sábado, 2 de noviembre de 2013

Europa

Al fin lo hemos conseguido. El siglo XXI nos ha otorgado lo que el XX nos negó, década tras década, con una insistencia sañuda como una maldición. Durante más de 100 años, nunca habíamos marchado al mismo ritmo que el resto del continente. A veces fuimos por delante, con mucha más frecuencia por detrás, y casi siempre en dirección contraria. Ya no.
Mientras Francia desmantelaba campamentos de gitanos rumanos, el Gobierno de España privaba de tarjeta sanitaria a los inmigrantes sin papeles. Los cadáveres cosechados en Lampedusa evocan los cuerpos sin vida que llegaron antes a Tarifa o a Almería. La precariedad laboral, los sueldos de miseria, y el correspondiente ejercicio de cinismo lingüístico que los define como empleo flexible y competitividad, están “germanizando” con éxito, según los expertos, nuestra economía. ¿Se acuerdan de aquellas inocentes, tristes películas de los años setenta que ironizaban sobre el europeísmo de los españoles? Solo nos faltaba una trama internacional. Ya la tenemos.
La España de Franco jugó un papel relevante en la guerra fría y la guerra fría resultó trascendental para el destino de sus habitantes, pero como los libros de texto nunca han contado eso, nuestro complejo de inferioridad, de aislamiento, ha llegado hasta ayer. Hoy no. Hoy ya sabemos que los americanos nos espían también a nosotros y que nos van a seguir espiando un poco, no mucho, solo lo que les parezca bien. Es intolerable espiar a los amigos, dice Merkel, pero por lo visto es tolerable hundirlos, tal y como ella ha hundido a los griegos. Así que les daría la enhorabuena por haber llegado a ser ciento por ciento europeos, pero no puedo. Estoy atrapada en una vieja película, españolitos encogidos, maletas de cartón, calles de Perpiñán. Eran muy pobres, pero tenían un sueño. A nosotros nos ha tocado sobrevivir entre sus cenizas.

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