas enfermas de su literatura a las que él desde su retiro echaba la caña. La tesis de los autores de la biografía, Salerno y Shields, abunda en la idea de que el trauma de la Segunda Guerra Mundial llevó al autor a detestar el corrompido mundo y a buscar sin descanso la pureza. La pureza se encontraba en chicas de 14 a 18. Y duraba poco. Una vez que el autor se saciaba de ellas y apreciaba las primeras señales de madurez o corrupción, las ponía de patitas en la calle.


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