miércoles, 5 de marzo de 2014

La dificultad de ser moderado

En El Diario de Barcelona, periódico que ya no existe, el 30 de octubre de 1974, cuando en España se vivían los crueles estertores del franquismo, publiqué mi primer artículo: La moderación política. Hoy, después de 40 años, suscribiría esas opiniones de entonces. La experiencia, en lugar de conducirme hacia una actitud escéptica o cínica, me ha llevado, por un lado, a reafirmarme en la moderación y, por otro, a inclinarme hacia unas ideas socialdemócratas, distantes —pero no muy distintas— de aquellas que mantuve durante los años en los que fui diputado popular en la VI Legislatura (1996-2000). Reconozco que me siento atraído por el grito del papa Francisco clamando contra la economía de la exclusión, contra la globalización de la indiferencia y contra la corrupción. Y que todo eso, unido a mis propias vivencias, me ha ayudado a ver situaciones —algunas conmovedoras— que antes solo miraba de soslayo. Confieso, además, que siento atracción —a veces fatal— por la política y por meterme en los charcos fangosos del debate público. He aquí, pues, mi dilema. El PP, desde hace tiempo, ya no es mi partido, aunque me parezcan acertadas algunas de las medidas reformadoras que ha introducido el ministro Guindos en la política económica. No me identifico, tampoco, con el PSOE; ni mucho menos con formaciones nuevas, VOX por ejemplo, que sirven de ético refugio para algunos de mis amigos políticos de antaño. Al final, después de meditarlo bastante, me encamino hacia UPyD, que no me exige militancia, ni siquiera afiliación, donde es posible el debate de ideas y en cuyo seno creo poder aportar mi modesta, aunque dilatada, experiencia. Y aquí estoy, como tantos, en este cruce de caminos en el que se encuentra España que no tiene por qué terminar en un choque de trenes. El PP ya no es mi partido, ni me identifico tampoco con el PSOE. Después de meditarlo bastante, me encamino hacia UPyD Es difícil, efectivamente, ser moderado. No entiendo esa posición inmovilista de los nacionalistas catalanes, por un lado, y del Gobierno y los populares por otro, que no quieren sentarse, junto a los socialistas y los partidos minoritarios, a discutir unas bases para que podamos sentirnos cómodos en el marco de la Constitución de 1978, reformada, reforzadas las instituciones, suprimidas aquellas que no sirven para nada, ¡ah!, y sin ensoñaciones que terminarían, inexorablemente, a garrotazos, como en la pintura de Goya. Es difícil comprender, desde la moderación, que se haya impuesto un volantazo económico tan radical —en muchos aspectos necesario— sin haberlo sometido previamente a refrendo de los españoles, igual que hizo Felipe González con el tema de la OTAN. Es difícil tragarse, sin padecer náuseas, el despropósito de la reforma del Consejo General del Poder Judicial, institución que ha llegado a la cima del desprestigio institucional. Y resulta descorazonador escuchar a nuestros líderes repetir eslóganes mediocres elaborados a golpe de “argumentario”. ¿Es esta la democracia que ideamos en 1978? Desde luego que no. Todos los que entonces participamos, de un modo u otro, en la Transición sabemos que se estaba construyendo una democracia vigilada partiendo del franquismo con el fin de dar una salida viable a un régimen que, de continuar, habría acabado en catástrofe. Y que fue viable gracias a todos, especialmente al Rey, a Fernández Miranda, a Carrillo, a Felipe González, a Suárez, a Alfonso Guerra, a Alfonso Osorio, a Fontán, a Sabino Fernández Campo o al general Aramburu Topete, así como a tantos otros, jóvenes aperturistas de un lado y rupturistas del otro, que propiciaron esa Constitución democrática, factible y realista, que ahora, al cabo de más de 40 años, ya no resulta viable sin que se acometan profundas reformas. En Francia, por poner el ejemplo más cercano, la Constitución de 1958 ha sido reformada varias veces en profundidad; tres durante la presidencia del conservador Chirac. En cambio, aquí parecemos atrapados en el molde de la Restauración y en algunos residuos intonsos del franquismo que perviven en la Constitución de 1978. El más clamoroso es eso del Estado de las Autonomías (Título VIII), que es como la transformación de las modernas provincias del rey José en unas comunidades caciquiles, dispendiosas y corruptibles. Todo ello aderezado por ese ininteligible y vergonzante término de “nacionalidades”. Y no es el único residuo franquista: la Constitución contempla al Rey como árbitro del funcionamiento regular de las instituciones (art. 56) y, por si fuera poco, se dice que ostenta “el mando supremo de las Fuerzas Armadas” (art. 62, h). Es decir, como Franco. Y pervive la inaceptable prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión al trono (art. 57). Pero hay más residuos de la dictadura: todo lo que se refiere a la Administración de justicia y a la figura del fiscal general, que no es ni carne ni pescado, sino un mix de difícil encaje, salvada su figura gracias a la talla profesional del fiscal general Torres-Dulce. Y así podríamos ir desgranando muchos detalles relevantes, como ese Senado que sirve para bien poco y que parece una especie de Consejo Nacional del Movimiento reconvertido en Consejo Nacional de viejas guardias o de descolocados de los partidos políticos a la captura de un cómodo retiro. Los partidos políticos se han convertido en un problema, en lugar de ser instrumento de debate Hay muchas otras cosas que deberían reformarse de la Constitución. Por ejemplo, el funcionamiento de los partidos políticos, hoy no más que maquinarias de poder y de colocación de amigos al estilo de la Restauración, de esa Restauración que describió Varela Ortega en su imprescindible obra Los amigos políticos (Alianza Editorial, 1977). Los partidos políticos y el sistema electoral se regularon para que fuesen fuertes y dirigidos por unas élites, por el temor franquista a que se produjese una excesiva fragmentación. Ahora, aunque la Constitución diga que los diputados no están sometidos a mandato imperativo, los parlamentarios votan al ritmo de los dedos que señala su respectivo portavoz. Los partidos se han convertido en un problema en lugar de ser un instrumento de debate político. Para colmo, su sistema de financiación abre las puertas, incluso con la reforma introducida en 2007, a la más rampante corrupción, como atónitos venimos comprobando un día sí y otro también desde hace varios años. Y, según deduzco de una primera lectura del anteproyecto de ley aprobado por el Gobierno hace unos días, seguirá habiendo corrupción mientras exista ese sumidero de las donaciones privadas sin publicidad. Sigamos con la dificultad de ser moderado, pero no ciego. La cultura, especialmente el cine, parece escocer a los conservadores. Pues bien, entre la queja permanente o la nada absoluta, me quedo con los quejosos. Y, ¿por qué no hablar, desde una política moderada, de la inquina que tienen los populares a la justicia universal, nacida en Núremberg por cierto? Y, ¿a qué viene esa manía visceral del PP a los jueces y fiscales que no son “de su cuerda”? ¿No fueron ellos, acaso, quienes terminaron con la impunidad de los terroristas construyendo la teoría del “entorno de ETA” (Garzón) avalada por el TEDH? Es muy difícil hacer política desde una posición moderada cuando se confunde la anécdota con la categoría, la cultura con el aplauso, el debate con la sumisión, la militancia partidista con la pertenencia a un rebaño, los cargos con el reparto de favores y la excelencia —o, simplemente, competencia— con la mediocridad y, lo más llamativo, el gobierno con el dirigismo. Es muy difícil, aunque no imposible, ser moderado y no sucumbir aplastado por la maquinaria partidista. Jorge Trias Sagnier es abogado y exdiputado del PP. fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/02/27/opinion/1393516242_401951.html

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