domingo, 29 de septiembre de 2013

El juego catalán de los aprendices del brujo del PP

El Partido Popular y el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, hacen frente estos meses a una disyuntiva importante: comportarse como una simple máquina de poder que busca a cualquier precio la manera de ganar las dificilísimas elecciones de 2015, aunque sea trasladando el pesado coste de esa estrategia a las instituciones del Estado, o moderar esa maniobra de forma que no implique daño irreparable para las organizaciones fundamentales del Estado.
La observación de comportamientos anteriores del PP no invita al optimismo. Desde hace bastantes años, el principal partido conservador de España ha roto esa alternativa buscando siempre el beneficio electoral inmediato. Es decir, buscando causas que podían incentivar a sus electores, aunque significaran fracturar la sociedad y el desprestigio de las instituciones creadas por la Constitución de 1978. No fue José María Aznar el principal responsable de esa estrategia, al menos en su primer mandado, bastante cuidadoso con no provocar fracturas sociales. Se dibujó con mucha claridad cuando Aznar y el actual presidente optaron por utilizar la lucha antiterrorista como elemento capaz de provocar esa fractura de la sociedad. Lo hicieron a raíz del 11-M cuando eligieron minimizar sus errores poniendo en duda la profesionalidad de las fuerzas de seguridad y la honestidad democrática de sus oponentes políticos, convertidos ambos, en virtud de sus intereses electorales, en sospechosos de cooperar con un asesinato en masa. Lo hizo Rajoy cuando acusó en sede parlamentaria a un presidente del Gobierno de España de “traicionar a los muertos” causados por el terrorismo.
La gran disyuntiva que se plantea ahora a los responsables del PP es convertir o no el debate sobre Cataluña en una nueva causa de fractura, en una manera de recuperar voto aun a costa de provocar el rearme del nacionalismo español más montaraz y de entregar la Generalitat al nacionalismo catalán más insociable. El silencio del presidente del Gobierno, la inmovilidad total del PP, puede tener como consecuencia la radicalización del independentismo catalán, de manera que la opción secesionista termine asociada a Esquerra Republicana de Catalunya y a la CUP, convertidas en minorías mayoritarias más fuertes que una indefinida Convergència i Unió. Un escenario de fractura que tendría costes, pero que convendría seguramente a la maquinaria de poder del PP, dispuesta siempre a arrojar el precio de sus desgarros sobre las espaldas de las instituciones del Estado.
Todavía debería ser posible que quienes dentro del PP conocen la historia de España recapaciten y se opongan a una estrategia “catalana” que busque dejar la Generalitat en manos de los más radicales, con un PSC hundido y una CiU muy debilitada. Una estrategia que quiera hacer tan frágiles a los socialistas en Cataluña que no logren recomponerse electoralmente durante años en toda España. Que deje las instituciones en manos de ERC.
El resultado de una política semejante tendría muchos peligros. Puede que los brujos del PP piensen que la única carta que les queda, la única fractura con rendimiento electoral, es la batalla “nacional”, dado que la situación económica y del empleo no experimentarán mejoría apreciable y que hasta la batalla “católica”, tan querida por Alberto Ruiz-Gallardón, ha perdido toda su fuerza, con un Papa, Francisco, que parece más deseoso del diálogo que de la confrontación. Pero ni siquiera esa creencia, que alimentan los aprendices de Karl Rove dentro del PP, que sueñan con aniquilar al PSOE, podría justificar una estrategia con tantos riesgos y tan altos costes institucionales.
Quizá el PP se lance, pese a todo, por ese camino. Ojalá los ciudadanos hayamos aprendido para entonces cómo se resta y cómo se suma en política y no nos dejemos capturar en unas redes tan asfixiantes como las que mantienen que para desanimar al independentismo catalán lo mejor es reforzar el nacionalismo español. Ya sabemos cómo es todo eso. Ya sabemos lo que cuestan las “causas fracturantes” de las que habló hace tiempo José María Ridao.

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