viernes, 26 de octubre de 2012

Bodas y bautizos


En mi infancia me sorprendía que, en la primera comunión, vistiesen a las niñas de novia y, a los niños, de militares. Mi cerebro inocentón no calibraba aún los paralelismos que se pueden establecer entre la mujer que contrae matrimonio –supuestamente virgen, en aquellos tiempos– y la niña que recibe por primera vez la eucaristía. De la incongruencia de vestir de militar a los niños para recibir por primera vez la Sagrada Forma me hizo percatar mi madre, que, siendo atea, tuvo que plegarse a las normas del momento –finales de los cincuenta, en pleno nacional-catolicismo– y plantearse cómo iba a hacer yo la comunión.

Los jóvenes de ahora se sorprenden de que fuese imposible escapar a esas normas de obligado cumplimiento, pero aún recuerdo los problemas con los que se encontraron dos compañeros de clase, hermanos y apellidados Pérez –hijos de un quiosquero de la barcelonesa carretera de Sants– por el hecho de ser evangelistas. Tenían que presentar justificantes para no asistir a las clases de Religión Católica y, por ello, todos los miraban poco menos que como a delincuentes. Y eso que ellos, aun no siendo católicos, al menos eran cristianos. Los ateos lo teníamos aún peor. No había ni posibilidad de justificantes. Por eso mi madre fue a hablar con el párroco de la iglesia en la que tenía que tomar la primera comunión –San Juan María Vianney– y acordaron que no iría disfrazado de militar. Debía de ser un cura aperturista, porque la propuesta le encantó y dijo que, si por él fuese, como si quería ir con bata, esas batas a rayas verticales blancas y azules que en aquella época llevábamos todos en las escuelas. Supongo que, para no convertirme en un cobaya y calibrando que el cerebro de un niño no está para entender según qué plantes, acordaron una solución a medio camino: iría con traje. Un traje azul marino, formado por americana y pantalón corto, amén de camisa blanca y corbata blanca, que para una sincorbatista era la forma de llevar corbata sin que, sobre el blanco de la camisa, se notase mucho.

Más de medio siglo después, leo ahora una nota de la agencia Efe según la cual el Museo del Ejército permitirá que en su sede –¡el mismísimo alcázar de Toledo!– se celebren bodas, bautizos y convenciones. La crisis es dura y hay que abrirse a todas las posibilidades económicas. Entre otras cosas, la nota explica que “los actos privados pueden organizarse en sus jardines, en la terraza de la cafetería, en el patio de armas...”. Imagino lo felices que hubiesen sido todos aquellos niños que hicieron la primera comunión conmigo, de haber podido corretear por el alcázar de Toledo, vestidos de militares y jugando a ser unos el defensor de la fortificación, el coronel Moscardó, y otros Cándido Cabello, el representante del Frente Popular que sitiaba el alcázar, que dijo a Moscardó que habían detenido a su hijo Luis y que a ver si le pasaba algo, si no rendía la plaza. No se me ocurre mejor lugar para que los niños celebren haber recibido por primera vez la eucaristía y, las parejas, el sacramento por el cual se ligan para siempre de acuerdo con la bondadosa voluntad divina.


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