martes, 9 de julio de 2013

Y nunca pasa nada

Cada vez que una decisión judicial relacionada con la corrupción implica a políticos, el bando adversario salta de gozo y el propio lo devuelve con un revés, como si formara parte de una persecución general contra su partido. Se suceden las informaciones escandalosas sobre la trama Gürtel y el extesorero Bárcenas, pero políticamente no pasa nada. Se sucede la interminable ristra de presuntos delitos en Baleares, Valencia, Cataluña, pero los efectos políticos se producen con cuentagotas. Y la investigación por el desvío de fondos de la Junta de Andalucía apunta a elevados niveles de responsabilidad, quedando el proceso de sucesión de José Antonio Griñán ahogado en un mar de especulaciones. La justicia va muy despacio, la política presenta una apariencia imperturbable y los ecos que llegan desde esa élite es que nada alterará proyectos ni calendarios.
Una base importante de la moral pública, de los valores cívicos, es que exista confianza suficiente en la policía y en la justicia. No es así en España, donde la política se apresura a denunciar maniobras oscuras contra los afectados y sugiere a adictos y simpatizantes que lo pongan todo en cuarentena. Es lo que defendieron el PP y el propio Mariano Rajoy cuando Bárcenas resultó imputado por primera vez: nadie iba a probar nada en contra de persona tan honorable. Es lo que proclama ahora el PSOE respecto al asunto de los ERE andaluces, cuando señala que la juez del caso se injiere en el calendario del partido (calendario que solo conocía la dirección del PSOE andaluz). Una música similar procede de la orquesta del nacionalismo catalán: “Lo que dice la fiscalía no es palabra de Dios”, recuérdese la reciente aportación de Artur Mas.
La desesperante lentitud de la justicia se corresponde con la negativa contumaz de los partidos afectados a aceptar responsabilidades. Si se escucha a los escrutadores de la opinión pública, la respuesta es que una gran mayoría de españoles creen vivir en un país bastante decente, pero están desorientados y profundamente desenganchados de la élite y de las instituciones. No hay contestación a la democracia como sistema ni síntomas fuertes de rebelión, sino un pragmático deseo de que la democracia funcione. Les preocupa el fracaso de los resultados cosechados por los que ejercen o han ejercido el poder, se niegan a creer que la crisis económica y política no tenga arreglo, y piensan que el problema reside en que los pilotos (anteriores y actuales) son malos.
Muchas voces hablan de la Ley de Transparencia como la palanca capaz de trocar los males en bienes. Una norma de ese tipo reducirá la opacidad y disciplinará un poco a las instituciones incluidas en el perímetro de la ley, pero hay pruebas de que no constituye una prioridad, por más que Gobiernos de distinto signo se hayan ocupado de ella. El de Zapatero aprobó un proyecto en el verano de 2011, si bien él mismo disolvió las Cortes a los pocos días y la presunta ley se quedó en el limbo. El de Rajoy volvió a aprobarlo un año más tarde, pero el baqueteado proyecto continúa pendiente de tramitación parlamentaria en este verano de 2013. Parece más urgente que algún colaborador haga el gasto de denunciar una “causa general”, dónde va a parar...
Será muy difícil salir de este círculo vicioso sin una gran cura de rigor político. Probablemente eso es más importante que discutir de bipartidismos imperfectos o de la edad de los capitanes, porque el hecho de un poder repartido entre muchos no implica garantías automáticas de restablecimiento de la moral pública, aunque bien es cierto que tampoco las ha dado el poder concentrado en unas pocas formaciones. Mucho depende de la calidad de la democracia interna y del contrapeso de auditorías externas de cuentas, con publicidad obligada de los resultados.
Mientras todo eso llega —si es que llega—, imputar a una veintena de personas sin precisar indicios de delito, como ha hecho la juez Alaya, merece una seria crítica. De ahí a dar parte de la existencia de una “causa general” va un gran trecho.

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