lunes, 29 de octubre de 2012

La España (también) de CiU


Cuando el nacionalismo catalán y una parte del catalanismo afirman desear apartarse de una España fracasada, emanciparse de ella, bifurcarse del camino español, surgen dos reflexiones ineludibles. La primera: no es verdad que la democracia haya fracasado en nuestro país. Sólo desde el sectarismo podría sostenerse este juicio sumarísimo a un sistema que nos ha devuelto la libertad después de una sangrienta guerra civil y un larguísimo invierno dictatorial. La segunda: el actual sistema es tributario de una coautoría política socialista, conservadora y nacionalista catalana. En otras palabras, la arquitectura jurídico-constitucional del Estado no podrá relatarse en los textos de historia sin subrayar el papel determinante de CDC y de UDC en su diseño y desarrollo.

Quizás por ello, la exigencia de que la iniciativa de autodeterminación conducida por Artur Mas se ajuste a procedimientos legales -y ese sería su propósito según manifestó el lunes pasado ante el empresariado de Catalunya- es y debe ser taxativa. Porque CiU -otra cosa es ERC- no puede desentenderse de su propia trayectoria. El nacionalismo catalán, a través de Miquel Roca, hizo aportaciones decisivas a una Constitución que aceptó en su momento con un nivel de satisfacción descriptible pero suficiente. Y fue también el nacionalismo -con el concurso de la muy potente izquierda catalana- el que asumió sin reticencia el Estatut de Sau.

Lo que ocurrió con el vigente Estatut requiere de un relato más detallado: el texto se elaboró a instancias de un tripartito que logró en última instancia el apoyo de CiU pero en el que alentaba el proyecto socialista de arrebatar a la federación nacionalista la centralidad catalana y, especialmente, la denominación de origen del autogobierno de Catalunya. El del 2006 -y quizás por eso se frustró- fue un texto legal infeliz porque incorporaba un propósito de ajuste interno entre el socialismo catalán (y español) con el nacionalismo, un ajuste al que tampoco fueron ajenos ERC ni ICV. De ahí su precipitada redacción, los graves fallos técnicos que contenía, la falta de consenso con el que nació y la frustración que provocó su enmienda por el Tribunal Constitucional que jamás debió perder, para leyes de naturaleza orgánica, el recurso previo de inconstitucionalidad que se suprimió en 1984 sin que se pensase en supuestos como el del Estatut.

En términos coloquiales, la aportación de CiU a esa España que se supone fracasada y de la que se quiere emancipar se sintetizó en el conocido como pujolismo que consistió en la forma en la que el expresident de la Generalitat y fundador de CDC, Jordi Pujol, se movió durante veintitrés años en la política española con decisiones determinantes tales como sostener y dejar caer a Felipe González en los años noventa, facilitar la primera investidura de Aznar, respaldar la Ley de Partidos que ilegalizó a la izquierda radical abertzale y, entre otros hitos ya posteriores, aceptar el sistema de financiación autonómica del 2009 y apoyar la Ley de Estabilidad Presupuestaria. El expresident Pujol es un hombre para la historia de Catalunya, pero lo es también para la historia de España, como Josep Tarradellas, sin cuya aportación noblemente patriótica -catalana y española- quizás la transición no hubiese sido lo que fue.

Por el contrario, el nacionalismo vasco -que no votó la Constitución- bien por su dimensión, bien por su idiosincrasia, nunca mostró disposición a la extraversión que el catalanismo practicó con un saldo que ahora, en demasía apresurado, se juzga pésimo y frustrante. El hecho de que el PNV haya recibido unas deferencias en ocasiones históricas que contrastan con la adustez de la relación del Estado con Catalunya ("Euskadi es la excepción, el problema es Catalunya", según se ha acuñado en un refranero posmoderno), se debe -y ahí alcanza toda su razonabilidad la queja catalana- a la castellanía vasca y a una larga y convulsa intimidación de la violencia terrorista de ETA.

El desenganche, de momento, del PNV de iniciativas soberanistas cuando más independentistas parece haber en Euskadi (sólo parece, los hubo tantos y hasta más en legislaturas precedentes, aunque separados y no agrupados) constituye una paradoja histórica sólo relativa. Los vascos nacionalistas no comprendieron la aportación catalana a España y ahora tampoco entienden por qué se desentienden de sus propios actos. Y es que hay contradicciones en el gordiano nudo de la historia de Catalunya y de España que suman en un pesimista desconcierto. Porque esta España que tan duramente se rechaza es, también, la España de CiU. Por eso, la secesión de Catalunya sería un fracaso colectivo. También catalán.

El limbo del PSC
El federalismo como alternativa al secesionismo y al sistema autonómico no es creíble. A él, sin embargo, se aferra el PSC para articular un discurso diferenciado. No lo logrará porque la sociedad catalana y el conjunto de la española están en un dilema, es decir, ante la obligación de elegir entre dos opciones. Errarán los socialistas catalanes si creen que el dilema permite una digresión federal inmadura y precipitada. La solución posible para Catalunya está en las necesarias reformas y adaptaciones de un modelo autonómico que debe tender a una mayor asimetría, incluso mediante cambios constitucionales. Pero fuera de ese ámbito, no hay espacios verosímiles. Es posible graduar, ampliar y corregir, pero no lo es instalarse confortablemente en el limbo.

Aznar y Catalunya
La intervención de Aznar en la que abordó, ante Rajoy y con Vargas Llosa, la situación en Catalunya no consistió en una excentricidad ni en un desahogo improvisado. Sus valoraciones –en lo relativo a la fisura de la convivencia entre catalanes con diferentes percepciones de su identidad– están avaladas por los hechos. Existe una disidencia en Catalunya –silente o explícita, de ignorada dimensión– respecto de la iniciativa soberanista y negarlo sería voluntarista. La reactividad sistemática hacia Aznar (fue él quien apartó del PPC a Vidal-Quadras y llevó a Piqué al primer plano de la política) responde más a visceralidad que a un análisis crítico de sus palabras. Descalificarle con apriorismos carece de perspicacia. Aznar retiene capacidad de referencia.


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