sábado, 14 de diciembre de 2013

Regreso al siglo XIX

El nuevo Consejo General del Poder Judicial se ha constituido tras un cambio legal que confirma la experiencia de que cada reforma de esta institución desdichada es para peor: en su nueva versión es menos plural, con un predominio absoluto de la mayoría, vocales de primera, segunda y tercera, y menos poderes para cumplir su función constitucional. El Consejo ha funcionado mal desde su creación en 1980, inane en la defensa de la independencia de los jueces y deslegitimado por su condición de teatro secundario de la política general. Pero esta reforma no lo hace más efectivo: utiliza su ineficacia anterior para justificar un vaciamiento de sus competencias y un proceso de concentración del poder de nombrar a los cargos judiciales y disciplinar a los jueces.
Pese a la crítica unánime y a las promesas electorales, la renovación de 2013 se ha hecho como siempre. Aburre volver a contarlo: los dos partidos mayores se han repartido los vocales por cuotas y convidado a otros tres. Cada uno ha propuesto a sus candidatos sin opinar sobre los demás. El Congreso y el Senado ha examinado solo a los que no son jueces en comparecencias de 15 minutos —comprendidos los de llegar al estrado, ponerse las gafas y beber agua— y resuelto que son idóneos. Constituidos luego en Consejo, los nuevos vocales han elegido como presidente al que los medios llevaban semanas anunciando.
El nuevo sistema pretendía desapoderar a las asociaciones judiciales, que ya no proponen a los candidatos que deben ser elegidos entre jueces. Pero entre los 12 nombrados hay cuatro de la Asociación Profesional de la Magistratura, cinco de Jueces para la Democracia, solo tres no asociados y ninguno de las asociaciones Francisco de Vitoria y Foro Judicial Independiente, que han puesto voz al hartazgo de los jueces desde 2007. También pesa la jerarquía: aunque la Constitución dice que tiene que haber vocales de cada una de las tres categorías judiciales, los magistrados del Tribunal Supremo (4 de 83) están sobrerrepresentados; los magistrados a secas, infrarrepresentados (9 de 4.455); los jueces, que son 648, ausentes. Cinco de los elegidos son presidentes de tribunales, salas o audiencias.
El cambio esencial es que el Consejo nombrará por mayoría simple (en vez de la cualificada precisa hasta ahora) a los magistrados del Tribunal Supremo, a dos del Constitucional y a los cargos judiciales. Durante los próximos cinco años, la mayoría nombrará a la mitad de los magistrados del Supremo y a los presidentes de todos los tribunales superiores sin tener que alcanzar acuerdos con o aceptar candidatos de la minoría. Es verdad que no siempre se acierta —hay personas imprevisibles, impenetrables, que siguen su criterio sin concesiones—, pero la intención suele ser nombrar a los cercanos, ideológica o socialmente.
La mayoría nombrará a la mitad del Supremo y a los presidentes de todos los tribunales superiores
El nuevo Consejo concentra sus poderes en una comisión permanente de seis miembros, los únicos que tendrán dedicación y sueldo completos. A los demás les quedan un pleno desangelado y unas dietas. Habrá, por tanto, vocales de primera (los de la comisión permanente), segunda (los demás de la mayoría) y tercera (los de la minoría). El empeño en eliminar esos 15 sueldos busca producir un efecto, pero quizá hubiera sido más útil aprovechar a tiempo completo la experiencia y el buen sentido de los vocales y renunciar a alguno de los cientos de contratados de confianza en las Administraciones Públicas. Y, de paso, a los problemas y recusaciones que provocará el inusual régimen de (in)compatibilidades.
Claro que para la concepción que inspira la reforma no sobran 15 vocales, sobran los 20: bastaría un presidente con una oficina. Lo que pasa es que eso es... el Ministerio de Justicia. Y la Constitución quiso, además, otra cosa: un Consejo numeroso, articulado como un colegio, todos cuyos vocales tengan voz y voto, para reflejar la pluralidad ideológica de los profesionales jurídicos y de la sociedad a la que sirven y alejar las decisiones sobre nombramientos, estatuto y disciplina de la órbita del ministerio.
La reforma acentúa su condición auxiliar, o jubilar, de una política que se ocupa poco de que el sistema jurisdiccional produzca mejores sentencias y aún menos de que los jueces que investigan al presidente de una diputación, a un consejero autonómico o al tesorero de un partido se sientan protegidos si las resistencias normales se tornan presiones o amenazas. Ha creado un “promotor de la acción de la justicia” para los procedimientos disciplinarios contra los jueces, pero ningún instrumento eficaz para defenderles en esos casos.
En la reducción del Consejo a un papel de reparto convergen varios afanes: uno clásico de concentración del poder, en que el Ministerio de Justicia ha neutralizado a una institución rival; otro que juega con los eternos deseos de inmunidad del poder; un tercero de autoafirmación de una parte del Tribunal Supremo, que sufre con irritación la deficiente articulación con el Constitucional; otro, en fin, de normalización frente a las huelgas, las asociaciones protestantes y el Consejo de 2008, que fue sensible al malestar de los jueces e impulsó mejoras en el estatuto y las condiciones de trabajo de los jueces, hasta que su segundo presidente reunió una mayoría más preocupada de no molestar que de mejorar alguna cosa.
Los vocales han 'elegido' como cabeza del CGPJ a quien se sabía de antemano que iba a serlo
El resultado es una reacción contra la propia idea constitucional de un CGPJ: un paso de vuelta hacia el sistema de gobierno del siglo XIX, con su apoliticidad profundamente conservadora, su jerarquización inductora del conformismo y los incentivos de una carrera en cuyos escalones superiores —la alta magistratura que describe Alejandro Nieto— se hace un trabajo interesante y queda tiempo para pensar y escribir, mientras los inferiores —la baja magistratura— sobreviven como pueden a la montaña sisífea de sentencias pendientes, a las bajadas de sueldo y a los constantes cambios legales en las competencias, los procedimientos y las tasas. Que como no son consecuencia de estudios rigurosos, parecen cosa de artilleros que no supieran matemáticas: a veces aciertan, pero sobre todo hacen ruido y crean confusión, también en las propias filas.
La idea de que una mayoría simple, que representa quizá a un tercio del electorado, decida por sí sola quiénes serán todos los más altos jueces del país revela una concepción preocupante del poder. La calidad de una cultura democrática se mide precisamente por lo contrario: por la división y la limitación del poder, la complejidad y el pluralismo que incorpora. Para ser eficaz, el Consejo no necesitaba ser reducido a una máquina monocroma y jerárquica. Necesita más transparencia sobre los méritos de sus integrantes y las razones de su elección; más pluralismo en su composición y sus nombramientos; más compromiso en su funcionamiento con los fines de la institución y con las viejas exigencias del derecho administrativo: mérito, capacidad, publicidad, motivación, eficacia... Necesita aportar más, y no menos, al sistema de garantías de la independencia judicial. No es una cuestión corporativa: la distancia entre los elevados principios y la triste práctica del Consejo contamina la percepción pública del entero sistema jurisdiccional, alimenta la sospecha de desigualdad ante la ley y perjudica al crédito del país en las terribles clasificaciones globales.
La prisa que se han dado los partidos en sumarse al acuerdo de reparto no es un buen augurio sobre lo que vendrá cuando cambie el turno. Pero ni el sistema de gobierno judicial ni el de partidos están a salvo de la creciente conciencia de que esto no es… Y ningún retorno al pasado es para siempre: el paso del tiempo, el cansancio de los sometidos y la entropía lo erosionan indefectiblemente, hasta que un momento de lucidez colectiva o un reformador impulsan de nuevo el predominio de los valores sobre la autoridad, el interés de los ciudadanos sobre el de la política, el pluralismo sobre el acaparamiento de las instituciones. Siempre hay —a la derecha y a la izquierda— vocales conscientes de que su cargo es para servir a un fin constitucional, no a estrategias de poder. Si sobreviven a la dieta que les espera, las asociaciones judiciales quizá logren explicar lo que pasa de modo inteligible para el público en general. Habrá jueces que no se resignen al malestar y salgan de su aislamiento para colaborar con otros —y pasarlo bien—, porque hay que filosofar y reír al tiempo, como aconseja el sabio Epicuro.
Diego Íñiguez es magistrado.

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