martes, 9 de julio de 2013

Una soberana idiotez

Las fronteras cierran arbitrariamente el alcance del demos, del sujeto soberano. La “soberanía nacional” es el poder indisoluble que, arrebatado al absolutismo, pertenece ya siempre a ese cuerpo ciudadano que va a autogobernarse. Y el buen ciudadano será quien asuma su inderogable responsabilidad como miembro.
Ciertamente, para que la arbitrariedad del cierre no afectase al autogobierno, el siglo XIX promovió la nacionalización estatal. Pero fue el proceso de desnacionalización, con el que acogimos democráticamente la diferencia, lo que abonó el campo para el desafío actual de nacionalismos periféricos: "la vieja frontera es arbitraria —dicen— porque nosotros, por compartir el rasgo distintivo X, somos una auténtica comunidad política".
Sin embargo, un cierre justo del demos no soporta esto. Requiere más bien ejercer legítimamente la soberanía nacional, haciendo efectiva la “soberanía popular”. Esto implica aunar la idea de constitución con la de democracia, sin la cual no habría autoorganización política. Para ello un Estado de derecho instituye un procedimiento cuya fuerza epistémica radicará en su capacidad de disolver con el tiempo cualquier mácula en su génesis, corrigiéndose a sí mismo mediante la inclusión democrática de las minorías. (En contra de lo que sugieren sus advenedizos detractores, esto es lo que debe exigírsele a nuestra Constitución). Solo porque todos los afectados por determinados poderes (políticos, económicos o sociales) siempre pueden participar en la toma de decisiones relevantes, cabe presuponer legitimidad y legitimación a dichas decisiones. Por cierto: es la falta de Estado de derecho incluyente lo que legitima el golpe egipcio frente a la ramplona voluntad democrática del pueblo.
Convendrá pues precaverse de quien pretenda romper esa unión democracia-Estado de derecho, fragmentando el demos y horadando la inclusividad del procedimiento. Precaverse del que afirma que la “lengua es un hecho diferenciador tan indiscutible, y sobre todo si tiene la envergadura y la dimensión social y cultural del catalán, que te recuerda permanentemente que ahí hay una cosa que es diferente” (Ramoneda,Hola Europa). Según esto, la acogida al extranjero no se debería tanto a su calidad ciudadana, como al aprendizaje del (léase “vaga adhesión a lo”) catalán con el que adquiere un “hecho diferenciador” que, sin duda, le acerca más a un catalán de lo que jamás lo ha estado un extremeño. Sortear el etnicismo es difícil si la lengua configura la identidad de tal modo que exige para sí una nación política. Pero ni la lengua tiene derechos ni el multilingüismo impide la democracia; ¡y menos cuando, a diferencia de Suiza, Bélgica o Canadá, sí existe una lengua común o política! Pero esto les da igual a quienes no ven razones democráticas para frenar la secesión.
Ni la lengua tiene derechos ni el multilingüismo
impide la democracia
En cuanto a la “envergadura y dimensión social”, la falacia la desvela la Generalitat, informe tras informe: el castellano es lengua propia de la mayoría de catalanes, para quienes por tanto también es lengua común. Otra cosa es la pretensión del Gobierno, tratando de cambiar la realidad social plurilingüe, mediante una inmersión lingüística que vulnera derechos lingüísticos de castellano-parlantes. Lo que implica la envergadura del catalán es, por supuesto, el deber de garantizar contextualmente su aprendizaje y uso público.
Llegamos así al cacareado mantra de la “diferencia” (¡o “déficit simbólico”!), con el que el clientelismo catalán reivindica para sí todo el café: “Pero desengañémonos, un problema real persistirá mientras esa distinción no penetre en el corazón mismo del Estado, mientras las políticas del Estado cultural no la integren a fondo” (Jordi Amat, 6 de mayo). No busquen reclamaciones concretas; las pequeñas identidades individuales buscan dignidad tras una colectividad que se pretende mejor. De tan espurio, avergüenza. Un orgullo por la “diferencia” que nos dejaría indiferentes si no se blandiese contra el principio democrático que nos impele a hacer frente común a nuestrosproblemas.
Pero la economía añade al argumento lingüístico el del déficit fiscal con España. Un nuevo mantra desmontado por segundo año consecutivo por Convivencia Cívica Catalana: ¡superávit catalán de 2,1% en 2009 y déficit del 0,4% en 2010! Pero aunque el déficit existiera, un demócrata se preguntaría si tal queja vale más al esgrimirla Cataluña que si la esgrimiera, pongamos, Botín. Dejando a un lado la corrupción orgánica de la democracia que supone hablar de “Cataluña” (por “catalanes”), ¿por qué, si el Estado social debe redistribuir, tendría esta que recibir en función de lo que paga? Cierto, el rico que no traslada su domicilio, se procura un paraíso fiscal o una SICAV. Pero esto no es respuesta legítima. La soberanía popular exige un procedimiento justo. Y no será justo si el poderoso puede abandonar la comunidad cuando desee: la simple amenaza de levantarse de la mesa es el chantaje nacionalista que por no ser combatido con argumentos democráticos nos ha traído hasta aquí.
Unos apuntes más. Convendría un esfuerzo sincero por recomponer un proyecto común. Los partidos nacionales tienen motivos, pues conseguirían aumentar su caladero de votos: solo la ingenua voluntad de atraerse al nacionalismo explica de hecho el aumento desmedido del autogobierno catalán. Más difícil parece que el Gobierno catalán haga esfuerzos: conservar un enemigo exterior les permite no rendir cuentas, cercenando la calidad y transparencia democráticas.
Solo la ingenua voluntad de atraerse al nacionalismo explica el aumento desmedido del autogobierno catalán
La independencia, rechazada por la UE, vulnera una legalidad internacional que reserva el derecho a la autodeterminación a pueblos sistemáticamente atropellados. Negociar la secesión (si no quedase otra) exigiría acordar el criterio de mayorías, la formulación exacta de la pregunta, calcular el coste de infraestructuras ya realizadas, etc. Por supuesto, el demos a consultar sería el soberano desde 1812, pues otra cosa abriría una batalla encarnizada por definir quiénes votan y por qué. ¿“Països catalans”? ¿Municipios? No. Sabemos que se dirigen a una comunidad autónoma constitucionalmente garantizada y sobre la cual ya han expandido la “conciencia nacional”, aprovechando su aparato burocrático y mediático para seleccionar, potenciar e imponer los rasgos peculiares.
Por último: la pérdida soberana que de facto sufren los Estados solo puede recomponerla una nueva soberanía compartida. Una soberanía que ya no nos vendría dada, sino que nace cuando, como sujetos constituyentes, decidimos ceder soberanía hacia arriba (UE, ONU). Si queremos salvaguardar un resto de “soberanía popular”, tendremos que ampliar el demos. Hoy ni siquiera basta con que los españoles decidamos sobre los ingresos y gastos de Cataluña y viceversa; para garantizar la democracia convendría que los ciudadanos alemanes también tengan cierto poder de decisión en nuestros ingresos y gastos. Dejando de lado el provecho que saca Alemania de la crisis, ¿por qué, si no, daría un ciudadano alemán dinero a un Estado del que él no es soberano y donde no decidirá cómo emplearlo? A pesar de las deficiencias institucionales existentes, esto es algo que, mediante su representación en Cortes, sí puede hacer un ciudadano catalán sobre los gastos andaluces. Esa es la lógica de la democracia; y si hay que cambiar las instituciones será para mejor garantizarla, no para romperla.
Cuando se rompe la cuerda que une democracia y Estado de derecho aparecen los mesías del pueblo, refrendados por mayoría parlamentaria. Una parte se arroga la identificación con el todo, prescindiendo de las minorías y de las estructuras constitucionales que garantizan el procedimiento democrático. Dejar que el TC enmiende solo la plana, sin explicar de dónde emana su legitimidad y su legitimación, es una dejación idiota que lo está rompiendo todo.
Mikel Arteta es licenciado en Derecho y Ciencias políticas. Prepara su tesis doctoral sobre el concepto de constitucionalización cosmopolita en Jürgen Habermas.

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