lunes, 29 de octubre de 2012

Artículo de El derecho es como el aire

El derecho es como el aire: sólo se aprecia su valor y la necesidad que de él tenemos cuando nos falta. Sí, lector, usted que tiene una casa en la Cerdanya o en el Empordà, y la cierra tranquilamente en las pocas ocasiones que la visita, con la certeza de que a su regreso la encontrará tal como la dejó, está disfrutando, sin advertirlo, de un orden jurídico respaldado por una violencia legítima potencial. Lo mismo que, cuando respira, aspira el aire sin darse cuenta. En efecto -volviendo al ejemplo-, hay unas normas de derecho civil que regulan y defienden el derecho de propiedad, hay unas normas de derecho penal que castigan los delitos tipificados contra este derecho, y hay unas fuerzas del orden -del orden jurídico democrático-, depositarias de la violencia legítima, que persiguen a los delincuentes para ponerlos a disposición del juez.

Otros ejemplos pueden ponerse de esta perentoria necesidad del derecho, es decir, de un orden jurídico que resuelva los conflictos de intereses. Desde los cónyuges que deciden divorciarse y no se ponen de acuerdo respecto al cuidado de los hijos o acerca del reparto de los bienes comunes, hasta el acreedor que, al reclamar a su deudor el pago de una deuda vencida, líquida y exigible, se encuentra sólo con esta desvergonzada respuesta, hoy de moda: "Hablemos". Tan imprescindible es el derecho que, para no aburrirles más de lo inevitable, concretaré su necesidad desde la perspectiva económica, a la que hoy somos tan sensibles, en estos términos: Hay progreso económico porque hay mercado; hay mercado porque hay seguridad jurídica; y hay seguridad jurídica porque existe un orden jurídico -un derecho- respaldado por una coacción legítima potencial que actúa, sobre todo, de forma disuasoria.

Llevaba razón Tucídides cuando decía que una ciudad es allí donde se puede arar sin llevar la espada al cinto. En el bien entendido de que lo que para Tucídides era la ciudad es hoy el Estado. De ahí que pueda sostenerse que el Estado no es, pese a su apariencia, la estructura de poder jerárquicamente organizada que va desde el Rey hasta el último funcionario. Todos ellos son instrumentos del Estado. El Estado es, en esencia, un sistema jurídico integrado por leyes, trabadas todas ellas entre sí, de modo que el incumplimiento de una cualquiera repercute en todo el conjunto.

De ello no se desprende que el derecho -las leyes- sean inmutables. En absoluto. Nunca, en ningún lugar ni en ninguna circunstancia, la ley es inmutable. Las leyes evolucionan, en primer lugar, con la interpretación que de ellas hacen los tribunales y los juristas, que han de interpretarlas -según la misma ley- de acuerdo con "la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas". Por ello he sostenido siempre que el progreso se manifiesta, en derecho, por la erosión de las normas imperativas. Así nacieron, no hace tanto, dos instituciones hoy tan difundidas como la propiedad horizontal -que surgió de una interpretación "flexibilizadora" de las normas reguladoras de la comunidad de bienes- y la sociedad de responsabilidad limitada -que supuso inicialmente una aplicación "imaginativa" de la regulación de la sociedad anónima-.

En segundo lugar, las leyes -todas las leyes, incluida la Constitución- pueden modificarse por otras leyes posteriores. Y ahí reside la tarea fundamental del político: captar el cambio social que exige una nueva normativa. Por lo que tan nefasto es el dirigente que no capta las exigencias del tiempo nuevo, como el que, pese a captarlas, carece de arrojo para acometer la tarea. Y, por último, las leyes se cambian a resultas de un acto de fuerza o de un proceso revolucionario sobrevenidos, habitualmente, cuando están cegados los otros cauces de adaptación de la norma a la realidad.

Silent leges inter arma, decían los romanos. También en esto llevaban razón. Cuando las leyes -no por ellas mismas, pues sólo son unas herramientas, sino por el mal uso que de ellas hacen los hombres- se muestran incapaces de resolver los conflictos existentes, estos quedan a merced de la confrontación de las fuerzas en presencia. Si las leyes no sirven, sólo queda la fuerza. Una fuerza encarnada de diversos modos, que van más allá de la fuerza física, para revestir diversas modalidades, entre las que hoy destaca la económica.

De ahí que sea una decisión muy grave prescindir de la ley. Sobre todo, si se tiene en cuenta que la ley -la ley democrática- es un plan vinculante de convivencia en la justicia, que a todos nos hace libres y a todos nos iguala. De modo que, contra lo que pudiera parecer, la ley es la mayor defensa de los débiles frente a los poderosos. Por eso a los poderosos les incomodan las leyes. Además, el incumplimiento de la ley -sobre todo si la incumplen los encargados de velar por su vigencia- acarrea siempre una consecuencia fatal: debilita todo el sistema en que consiste el Estado y merma la seguridad jurídica. Por todo ello, antes de infringir una ley, hay que pensárselo; y el que manda ha de pensárselo dos veces.

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