domingo, 23 de febrero de 2014

La sana envidia de la integridad

Es la corrupción —o la falta de integridad pública— el principal problema de la sociedad española? Si atendemos a lo que dicen las encuestas, la corrupción ocupa ahora un muy destacado segundo lugar entre las preocupaciones de los españoles. ¿Nace de un sincero malestar ético? ¿Es una reacción tardía ante un hecho antes tolerado? ¿Expresa una envidia elogiable respecto de países libres de esta lacra? ¿Es un reflejo de la reiterada difusión que los medios de comunicación hacen de los episodios de corrupción y de sus protagonistas?
En todo caso, contrasta esta preocupación generalizada por la corrupción con el hecho de que —también según las encuestas— un número muy bajo de ciudadanos declara haber sido víctima de peticiones de soborno o “mordida” por parte de políticos o funcionarios. Ello ha llevado a los estudiosos del asunto a manifestar que no existe en España la “corrupción sistémica” propia de la cultura política y administrativa de otros países. En el caso español, por tanto, llama la atención esta contradicción: la corrupción es percibida como un gran problema, pero son relativamente muy pocos quienes afirman haber sido directamente perjudicados por ella. Lo habitual en otros países es una clara correlación entre la percepción sobre la extensión de las prácticas corruptas y el número de ciudadanos que admiten haber sido víctimas de ellas.
¿Qué factores generan esta disonancia? Los expertos intentan identificarlos. No parece resultar de un aumento repentino de las conductas corruptas. En todo caso, la reacción negativa provendría de una menor tolerancia social y de una creciente capacidad de las autoridades para detectarlas y castigarlas. ¿Respondería esta mayor intransigencia a un súbito reforzamiento de la moral pública que rechaza ahora lo que antes contemplaba indulgentemente? Tal vez.
En España, la corrupción es percibida como un gran problema, pero son relativamente muy pocos quienes afirman haber sido directamente perjudicados por ella
Otros observadores ponen de relieve el impacto directo de la crisis económica: una restricción inesperada y aguda de los recursos disponibles haría intolerable ahora una distribución arbitraria y fraudulenta de dichos recursos que era consentida con menos escrúpulos morales en tiempos de abundancia. No hay que olvidar tampoco el impacto multiplicador del tratamiento mediático de la corrupción. Junto a su sano efecto de denuncia pública, la repercusión mediática puede producir también un efecto deformador. Actuaría como “cámara de resonancia” que genera un eco incesante y repetitivo sobre los mismos hechos y magnifica su extensión. Parecen denotarlo algunos estudios.
Pero otras condiciones de fondo contribuyen también a la percepción social de que la corrupción es una práctica más extendida de lo que revelan otros datos. Una tradición de desconfianza hacia la política, sus instituciones y sus actores alimenta el prejuicio de que lo que ocurre en dicho ámbito y es gestionado por sus profesionales está crudamente orientado por el ansia de beneficio personal y no por el interés general. No es ningún descubrimiento reciente que esta tradición de desconfianza es característica arraigada de la cultura política española: “Piensa mal y te quedarás corto”. Una característica cultural reforzada, si cabe, por la persistente influencia de un liberalismo competitivo para el que cualquier sujeto lucha siempre por asegurar sus intereses personales por encima de otras consideraciones. Si esta es una regla básica de la conducta social y económica que a todos domina, ¿cómo van a escapar de ella políticos y administradores?
Del arraigo de esta creencia de fondo se deducen algunas consecuencias cuando se pretende extirpar la corrupción y se recomiendan para ello algunas recetas. Las hay indispensables. Deben corregirse deficiencias en la normativa penal, administrativa o procesal. Deben reforzarse métodos de control, evaluación y transparencia respecto de la acción de políticos y empleados públicos. Han de someterse a mayor escrutinio todas las entidades receptoras de recursos públicos: partidos, sindicatos, patronales, iglesias, organizaciones no gubernamentales, fundaciones, medios de comunicación. Finalmente, el sistema judicial ha de ajustarse a exigencias de mayor eficiencia y celeridad en el tratamiento de estas conductas antisociales.
Las políticas socioeconómicas son una pieza clave en la terapia contra la corrupción: la agravan cuando su resultado final comporta más desigualdad y mayor exclusión social
Pero este esfuerzo reformador no bastará si no se reconoce que tanto la extensión como la percepción de la corrupción están asociadas también a elevados índices de desconfianza social y de desigualdad económica. Lo confirma el hecho de que las sociedades que alcanzan mejores tasas de confianza social y de igualdad económica son también las que suelen ofrecer un cuadro más positivo en cuanto a la confianza popular en sus dirigentes y empleados públicos y en la integridad de los mismos.
La salud democrática reclama erradicar las prácticas corruptas con todos los instrumentos legales e institucionales. Pero para que sus efectos sean duraderos hay que trabajar en paralelo para construir una sociedad más solidaria y generadora de confianza interpersonal. Las políticas socioeconómicas son, por tanto, una pieza clave en la terapia contra la corrupción: la agravan cuando su resultado final comporta más desigualdad y mayor exclusión social, pero la atenúan cuando se orientan a reducir desigualdad y marginación. Es lo que enseña la experiencia de las sociedades a las que —según parece— envidiamos ahora por la integridad de sus dirigentes.
Josep M. Vallès es catedrático emérito de ciencia política (UAB).
fuenteshttp://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/02/20/catalunya/1392929559_657144.html

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