miércoles, 22 de mayo de 2013

A vueltas con el exilio


Si Sigmund Freud aprendió español para poder leer El Quijote en su lengua original, yo aprendí inglés para leer The New Yorker, esa revista pequeña en formato y grande en contenido que ha dado a conocer a los mejores narradores en inglés y muestra cada semana un repertorio de ilustraciones y viñetas que te alegran la vista y la vida, entre ellas, en ocasiones, las de mi querido Javier Mariscal. The New Yorker tiene, eso sí, mucho peligro. Te roba horas del sueño y de otras lecturas y te convierte en uno de esos lectores encanecidos, un poco rancios, que se definen a sí mismos como lectores de una sola publicación. Si nuestro presidente Mariano se definió como lector del Marca para no casarse con nadie, yo me siento casada con todos, esclava de la prensa, y añado a dicha esclavitud The New Yorker, la publicación que me quita de leer novelas o que me hace leerlas más lentamente. La otra noche me llevé a la cama la revistilla, porque uno de sus alicientes es lo manejable que es, y me sumergí en un artículo, The baby in the well (La niña en el pozo), que llevaba un subtítulo intrigante: El caso contra la empatía.
El autor, Paul Bloom, hablaba de cómo la empatía se ha convertido en un asunto estrella para neurólogos, psiquiatras y demás estudiosos del comportamiento humano; de cómo el nivel de empatía puede estar castrado como consecuencia del abuso o el maltrato en la infancia, de la experiencia traumática o ya, en el más extremo de los casos que corresponde solo a un mínimo porcentaje de personas con la empatía deteriorada, a causa de la psicopatía. Recuerda el autor que empatía es un término reciente, de casi solo un siglo de existencia, pero que se ha revelado como fundamental a la hora de entender de qué manera el ser humano trata habitualmente de ponerse en el pellejo o en los zapatos del que sufre. Y cómo no, uno de los casos con los que ilustra su reflexión es el de la niña de tres años Kathy Fiscus, que en 1949 tuvo en vilo a toda una nación, la estadounidense, que asistió en directo a través de la radio a su rescate de un pozo en San Marino, California. Nosotros, los amantes de Woody Allen, sabemos algo del suceso por haberlo visto reflejado en la película Días de radio.La empatía es la característica que nos hace humanos, pero como atañe a lo sentimental, nos puede cegar también. Sufrimos por los niños de Newtown porque vimos las fotos de sus caritas con sus nombres debajo en toda la prensa internacional, pero hay muchas caras de niños que nunca veremos, ni tampoco conoceremos sus nombres, niños que se convierten en cifras, y las cifras, se sabe, no conmueven de igual manera. Sufrimos más en un sentido físico por el asesinato de Marta del Castillo, porque su vida nos concierne como padres, que por tantas niñas que fueron vejadas y asesinadas en Guatemala. Y no hay maldad en esa discriminación del sentimiento, pero, eso sí, hay que mantener la empatía a raya para no acabar luchando solo por lo que se tiene delante de las narices. Debemos apelar a la razón para ser justos, y es la razón la que nos induce a pensar que no solo se lucha por los niños que se parecen a tu niño, sino por el derecho de todas las criaturas, aunque desconozcamos sus nombres, a vivir en paz.
En todos se percibía la mezcla explosiva de la crisis y de la inercia española de premiar al que no se ha movido
De pronto, conecté aquello que me enseñaba este artículo con una serie de cartas que había recibido ese mismo día a raíz de mi columna del miércoles sobre el obligado exilio de los científicos españoles. Recurrí, como muchos periodistas esta semana, a la historia de Diego Martínez, el joven físico que vio en el mismo día rechazado su contrato para la beca Cajal y premiado su trabajo en Europa. Algunos investigadores me contestaron que era injusto pensar que los que habían sido aceptados tenían menos méritos para serlo. Es cierto, reconozco mi error si es que se entendió así. También me pedían que se pusiera el acento en los recortes: solo había tres plazas para el puesto al que optaba Martínez y solo 22 para todas las ciencias físicas y del espacio en todas las universidades y del CSIC. Cada carta que recibí contenía una historia: la de un científico de currículo brillante que había querido volver a España a pesar de tener un trabajo prestigioso en Alemania, pero al que la rancia dinámica de la universidad española había dejado sin posibilidad de promoción ni de acceder a la cátedra; la de otro al cual nuestra universidad no le reconocía los méritos obtenidos durante años en el extranjero; la de una mujer que sabe que solo podrá volver tras su jubilación… En todos ellos se percibía la mezcla explosiva de la crisis y de algo más antiguo que la crisis: la inercia española de premiar al que no se ha movido de su sitio.
Cuando escribí mi columna sobre el exilio científico, le puse varias caras a mi indignación, la de Diego Martínez y la de amigos que investigando en Nueva York corren la misma suerte. Me pudo la empatía; la razón me lleva ahora a recordar también a los que sí que han ganado su beca Cajal (¡enhorabuena!) y a todos aquellos, los más, que se han quedado fuera. Pero pienso que al menos la imagen de Diego señalando una pizarra nos ayudó a recordar que hay una frustración individual detrás de ese número ascendente de científicos que se nos han ido.fuenteshttp://elpais.com/elpais/2013/05/17/opinion/1368798693_490712.html

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