domingo, 26 de mayo de 2013

¿Cavaliere?

A partir de los 40 años, todos somos responsables de nuestra cara, escribió mi admirado Pavese. Por decirlo con palabras más pías, si la cara es el espejo del alma, el alma de Aznar está para el arrastre. He tenido que ampliar las imágenes de Antena 3 para descubrir si lleva o no bigote, y no sé qué decirles. El bozo cano, semiafeitado, que se insinúa sobre su labio superior no es, con todo, tan desolador como los pliegues que festonean el cuello de su camisa. Pero el problema no es la papada. Las hay magníficas, imperiales, pantagruélicas o pontificias, que revelan energía, más amor por la vida que por el colesterol. La papadilla de Aznar, en cambio, completa una imagen de precoz decrepitud.
Como verán, llevo una semana pensando en él, y de momento, estoy más segura de lo que su reaparición no ha sido, que<TH>de lo que pueda llegar a ser. No me creo el ataque de soberbia, ni el calentón, ni el desamor propio, ni el arrebato impremeditado. Tampoco que carezca de apoyos en el PP, aunque apenas hayan aflorado todavía. Un hombre como él, casado con una alcaldesa de Madrid que pelea por una Olimpiada, no se arriesga así como así y, con lo que nosotros sabemos, no tiene nada que ganar enemistándose con su partido. Claro, que otra cosa es lo que no sepamos.
En las novelas de misterio, el detective a menudo descubre al asesino ampliando el foco para iluminar el extrarradio de crimen. La investigación del caso Gürtel nos ha devuelto esta semana imágenes de una boda repleta de presuntos delincuentes vestidos de etiqueta. Y no todos eran españoles. Entre ellos estaba el protagonista de la reaparición más espectacular de la política europea reciente. Berlusconi consiguió esquivar a la justicia con un acta parlamentaria. Aznar insistió mucho la otra noche en que ya no eran amigos. Ustedes me perdonarán que sea tan malpensada.

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