miércoles, 1 de mayo de 2013

Lacayos


La pasada semana me asomé a los periódicos con temor, como siempre me sucede últimamente, y, zas, resultó que ese preciso día el mercado estaba eufórico, mire usted por dónde. El mercado tiene esas cosas, hay que cogerle el tranquillo: de repente se levanta de buen humor y todo es alegría y tintineo, pero lo habitual es que se despierte como un ogro, ávido y violento. Es una criatura mercurial y caprichosa, lo mismo que su prima la del riesgo, esa pelmaza.
Y aquí estamos todos perdiendo las posaderas por ellos, por decirlo en plan fino. A mí el mercado y su parienta me recuerdan a una pareja de arcaicos aristócratas, a los típicos señores tiránicos que tienen aterrorizados a sus pobres siervos. Los lacayos, o sea, nosotros, nos levantamos todos los días angustiados después de habernos deslomado desde las cinco de la mañana limpiando la cocina, preparando el suntuoso desayuno y encendiendo el fuego, esto es, cumpliendo todas las duras tareas que nos ordenan; y nos acercamos de puntillas y aguantando el aliento a ver con qué cara ha amanecido la bestia de nuestro amo: ¿Estará de morros? ¿Estará contento? De su voluble, inconsistente y enigmático humor depende nuestro futuro y sobre todo la vida de la creciente riada de desamparados que se agolpa extramuros a las puertas del castillo, arrojados a la intemperie por los malos modos del señor y su prima.
Y lo peor es que su comportamiento es tan impredecible, tan veleidoso, que nadie entiende un pimiento de lo que hace. Por ejemplo, en el periódico que hablaba de la euforia decían: “Ayer tocaban letras y, de forma sorprendente, al Estado le bastó con comprometer un exiguo interés”. Ya digo, desconcierta hasta a los supuestos especialistas. Es lo que tienen los déspotas: son arbitrarios. Estamos en el siglo XVII, como mucho a principios del XVIII. Todavía no hemos llegado a la guillotina.

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