miércoles, 3 de julio de 2013

Sin padrinos

A finales de la década de 1980, Josep Antoni Duran Lleida, que ya era el principal dirigente de Unió Democràtica de Catalunya (UDC), visitó Eslovenia, entonces todavía una de las repúblicas que integraban la federación yugoslava, para trabar relaciones con el recién creado partido democristiano esloveno. Duran se entrevistó entre otras personalidades políticas con el ministro esloveno de Comercio. En una comida a la que también asistían los periodistas que acompañaban a Duran, el ministro explicó que el gobierno esloveno trabajaba aceleradamente para conseguir la independencia. Y que contaba ya con algunos apoyos muy importantes. El de la República Federal de Alemania, en particular.
Esto sucedía un par de años antes de que se hundiera la Unión Soviética. La reunificación de Alemania era menos que una improbable eventualidad de la que apenas se hablaba. Un sueño. Habían pasado siete u ocho años de la muerte del mariscal yugoslavo Tito y el mapa de las fronteras europeas surgidas de la Segunda Guerra Mundial parecía inamovible. Yugoslavia tenía ya, sin embargo, inquietantes dificultades para mantener en pie la estructura estatal federal levantada por Tito en los Balcanes. Nadie creía que Serbia, la mayor, más poblada y hegemónica república yugoslava fuera a permitir que Eslovenia se independizara.
Es muy improbable que prospere un proyecto independentista sin apoyos exteriores relevantes
Es probable que Duran tenga presente aquella situación cuando argumenta ahora que una de las grandes dificultades que se alzan ante el improvisado proyecto independentista de sus socios de Convergència y sus aliados de Esquerra Republicana, es que para llevarlo a cabo no cuentan con complicidades exteriores comparables a lo que para Eslovenia representaba en la década de 1980 una República Federal Alemana que aspiraba a la unificación de las dos Alemanias. Cataluña no tiene padrinos, dice.
Eslovenia sí los tenía y se independizó en 1990, tras unas elecciones que arrumbaron al partido comunista hasta entonces gobernante y un posterior referéndum que dio el 89% de votos a la creación del nuevo estado. Su primer presidente pertenecía al partido democristiano. Es un pequeño país, con dos millones y medio de habitantes. Representaba el 23% del PIB de Yugoslavia y el 8% de su población.
Su decisión desencadenó la desintegración de Yugoslavia a través de una década de guerras atroces que, en parte, eran la temida continuación de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial cuyo recuerdo había persistido, larvado.
La situación de Cataluña tiene poco o nada que ver con la de Eslovenia a finales de la década de 1980. Pero hay dos similitudes significativas. Una es que Cataluña también pesa demográficamente poco en el Estado que la cobija, es el 16% del total español y el 18,4 del PIB. La otra es que, como sucedió en Yugoslavia con el proyecto federal, las ilusiones sobre el modelo constitucional de autonomías en España se han desvanecido.
Con sus siete millones de habitantes, Cataluña elige a 23 senadores. Con sus dos millones y medio, Castilla-León, elige a 39 senadores
El Estado democrático surgido de la Constitución de 1977 ha dejado de ser funcional a los ojos de lo que parece ser un número creciente de ciudadanos de Cataluña. Lo que ha sucedido es, entre otras cosas, que así como la conservación de la Yugoslavia post Tito estaba en manos de una élite comunista serbia que se quería mayoritaria, el estado español postfranquista está en manos de un conglomerado político-burocrático-conservador y centralista de cultura castellana firmemente decidido a mantener su hegemonía. Aunque quizá sin darse cuenta del alcance de sus palabras, esto es lo que explicaba la semana pasada la vicepresidenta Soraya Sáez de Santamaría cuando exponía sus proyectos sobre cómo deberá administrarse el Estado.
Ambas cuestiones, la relativamente escasa demografía catalana y el poder del conglomerado político-burocrático del que el PP es la máxima expresión, están íntimamente relacionadas. Un dato sobre la composición del Senado ilustra esta realidad. Con sus siete millones de habitantes, Cataluña elige a 23 senadores. Con sus dos millones y medio, Castilla-León, elige a 39 senadores. Con 2,1 millones de habitantes, Castilla-La Mancha elige a 23 senadores. La distorsión que muestra la composición del Senado es un ejemplo de lo que sucede con el conjunto del modelo institucional: está pensado para garantizar la permanencia en el poder de la élite político-burocrática-conservadora española. Los independentistas se han convencido de que no pueden mover esto desde dentro. Pero no tienen padrinos fuera.


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