domingo, 20 de octubre de 2013

MVM

Manuel Vázquez Montalbán, de cuya muerte hizo una década el último viernes, era un símbolo en el que unos clavaban flechas y sobre el que otros arrojaban claveles. Luego se fue, y entonces le dieron una tregua.Los que le daban la lata ya no tuvieron que pedirle prólogos, y los que no lo querían se quedaron sin el más temido autor de metáforas de la posguerra.
Padeció, como tantos que en su tiempo parecían esenciales, un purgatorio cruel, larguísimo, y ahora resucitan su nombre, sus iniciales, incluso sus seudónimos más alimenticios, y lo ponen a cabalgar por un país en el que seguramente hubiera seguido viviendo extrañado, buscando en la poesía el refugio de sus distintas razones para la melancolía. Inventó un detective, acaso porque dentro él mismo tenía un detective secreto que trataba de explicarse las contradicciones del alma, que a veces eran también las contradicciones del país.
Cuando le hicieron homenajes, en el transcurso de esta década, algunos hicimos notar que si todos aquellos que le pidieron prólogos o críticas se hubieran juntado alrededor de su memoria habría sido preciso alquilar el Camp Nou. Pero tan pocos de los que le debían acudieron a esas llamadas… La memoria es flaca, como la vida, y ahí está MVM, aún corriendo por el aeropuerto de Bangkok, despidiéndose de la vida sin haberse despedido de veras ni de este país ni de sí mismo. Corriendo y solo, tan solo como se quedan los muertos.
Antes, diez años eran diez años; ahora son un suspiro. Pero a pesar de que la vida va tan rápido, lo que pasaba cuando vivió vuelve a pasar. Una de sus últimas obsesiones, la aznaridad, sigue estando presente en la vida nacional, con su tronío y su trueno; no hay día sin línea de Aznar, a favor o en contra, porque la memoria se ha despeñado y los que entonces no quisieron saber nada del presidente que proclamó el sí a la guerra se han olvidado de lo que entonces supuso esa excursión en la que nos metió el salvador actual de la patria. Está entre los símbolos que se perpetúan a pesar de que el tiempo lo dejó tiritando. La burbuja inmobiliaria, la privatización rampante: MVM se fijó en eso, lo dijo, y ahora parece mentira que diez años no sean nada sobre ese viejo espejo de la España de la que él se fue a despedir en Bangkok.
Y está Cataluña, claro. Cuando el presidente Pujol fue a Lituania a buscar una luz que le señalara el camino y volvió trasquilado, MVM avisó: “Todo Vitautas tiene su Landsbergis”, pues Vitautas Landsbergis era el nombre del presidente lituano en cuyas manos quiso encomendar su espíritu. Ahora ese viaje conoce en Cataluña un corolario cuya frontera es ni se sabe. Nadie está autorizado a imaginar lo que alguien diría si ese alguien ya lleva fuera de sitio tanto tiempo. Pero sí estamos autorizados melancólicamente a añorar el humor con que él hubiera abordado lo que ahora parece tan solemne como tanto te deum laico que suena en las ondas, en la prensa y en las calles.
Qué diría, quién sabe, pero cómo lo diría se puede colegir por lo que ya dijo en tantos libros, en tantas columnas, en tantos susurros de bar. Diez años después de su silencio hay algo más que quiero decir: no se pudo despedir de este país. Hubiera dado igual, me parece. Este país no sabe despedir.

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